VIA CRUCIS
Con los versos de José Maria Pemán
I - Primera estación: Jesús es condenado a muerte
Hemos juzgado a Dios:
y le hemos condenado a morir tras padecer.
"No queremos más rey que César":
que se llama Riqueza, que se llama Poder.
Hemos hecho elecciones,
como dueños de la noche y el día.
Y la noche ha ganado.
Y Barrabás ha tenido mayoría.
Aquel día empezó
el griterío feroz de los humanos.
Y la cobardía
de los que se lavan las manos.
En hebreo y en griego
y en latín
se escribió la sentencia
para que el mundo
la conozca del uno al otro confín.
"Éste es el Hombre"
"Éste es el Rey de los judíos".
¡Y la Verdad se estaba viendo
bajo la transparencia
del insulto y la mofa,
como las piedras de los ríos!
Piedra de mármol rojo,
mi duro corazón
fue tribunal y solio de la sentencia impía.
¿Compartiré con Judas
la desesperación?
Hombre que consideras conmigo
esta estación primera, de la doliente vía:
confía en el Amor, hombre, confía:
que hay una apelación que está dentro de plazo todavía.
II - Segunda estación: Jesús es cargado con la Cruz
Vio venir el madero de la Cruz
como un tallo de rosa.
Lo recibió en los brazos abiertos
como se recibe una esposa.
Y el árbol seco va a dar
su fruto sazonado.
Ya no habrá Cruz
sin Dios crucificado.
No ha subido a la Cruz
para decirnos una arenga.
Ha subido a humillarse y a tener Él solo la razón
por todo el que no la tenga.
Le hemos dado la madera por el pan,
según profetizaba Jeremías.
Él recibió la Cruz
como nosotros sus Eucaristías.
Yo debiera decirle:
Señor, espera, espera.
Yo llevaré por Ti
la pesada madera...
Pero eso ha de decirlo Él mismo:
si es su decreto soberano
que yo, pobre gusano,
llegue a saber de Amor de esa manera.
III - Tercera estación: Jesús cae por primera vez
¿Cómo no se cayó el sol,
y el árbol, y la muerte y la vida
cuando cayó Jesús,
en su primera caída?
Hacer la tierra toda:
tan altiva en el monte, tan humilde en el llano...
Hacer la tierra toda...
¡y que ella te desgarre la mano!
¡El pie se pone, tantas veces,
en un hoyo vacío
aunque esté entero el ánimo
y el corazón, Dios mío!
Por tus rodillas, Señor,
por tus rodillas
desgarradas y rotas
sobre las piedrecillas:
por tu caída primera, a plomo, Señor,
con todo el peso de la Humanidad tuya,
que hizo golpe lo que debió ser beso;
líbranos, Dios, de ese primer pecado
que se comete por sorpresa;
de ese pecado venial
que se ignora a sí mismo, agazapado
como una araña en un rosal.
IV - Cuarta estación: Jesús encuentra a su madre en el Calvario
¡Oh, las madres
que visteis morir entre los brazos
a un solo único hijo,
llevándose a pedazos el corazón!
Recordad el dolor
de aquella última noche
del pulso, del termómetro,
del hielo, del sudor,
de la sábana limpia y del mullir la almohada.
Y ese bajar, escalón a escalón,
la escalera empinada
del "ya no habla..." "ya no mira"
"ya no se siente el pulso..." "ya apenas si respira"
La estación cuarta es una Madre,
acongojada y fiel,
en un sendero: aceptando la Pena
que venía por Él...
No dice una palabra:
que las palabras todas han huido
como en día de truenos
los pájaros del nido.
Está inmóvil, delante de su Hijo,
como queriendo ser
nada más que una Idea.
Está abriéndole el alma,
como un libro,
para que Él se la lea.
Se ofrece toda. No le regatea
al dolor, ni un rincón del corazón.
Como en una bahía
se entraban en tu alma las pleamares
de la agonía y la resignación.
Así te doctorabas en pena,
en esperanzas, en aflicción,
igual que se doctora entre las flores,
de flor a miel, la abeja en la dulzura y la paciencia.
¿Fue para mí,
doctora de rigores,
para quien Tú cursaste
tan dulce y clara ciencia?
V - Quinta estación: Jesús es ayudado por el Cirineo
El Poder ya no puede.
Ha querido sentir
ese terrible sucumbir
de nuestra fuerza,
cuando ya no puede alcanzar lo que alcanza el deseo.
A Ti que eres el que eres;
el Todopoderoso; el único Ser Necesario,
¿cómo te ha sucedido esto que veo?
Para subir la cuesta del Calvario
necesitaste de Simón el Cirineo.
Déjame que, en memoria del que pudiendo todo
aquel día no pudo,
yo, abriéndome camino entre la turba,
toque la cruz... ¡Y me haga la ilusión de que te ayudo!
VI - Sexta estación: La Verónica enjuga el rostro de Jesús
¿Dónde están los discípulos?...
Tened, hombres, la vista.
Recontad. Pasad lista.
Tomás, Santiago, Judas, Bartolomé...
¿dónde están?...
¿Y la fe de Simón Pedro?... ¡el que tanto decía!
Todo el colegio del apostolado, desde que rayó el día
se ha reducido a esa mujer, que se ha apartado
del pueblo, y ha secado con un lienzo la cara de Jesús.
Y en pago a su fe viva
ha quedado en el lienzo el rostro dibujado
por el sudor, la sangre y la saliva.
Oh Verónica, tú adivinaste que el Señor
iba ya a dar de mano en su incansable trajinar:
y secaste la frente del Vendimiador
cuando volvía del lagar.
No dice más la crónica.
¿Seguiría la burla y la saliva a la mujer Verónica?
¿Seguiría el desprecio y el insulto y el daño
como al Jesús de carne, al Jesús estampado en el paño?
Los cristianos que vamos al rosario,
al vía crucis, a la Misa
llevamos por el mundo, bien expuesta a la risa
de la gente, la cara de Jesús, sostenida en las manos.
Hazme, Señor, que venza los respetos humanos:
que vaya con la imagen de Jesús a la vista
por el camino todo.
Vamos. como Verónicas tenaces, por la tierra
mostrando en nuestras manos a Jesús, que es el modo
de ir haciéndole al mundo nuestra guerra.
VII - Séptima estación: Cae Jesús por segunda vez
Más que tropezar con la piedra del camino que lastima
el pie del peregrino con su choque violento,
fue como un tropezar, dentro del alma, con el abatimiento.
fue ese caer de nadie consolado;
cuando al amante se le cierra el firmamento
de la esperanza, y ve al objeto amado
cada vez más distante, como un monte nublado.
Terrible esta caída segunda: en la melancolía,
en el desistimiento, sin un rayo de luz.
¡Caer en la soledad sin otra compañía
que la fiel e inseparable amistad de la Cruz!
Agarrarse por no caer al peso mismo
de la Muerte. A la orilla del abismo
abrazarse a aquel tronco y arrastrarlo también.
En esta séptima estación, Jesús, por nuestro bien,
se ha dejado llevar por su carne desistida.
Esta segunda caída
fue sobre el rostro, no sobre las manos.
Fue desistir, dejarse, poder y no querer.
¡Líbranos, oh Señor, a los cristianos,
de esa manera de caer!.
VIII - Octava estación: Jesús encuentra a mujeres de Jerusalén
Indiferencia, rabia; los celestes olvidos;
los mundanos poderes:
todo se ha concitado contra Dios.
Sólo ha sido a las lágrimas de unas pobres mujeres
a las que ha destinado su mirada y su voz.
Mirad, hijas de Jerusalén, mirad bien lo que hago.
Este monte de penas que he reunido, es el pago
que me cuesta el rescate de tantos pecadores.
Haced bien esta cuenta de las esperanzas y de los dolores.
Si es esto lo que cuesta el Paraíso Eterno:
pensad, hijas de Jerusalén, lo que será el Infierno.
Si vosotros me costáis este exceso del Amor, oh mortales;
es porque tiene igual medida
ese monte invertido de los pecados y los males.
Si estas son las ganancias que pierde el que me pierde...
¿Qué se hará con la dura leña seca
si esto se hace con la leña verde?
IX- Novena estación: Jesús cae por tercera vez
¡Todavía otra vez! La caída tercera
parecía ya el fin. como el fruto que cae
de la madera del árbol,
la caída tercera era ya parecida a la muerte.
Una muerte en figura.
La boca amoratada por la seca amargura.
La frente con las gotas de sudor por guirnalda...
¡Lleva tantos hombre muertos sobre la espalda!
Esta vez la caída fue total: sobre el vientre.
Como el saciado y harto.
como el que rueda en la embriaguez.
¡Fue caerse todo el árbol, a plomo, de una vez!
Líbranos, Cristo, del tercer pecado.
No el caer en la carne y el mundo, como un loco.
Ese otro más agobiante y sutil caer desesperado,
cuando ya falta poco.
Señor, báculo mío y mi sandalia, ¡Señor!
¡Haced que no desista
al final del camino,
cuando el Calvario está a la vista!
X - Décima estación: Jesús es despojado de sus vestidos
La décima estación es el gran desconsuelo.
Pronto, en el tabernáculo,
va a rasgarse en dos partes el velo.
Va cubriéndose el cielo de ceniza y de susto.
La fuente más profunda del Universo mana sangre de Justo.
Le han arrancado la túnica irrompible de una vez.
Podéis mirarlo todo: en su más pura desnudez.
El viento se ha llevado la hoja y ha dejado la flor.
¡Ya estás vestido sólo de mi carne, Señor!
Te despojaron de tu Evangelio y tu misión.
Por una horda nublada de sacrilegio y de abyección
fuiste de todos los perros del mundo...
Por mares, por llanuras y por cerros,
se reía la futura herejía con risa atronadora.
¡Hoy tienen los blasfemos del mundo su gran hora!
Hoy es la fiesta de las apariencias. Dios está escondido.
¡Ya no hay más que un hombre solo, desnudo y escupido!
Por tanta humillación, Señor: por la vergüenza
de tus vestidos sorteados; ten piedad,
Señor, de la debilidad
que humilla el poderoso.
Ten piedad de los niños sin madre. Del esposo
sin compañía. Del deseo imposible.
De la pena indecible.
Del canceroso. Del mendigo.
De todo lo que digo y de lo que no digo.
¡Haz que frente a tu cuerpo desnudo,
como frente a un espejo,
me arranque yo mi sucia vestidura
llevándose pegada la piel del hombre viejo!.
XI - Décima primera estación: Jesús es clavado en la Cruz
Ya tenemos a Dios tendido sobre la tierra.
Como al morir el día
está el ciervo cobrado en una montería.
Para estirar tus brazos hasta el clavo, el sayón
apoya su rodilla sobre tu corazón.
Con espada romana han hecho en la madera una hendidura,
para medirte la estatura
desde el pie hasta la frente...,
¡Tanto ha medido el río desde el mar a la fuente!
Miden el infinito. Miden lo que no tiene medida.
La innumerable Eternidad, a empellones, es metida
en número de herrero y carpintero.
Tiene principio y fin sobre un madero,
de clavo a clavo, el que no tiene alfa ni omega.
Lega hasta el calvo aquel, Aquel que llega
hasta el Padre, y es Verbo y Espíritu Creador.
Ya tenemos el lecho mullido para el último amor.
Te has hecho a la medida,
Señor, de nuestros brazos y de nuestros besos.
Como David, podemos, uno a uno,
hacer la cuenta de tus huesos.
Por tres horas, Señor, no va a haber teología.
En la tierra está todo. No hay que explorar el cielo.
Todo está en la madera: todo cuanto quería
mi corazón; cuanto mi sueño espera,
cuanto mi anhelo alcanza...
¿Tengo entre cuatro clavos clavada mi esperanza!
XII - Décima segunda estación: Jesús muere en la cruz
Todo se ha consumado.
El hombre ha conseguido
su más horrible intento.
Ya lo hará todo solo el Instrumento.
Instrumento de su obra:
Él solo sabrá hacerse
su propio sufrimiento.
La muerte se desliza por su naturaleza corporal
como la gota de agua, por su peso, en el cristal.
Tres horas de retiro y soledad consigo
tuvo el que tuvo tantas de compañero y buen amigo
conmigo, con los hombres.
Lentamente
ha bebido la copa de su vino y su hiel.
Solo: presiente más soledad. Como un horizonte nublado
ha perdido de vista a su Madre y al discípulo amado.
Con voz de trueno le gritaste a tu Padre su abandono.
Luego, con otro tono
más dulce y amistoso, te quejabas
de la sed. ¿Por qué has dicho que tenías
sed, con ese tono apagado?
¿Es a mí al que me hablabas?
¿Soy yo el que te faltaba,
cuando ya estaba todo consumado?
XIII - Décima tercera estación: Jesús es desclavado de la Cruz
María, en tus rodillas, ya tiene derrotado
todo el Poder y toda la Grandeza,
La Pasión se ha acabado. La Compasión empieza.
Para sufrir hasta morir, Jesús estuvo
ante los hombres todos, en la Cruz, descubierto.
Pero María tiene ahora escondida,
para ella sola, la soledad de su hijo muerto.
En su falda y su manto, cubierto el cuerpo puro,
dueña y señora del futuro,
Ella empieza a ser todo: evangelio, sepultura,
mirra, sudario, ungüento. La primera y más pura
Iglesia: todo, todo.
Ella el ejemplo, la ocasión, el modo;
y la Corredención y la Pureza;
el canal de la Gracia y la Belleza...
Ella el altar y el sacerdote; el vino y el cenáculo.
Se ha acabado la Cruz. Comenzó el Tabernáculo.
Las nubes que se encienden en la cumbre
atardecida del Calvario
son ya luces cristianas ante el primer Sagrario.
XIV - Décima cuarta estación: Jesús es sepultado
Este sepulcro nuevo donde te han colocado,
Señor, donde se aferra
tu último amor, Señor; no es un sepulcro;
es mi carne ¡lo más profundo de la tierra!
Es la última medida
de tu cuerpo en mi cuerpo,
de tu muerte en mi vida.
Te has enterrado en mí para que tenga
yo tu medida justa, hasta que venga
para mí el tercer día.
Tres noches solas son las de la pena.
Si yo sé, una tras una, resistir la agonía,
¡yo sé, Señor, que Tú levantarás la losa,
en la aurora serena!.
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