EL CANTO DEL ALELUYA
Canto sagrado de acción de gracias de los salvados que armoniza la
antigua y la nueva Alianza de Dios con los hombres.
De la
Homilía en la Vigilia Pascual del año 2009
del Papa
Benedicto XVI
Cuando un hombre experimenta una
gran alegría, no puede guardársela para sí mismo. Tiene que expresarla,
transmitirla. Pero, ¿qué sucede cuando el hombre se ve alcanzado por la luz de
la resurrección y, de este modo, entra en contacto con la Vida misma, con la
Verdad y con el Amor? Simplemente, que no basta hablar de ello. Hablar no es
suficiente. Tiene que cantar. En la Biblia, la primera mención de este cantar
se encuentra después de la travesía del Mar Rojo. Israel se ha liberado de la
esclavitud. Ha salido de las profundidades amenazadoras del mar. Es como si
hubiera renacido. Está vivo y libre. La Biblia describe la reacción del pueblo
a este gran acontecimiento de salvación con la expresión: «El pueblo creyó en
el Señor y en Moisés, su siervo» (cf. Ex.14,31).
Sigue a continuación la segunda reacción, que se desprende de la primera como
una especie de necesidad interior: «Entonces Moisés y los hijos de Israel
cantaron un cántico al Señor». En la Vigilia Pascual, año tras año, los
cristianos entonamos después de la tercera lectura este canto, lo entonamos
como nuestro cántico, porque también nosotros, por el poder de Dios, hemos sido
rescatados del agua y liberados para la vida verdadera.
La historia del canto de Moisés
tras la liberación de Israel de Egipto y el paso del Mar Rojo, tiene un
paralelismo sorprendente en el Apocalipsis de san Juan. Antes del comienzo de las
últimas siete plagas a las que fue sometida la tierra, al vidente se le aparece
«una especie de mar de vidrio veteado de fuego; en la orilla estaban de pie los
que habían vencido a la bestia, a su imagen y al número que es cifra de
su nombre: tenían en sus manos las arpas que Dios les había dado. Cantaban el
cántico de Moisés, el siervo de Dios, y el cántico del Cordero» (Ap 15,2s).
Con esta imagen se describe la
situación de los discípulos de Jesucristo en todos los tiempos, la situación de
la Iglesia en la historia de este mundo. Humanamente hablando, es una situación
contradictoria en sí misma. Por un lado, se encuentra en el éxodo, en medio del
Mar Rojo. En un mar que, paradójicamente, es a la vez hielo y fuego. Y ¿no debe
quizás la Iglesia, por decirlo así, caminar siempre sobre el mar, a través del
fuego y del frío? Considerándolo humanamente, debería hundirse. Pero mientras
aún camina por este Mar Rojo, canta, entona el canto de alabanza de los justos:
el canto de Moisés y del Cordero, en el cual se armonizan la Antigua y la Nueva
Alianza.
Mientras que a fin de cuentas debería
hundirse, la Iglesia entona el canto de acción de gracias de los salvados. Está
sobre las aguas de muerte de la historia y, no obstante, ya ha resucitado.
Cantando, se agarra a la mano del Señor, que la mantiene sobre las aguas. Y
sabe que, con eso, está sujeta, fuera del alcance de la fuerza de gravedad de
la muerte y del mal —una fuerza de la cual, de otro modo, no podría escapar—,
sostenida y atraída por la nueva fuerza de gravedad de Dios, de la verdad
y del amor.
Por el momento, la Iglesia y todos
nosotros nos encontramos entre los dos campos de gravitación. Pero desde que
Cristo ha resucitado, la gravitación del amor es más fuerte que la del odio; la
fuerza de gravedad de la vida es más fuerte que la de la muerte. ¿Acaso no es
ésta realmente la situación de la Iglesia de todos los tiempos, nuestra propia
situación? Siempre se tiene la impresión de que ha de hundirse, y siempre está
ya salvada. San Pablo ha descrito así esta situación: «Somos... los moribundos
que están bien vivos» (2 Co. 6,9).
La mano salvadora del Señor nos sujeta, y así podemos cantar ya ahora el canto
de los salvados, el canto nuevo de los resucitados: ¡Aleluya! Amén.
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