Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

7 de abril de 2016

"EL FIN DEL MUNDO"

 UNA FIRME ESPERANZA:
DICHOSO EL QUE VIGILA, 
TIENE EL GOZO DE LA EXPECTATIVA

“Según la fe cristiana, la « redención », la salvación, no es simplemente un dato de hecho.
Se nos ofrece la salvación
en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, 
una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente:
el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, 
si podemos estar seguros de esta meta
y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino.

(Carta Encíclica SPES SALVI del Papa Benedicto XVI, n.1)



La magnífica reflexión del Monasterio del Cristo Orante es un canto de esperanza... Para leer despacio.




                   Este mundo no morirá de muerte natural. No se apagará como una vela. Ni tampoco por un accidente, por un asteroide que coalicione contra nuestro inerme planeta. De ninguna manera ocurrirá así.

                   Y aunque es cierto que habrá “signos previos”, éstos justamente no serán concluyentes ni serán los que inexorablemente lleven al fin. Sería falso sino que nadie puede saber ni el día ni la hora. No faltará el factor sorpresa. Abrupta, absoluta, universal.

                   Este mundo no morirá de muerte natural. Alguien interrumpirá voluntaria y personalmente el proceso de eterna transformación de la materia. Como grafica Lewis: será como si en medio de una danza a plena música, alguien, con dos dedos, levantara la púa del tocadisco y frenara en seco la música, la danza, la fiesta. El ejemplo sólo es perfecto para tornar patente la irrupción de la sorpresa, lo estrepitoso y brusco del imprevisto detenimiento de algo. Porque, por lo demás, la Fiesta en verdad comienza entonces...

                   Así será la Parusía. Sorpresiva. Imprevista. E imprevista en un grado superlativo, insuperable. Hablar de “el momento menos pensado” dice claramente que no habrá instante de toda la historia del Hombre que pueda competir con ese instante en “impensabilidad”, en imprevisibilidad. Como el ladrón de medianoche escoge la curva exacta de la noche en que el sueño es más profundo, la guardia montada es más débil, la bruma más densa. Será bueno recordarlo de nuevo: no será en uno de los momentos menos pensados; sino en el exacto momento menos pensado de todos.

                   El consejo del Señor es que ese día no caiga de improviso sobre nosotros como una trampa. El acento está en “trampa”, no en “improviso”. Que la inevitable imprevisibilidad no nos entrampe. Al contrario: que nos mantenga erguidos, atentos, alertas, en plegaria incesante. Expectantes.

                   Y en ese instante no implosionará el orbe ni cosa parecida. Simplemente se detendrá el tiempo. La abeja en pleno vuelo detendrá sus alas, y la sombra suya sobre la baldosa no se moverá un milímetro. Quien estuviera comprando quedará ahí, con su billetera abierta; quien esté comiendo, con el tenedor a mitad de camino entre el plato y su boca. Algunos los sorprenderá viajando, a otros trabajando, a algunos discutiendo, a otros enterrando muertos o pariendo hijos. A todos –o casi todos—nos agarrará pensando en el mañana. Proyectando, si no meses y años por delante, al menos nuestra agenda de la tarde. Tarde que no habrá.

                   Será una instancia peculiar, entre otras rarezas, pues el tiempo habrá terminado, pero la eternidad (al menos, esa a la que acceden nuestros muertos) tampoco irrumpirá así nomás en escena. Nos enteraremos (entre tantas otras cosas) que eso del “fin del mundo” era un disparate de malas traducciones bíblicas que nos introdujeron biblistas berretas. Será el fin de este eón, no de este mundo. Será un acontecimiento intrahistórico: en su filoso borde, pero historia al fin. Sí, hermanos míos, así será y con qué ansias procuraría hallar modos –mil modos—de decírselos con mayor elocuencia, con mayor vehemencia, con mayor ímpetu y ardor. Puesto que se habla tan poco (y tan desdibujadamente) de este acontecimiento. Será un día concreto, concretísimo, de nuestro almanaque. Un día 3 o 16 o 24. Caerá en martes o en domingo. Será al alba o al ocaso, según donde nos pille. El reloj marcará las 15.43 o las 7.05, pero jamás el no-tiempo, sino el último instante del tiempo. Y levantaremos la cabeza (y recordaremos este Evangelio, cómo no, y tal vez hasta este sermón, que será lejano en nuestra memoria o estará a medio predicar)… y lo veremos venir, en Majestad, sobre el horizonte. Sí, en majestad. 


                   Podrán borrar la “palabrita” de la oración colecta de Cristo Rey, pero no podrán borrarla de la realidad. Ahí estará, Cristo, Rey del Universo, hidalgo, avanzando hacia cada uno de nosotros, en una ubicuidad que será parte de la inefable sorpresa. Pues uno tendrá la insólita sensación o experiencia de que el Señor estuviera viniendo sólo hacia uno, hacia cada uno de nosotros, como si no hubiera más que uno y Él en el orbe. Como la Mano del Cristo descendido a los infiernos, estirada hacia Adán para levantarlo. Así irrumpirá sobre la inerme e inmodificable escena de mi vida. No habrá margen ni para minimizar un archivo abierto en pantalla, ni para pasar por el rompepapeles documentos que me comprometan. No habrá tiempo para correr y dar con un cura ni tan siquiera nos darán ese minuto para apurar un “Pésame” a todo vapor. Estaré en Vigilias o en la Lectio, o cocinando o regando los lirios, o haciendo velas que ya nadie prenderá o avanzando con este artículo… y llegará la liberación. 

                   Tengan ánimo y estén contentos. Somos los amigos de la Parusía, como le dice Pablo a Timoteo. Casi el nombre propio de una religión: “los amadores del Retorno”

         “Dichoso el que vigila” (Ap 16,15), dice el Señor. 

¿Cuál es la dicha a la que se refiere? 

No es resultadista. 

No se trata de la dicha del efecto de vigilar sino la dicha del vigilar mismo. 

                El gozo de la expectativa; el secreto gusto y disfrute de la inminencia de una revelación que aún no se produce, pero está a punto de darse.

                    No hay definición de la oración más feliz y exacta que esta “cabeza en alto” (todo lo contrario a la pera horadando el pecho en busca del ombligo perdido). ¿Qué es rezar? Otear el horizonte de nuestra vida, sobre el umbral del Apocalipsis, ansiando la liberación, el rescate, el Retorno glorioso de nuestro gran Dios y Señor Jesucristo.

                      Un cristiano que no puede o no sabe o no quiere entonar un “Maranathá” brioso, vibrante, acuciante, intenso, urgido, deseoso, anhelante, expectante… no es un auténtico cristiano. El Retorno de Nuestro Señor no es un “mal necesario” ni siquiera un “bien menor”: ha de poder ser el deseo más entrañable de nuestros corazones. Por eso hay dicha en la vigía, hay gozo en la víspera, hay felicidad en el “ya-casi”. Es el amor por la inminencia. 

                      Porque si Tú, Señor mío, me dices que vendrás pronto, yo estaré
 contento desde este cuarto de hora previo, disfrutando de la espera.


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