FOMENTAR LA ESPERANZA
El
tiempo pascual es una ocasión privilegiada para referirnos a los Novísimos.
Porque Cristo resucitado nos abre las puertas de la Vida.
Una breve catequesis sobre las postrimerías, salpicada de chispeantes cuentos.
Las verdades eternas
Un día, estando conversando con
un chico de primer año de la secundaria, le pregunté si pensaba de vez en cuando en los novísimos.
La respuesta fue negativa. Ni siquiera sabía lo que eran los novísimos. Entonces se me ocurrió emplear
la palabra sinónima -las postrimerías–
por si le sonaba más. Tampoco tenía idea de lo que pudieran ser las postrimerías. Visto lo cual, comencé a decirle: Mira, los
novísimos son cuatro: muerte…¡Uf!, a mí aún me queda mucho tiempo… Claramente no le interesaba el tema.
Pues sí que es un tema que hay
que tener presente en la vida. Y de él vamos a tratar ahora. El lenguaje
tradicional cristiano designa como los cuatro novísimos
o postrimerías del hombre a la Muerte, al Juicio,
al Infierno y al Cielo. Y es importante considerar estas verdades,
pues toda una eternidad es lo que está en juego. La meditación sobre los novísimos es una ayuda para vivir siempre cara a Dios, con sentido
de eternidad. No se puede olvidar que el hombre tiene un destino eterno.
Un cuento: CITA CON LA MUERTE
Hay un cuento oriental, que
podríamos titular: “Cita con la muerte” que es muy ilustrativo. Paso a narrarlo.
Una mañana un cierto mercader de Bagdad envió a su sirviente al
mercado para que comprara las provisiones del día. Al poco rato regresó el
criado, completamente pálido y tembloroso. Amo
y señor -le dijo al
mercader-.Estando en el mercado una mujer me empujó y cuando me
volví para mirarla, vi que era la Muerte. Clavó en mí sus ojos profundos y me
hizo un gesto amenazante. Señor, si tú te dignas prestarme tu caballo huiré a
Samarra, y allí la Muerte no me podrá encontrar. El mercader le prestó su caballo, y el
sirviente, con prisas, se montó en él partiendo velozmente como el viento.
Entonces el mercader fue al mercado y viendo a la Muerte entre la
multitud se acercó a ella y le preguntó: ¿Por
qué hiciste un gesto de amenaza a mi criado esta mañana cuando te tropezaste
con él? La Muerte
respondió: No fue un gesto de amenaza. Fue un
gesto de sorpresa. Me asombró verlo aquí, en Bagdad, cuando tenía una cita
conmigo esta noche en Samarra.
El hombre no quiere pensar en
su muerte, y si es joven, aún menos; para él la
muerte es asunto de los demás. Pero,
quiérase o no, un día llegará y no será posible huir de ella. Y puede venir en
cualquier momento. El ¡uf!,
a mí aún me queda mucho tiempo… puede
no ser verdad, no se sabe… Quizá ese mucho
tiempo sea sólo unas
semanas, o unos días, o unas horas, o, incluso, unos minutos o segundos. No sabemos cuándo, ni dónde, ni
cómo. Lo único cierto es que vendrá, y lo verdaderamente importante es
tener el alma limpia de pecados mortales, la conciencia en paz con Dios, morir
como buenos cristianos. Y normalmente como se vive se muere.
La visión cristiana de la
muerte se expresa en estas palabras de la Liturgia de la Iglesia: La vida de los que creemos en ti, Señor, no termina, se transforma
y, al deshacerse nuestra morada terrena, adquirimos una mansión eterna en el
cielo (1). Por tanto, para una persona que
durante su vida ha procurado amar a Dios, la muerte es la puerta que le
introducirá en la vida que no tendrá fin, el momento del encuentro con el
Señor. Bien lo expresó el papa San Juan Pablo II cuando dijo: La vida de aquí
abajo no es un camino hacia la muerte, sino hacia la vida, hacia la luz, hacia
el Señor. (2)
Y ¿qué ocurre
inmediatamente después que una persona muere? Después de la muerte viene el juicio,
pero antes de hablar de este segundo novísimo quiero contar lo que ocurrió en un
viaje.
Otro breve cuento: UN HOMBRE VIEJO Y UN HOMBRE JOVEN
En el compartimento de un tren que se dirigía a Londres estaban
dos hombres. Uno, de pelo gris y edad madura. El otro era joven y estaba
inquieto, preocupado y temeroso. El de más edad le dirigió la palabra: Observo que está
usted atribulado. ¿Puedo ayudarle en algo? El joven, un poco sorprendido, dijo: No, señor; nadie
puede ayudarme… Y a
continuación, añadió: Pero
como usted es un desconocido y creo que jamás volveremos a vernos, y, por otra
parte, me inspira confianza, le contaré lo que me está pasando. Será para mí un
desahogo, un alivio. Y
comenzó a contar. Era una historia muy triste. Para ayudar a su madre viuda,
empezó a cometer algunos pequeños hurtos en la empresa donde trabajaba. Luego
se hizo amigo de dos compañeros del trabajo, que eran unos indeseables, y que
influyeron demasiado en él. Los tres planearon un robo de importancia. Cuando
lo estaban cometiendo, un vigilante nocturno los sorprendió y uno de sus
compañeros lo mató de un tiro. Los dos colegas fueron capturados por la policía, y
ambos le culparon del asesinato. El muchacho pudo escapar de la persecución
policial, pero había una orden de detención contra él, y por este motivo huía,
pensando que en Londres le sería más fácil esconderse.
El hombre mayor le escuchó con atención e interés, y cuando
terminó el relato, le dijo: Le
aconsejo encarecidamente que se entregue a la justicia, y repita ante el
tribunal el relato exacto que acaba de hacerme. Esto es lo mejor y lo único que
puede hacer. Reconozco que mi consejo es fácil de dar, y no puedo negar que yo
mismo pasaría un miedo tremendo ante el tribunal… El joven prometió seguir aquel consejo.
El día del juicio, el joven, pálido y tembloroso, estaba sentado
en el banquillo de los acusados. Se leyeron los cargos que pesaban sobre él y
se le exigió que prestara declaración. Apenas tenía fuerzas para pronunciar una
palabra. Cuando levantó los ojos hacia el juez, ¡qué sorpresa!: era el
caballero que coincidió con él en el compartimento del tren. Aliviado, prestó
declaración a quien ya conocía la verdad de los hechos. Se le condenó sólo por
el intento de robo.
El alma cuando sale del cuerpo
comparece inmediatamente ante Jesucristo para ser juzgada. En este juicio se
examina todo cuanto el hombre haya hecho, dicho o pensado, e incluso se tendrán
en cuenta las omisiones. Para acudir a esta cita con Jesús es muy conveniente
que examinemos nuestra conciencia diariamente, y de esta forma veremos cuál es
el estado de nuestra alma. Si resulta que está manchada con algún pecado, la
limpiamos cuanto antes en el sacramento de la Penitencia. Pues si confesamos
nuestras faltas y pecados con verdadero arrepentimiento el mismo Dios nos los
perdonará. Con el examen de conciencia bien hecho no habrá sorpresas
desagradables en el juicio particular.
Ahora bien, si durante nuestra
existencia terrena hemos vivido según las enseñanzas de Jesucristo, el Señor
nos recibirá con un gran abrazo y nos introducirá en el Cielo.
En todo juicio se pronuncia
sentencia. Del juicio particular hay dos posibles sentencias: una es salvífica;
la otra, condenatoria. Recibirán la primera los que mueran en gracia de Dios, y
su premio es el Cielo, al que irán inmediatamente o después de pasar por el
Purgatorio (3), según tengan o no tengan algo de que purificarse; y la segunda,
los que al momento de morir tengan el alma en estado de pecado, y su castigo es
el Infierno
.
Pero, ¿realmente existe el Infierno? Esta pregunta se la formulan
muchas personas, y la respuesta es afirmativa. Sí, el Infierno existe. Para
negar su existencia habría que arrancar páginas enteras del Evangelio o
manipular sus textos y olvidar todo lo que la Iglesia dice sobre este castigo.
Cristo habló con claridad meridiana de la eternidad de las penas del infierno.
Reconozco que es una verdad que resulta impopular hablar de ella, pero no se puede
omitir en la catequesis. El Catecismo de la Iglesia
Católica la
expresa así: La enseñanza de la Iglesia afirma la
existencia del Infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en pecado
mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de su muerte y allí
sufren las penas del Infierno, el “fuego eterno” (4).
Una vez, un hombre incrédulo se
mofaba de una persona piadosa diciéndole: Oh
tú, pobre creyente, ¡qué chasco te llevarás cuando, después de la muerte, veas
que todo el reino celestial es una simple fábula! El creyente, sin alterarse lo
más mínimo, se limitó a responderle casi con las mismas palabras: Oh tú, pobre incrédulo, ¡qué chasco te llevarás cuando,
después de tu muerte, veas que todo el Infierno no es una simple fábula!
San Juan Pablo II habló del
Infierno. Entre otras cosas ha dicho: Dios es Padre infinitamente bueno y
misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en
libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón,
renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica
situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o
Infierno (5).
El mismo Jesús nos advierte ¿de qué le sirve
al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? (6). Dios quiere que nos movamos por
amor, pero dada nuestra debilidad, consecuencia del pecado original, ha querido
manifestarnos a dónde conduce el pecado, para que tengamos un motivo más que
nos aparte de este grave mal: el santo temor.
Y ahora toca tratar del cuarto novísimo,
que es el Cielo. Antes de entrar en materia voy a referir algo que ocurrió en
el siglo XVI. Es sabido que el Anglicanismo (7) comienza por la pasión del rey
Enrique VIII por una dama de la Corte llamada Ana Bolena. El monarca inglés
pidió al papa Clemente VII la declaración de nulidad de su matrimonio con
Catalina de Aragón. El Papa, después de estudiar tan delicado asunto, denegó la
petición por considerar que el matrimonio de Enrique y Catalina era verdadero
matrimonio. Montó en cólera el rey y se autonombró Cabeza de la Iglesia en
Inglaterra, separándose de la Iglesia Católica. A partir de ese momento comenzó
en Inglaterra una persecución contra los católicos que se mantuvieron fieles a
Roma. Un día, Enrique VIII amenazó a dos católicos con estas palabras: Si no os declaráis
partidarios del Anglicanismo, os haré arrojar al Támesis. Pero ellos no se asustaron ante las
amenazas reales, que verdaderamente eran reales, a pesar de que eran conscientes que el
rey había mandado a la muerte a muchos católicos, y replicaron: Nosotros sólo
deseamos ir al Cielo y lo mismo nos da llegar allí por tierra que por agua.
Pero hablemos ya del Cielo. Lo
primero que hay que decir es que Dios quiere nuestra felicidad eterna, nos ha
preparado el Cielo. El mismo Jesús lo dijo con claridad: En la casa de mi
Padre hay muchas moradas (…) voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y
os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que
donde yo estoy estéis también vosotros (8).
El Cielo es la recompensa que
Dios tiene reservada para los que en esta tierra le aman. Después de esta vida
Nuestro Señor nos espera en el Cielo. Allí estaremos con la Trinidad Beatísima
y sólo habrá cosas buenas, sin mezcla de mal alguno. Tendremos un gozo que
nadie nos podrá quitar. Las lágrimas y las penas no tienen entrada en el
Paraíso.
El cristiano es hombre de
esperanza, porque aspira a la vida eterna en la gloria del Cielo, donde la
felicidad será completa. Pongamos nuestra confianza en las promesas de Cristo.
No olvidemos que el cielo es el único bien que está al alcance de todos, pero
para alcanzarlo no podemos apoyarnos en nuestras fuerzas sino en los auxilios
de la gracia del Espíritu Santo.
San Pablo escribió del Cielo y
no encontró palabras para describirlo, sólo supo decir: Ni ojo vio, ni
oído oyó, ni vino a la mente del hombre, lo que Dios ha preparado para los que
le aman (9). Un Cielo hecho por nuestro Dios para
nosotros. Es preciso tener presente siempre que en esta vida lo único realmente
importante que hay que hacer es merecer el Cielo.
De la consideración de los novísimos se puede sacar como propósito cuidar
el examen de conciencia diario y fomentar la virtud de la esperanza. Y cuando alguna dificultad
aparezca en el camino hacia Dios, repitamos una y otra vez: Vale la pena, vale
la pena.
(1) Prefacio I de la Misa de
Difuntos.
(2) San Juan Pablo II, Homilía 2.XI.1988.
(3) Los que mueren sin pecados
mortales, pero sí con pecados veniales, y los que tienen que satisfacer pena
temporal por los pecados cometidos ya perdonados, antes de entrar en el Cielo
van al Purgatorio. Los
que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente
purificados, aunque estén seguros de su eterna salvación, sufren después de su
muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en
la alegría del cielo (Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 1.030). ¿Qué
es el Purgatorio? La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es
completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado
la doctrina de la fe relativa al Purgatorio sobre todo en los Concilios de
Florencia y de Trento. La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a
ciertos textos de la Escritura, habla de un fuego purificador (Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 1.031).
(4) Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 1.034.
(5) Juan Pablo II, Discurso 28.VII.1999.
(6) Mt 16, 26.
(7) ¿Qué es el
Anglicanismo? Se
llama Comunión
Anglicana o Anglicanismo a la Iglesia que resultó al
proclamarse Enrique VIII como Jefe de la Iglesia en Inglaterra rompiendo la
unión con el Papa.
(8) Jn 14, 2-4.
(9) 1 Co 2, 9.
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