Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

12 de abril de 2016

EN PASCUA: MEDITAR SOBRE LA VIRTUD DE LA ESPERANZA CRISTIANA

FOMENTAR LA ESPERANZA


El tiempo pascual es una ocasión privilegiada para referirnos a los Novísimos. Porque Cristo resucitado nos abre las puertas de la Vida.

Una breve catequesis sobre las postrimerías, salpicada de chispeantes cuentos.




Las verdades eternas

Un día, estando conversando con un chico de primer año de la secundaria,  le pregunté si pensaba de vez en cuando en los novísimos. La respuesta fue negativa. Ni siquiera sabía lo que eran los novísimos. Entonces se me ocurrió emplear la palabra sinónima -las postrimerías– por si le sonaba más. Tampoco tenía idea de lo que pudieran ser las postrimerías. Visto lo cual, comencé a decirle: Mira, los novísimos son cuatro: muerte…¡Uf!, a mí aún me queda mucho tiempo… Claramente no le interesaba el tema. 

Pues sí que es un tema que hay que tener presente en la vida. Y de él vamos a tratar ahora. El lenguaje tradicional cristiano designa como los cuatro novísimos o postrimerías del hombre a la Muerte, al Juicio, al Infierno y al Cielo. Y es importante considerar estas verdades, pues toda una eternidad es lo que está en juego. La meditación sobre los novísimos es una ayuda para vivir siempre cara a Dios, con sentido de eternidad. No se puede olvidar que el hombre tiene un destino eterno.



Un cuento: CITA CON LA MUERTE

Hay un cuento oriental, que podríamos titular: “Cita con la muerte” que es muy ilustrativo. Paso a narrarlo.

Una mañana un cierto mercader de Bagdad envió a su sirviente al mercado para que comprara las provisiones del día. Al poco rato regresó el criado, completamente pálido y tembloroso. Amo y señor -le dijo al mercader-.Estando en el mercado una mujer me empujó y cuando me volví para mirarla, vi que era la Muerte. Clavó en mí sus ojos profundos y me hizo un gesto amenazante. Señor, si tú te dignas prestarme tu caballo huiré a Samarra, y allí la Muerte no me podrá encontrar. El mercader le prestó su caballo, y el sirviente, con prisas, se montó en él partiendo velozmente como el viento. Entonces el mercader fue al mercado  y viendo a la Muerte entre la multitud se acercó a ella y le preguntó: ¿Por qué hiciste un gesto de amenaza a mi criado esta mañana cuando te tropezaste con él? La Muerte respondió: No fue un gesto de amenaza. Fue un gesto de sorpresa. Me asombró verlo aquí, en Bagdad, cuando tenía una cita conmigo esta noche en Samarra.

El hombre no quiere pensar en su muerte, y si es joven, aún menos; para él la muerte es asunto de los demás. Pero, quiérase o no, un día llegará y no será posible huir de ella. Y puede venir en cualquier momento. El ¡uf!, a mí aún me queda mucho tiempo… puede no ser verdad, no se sabe… Quizá ese mucho tiempo sea sólo unas semanas, o unos días, o unas horas, o, incluso, unos minutos o segundos. No sabemos cuándo, ni dónde, ni cómo. Lo único cierto es que vendrá, y lo verdaderamente importante es tener el alma limpia de pecados mortales, la conciencia en paz con Dios, morir como buenos cristianos. Y normalmente como se vive se muere.

La visión cristiana de la muerte se expresa en estas palabras de la Liturgia de la Iglesia: La vida de los que creemos en ti, Señor, no termina, se transforma y, al deshacerse nuestra morada terrena, adquirimos una mansión eterna en el cielo (1). Por tanto, para una persona que durante su vida ha procurado amar a Dios, la muerte es la puerta que le introducirá en la vida que no tendrá fin, el momento del encuentro con el Señor. Bien lo expresó el papa San Juan Pablo II cuando dijo: La vida de aquí abajo no es un camino hacia la muerte, sino hacia la vida, hacia la luz, hacia el Señor. (2)

Y ¿qué ocurre inmediatamente después que una persona muere? Después de la muerte viene el juicio, pero antes de hablar de este segundo novísimo quiero contar lo que ocurrió en un viaje.



Otro breve cuento: UN HOMBRE VIEJO Y UN HOMBRE JOVEN

En el compartimento de un tren que se dirigía a Londres estaban dos hombres. Uno, de pelo gris y edad madura. El otro era joven y estaba inquieto, preocupado y temeroso. El de más edad le dirigió la palabra: Observo que está usted atribulado. ¿Puedo ayudarle en algo? El joven, un poco sorprendido, dijo: No, señor; nadie puede ayudarme… Y a continuación, añadió: Pero como usted es un desconocido y creo que jamás volveremos a vernos, y, por otra parte, me inspira confianza, le contaré lo que me está pasando. Será para mí un desahogo, un alivio. Y comenzó a contar. Era una historia muy triste. Para ayudar a su madre viuda, empezó a cometer algunos pequeños hurtos en la empresa donde trabajaba. Luego se hizo amigo de dos compañeros del trabajo, que eran unos indeseables, y que influyeron demasiado en él. Los tres planearon un robo de importancia. Cuando lo estaban cometiendo, un vigilante nocturno los sorprendió y uno de sus compañeros lo mató de un tiro. Los dos colegas fueron capturados por la policía, y ambos le culparon del asesinato. El muchacho pudo escapar de la persecución policial, pero había una orden de detención contra él, y por este motivo huía, pensando que en Londres le sería más fácil esconderse.

El hombre mayor le escuchó con atención e interés, y cuando terminó el relato, le dijo: Le aconsejo encarecidamente que se entregue a la justicia, y repita ante el tribunal el relato exacto que acaba de hacerme. Esto es lo mejor y lo único que puede hacer. Reconozco que mi consejo es fácil de dar, y no puedo negar que yo mismo pasaría un miedo tremendo ante el tribunal… El joven prometió seguir aquel consejo.

El día del juicio, el joven, pálido y tembloroso, estaba sentado en el banquillo de los acusados. Se leyeron los cargos que pesaban sobre él y se le exigió que prestara declaración. Apenas tenía fuerzas para pronunciar una palabra. Cuando levantó los ojos hacia el juez, ¡qué sorpresa!: era el caballero que coincidió con él en el compartimento del tren. Aliviado, prestó declaración a quien ya conocía la verdad de los hechos. Se le condenó sólo por el intento de robo.


El alma cuando sale del cuerpo comparece inmediatamente ante Jesucristo para ser juzgada. En este juicio se examina todo cuanto el hombre haya hecho, dicho o pensado, e incluso se tendrán en cuenta las omisiones. Para acudir a esta cita con Jesús es muy conveniente que examinemos nuestra conciencia diariamente, y de esta forma veremos cuál es el estado de nuestra alma. Si resulta que está manchada con algún pecado, la limpiamos cuanto antes en el sacramento de la Penitencia. Pues si confesamos nuestras faltas y pecados con verdadero arrepentimiento el mismo Dios nos los perdonará. Con el examen de conciencia bien hecho no habrá sorpresas desagradables en el juicio particular.

Ahora bien, si durante nuestra existencia terrena hemos vivido según las enseñanzas de Jesucristo, el Señor nos recibirá con un gran abrazo y nos introducirá en el Cielo.

En todo juicio se pronuncia sentencia. Del juicio particular hay dos posibles sentencias: una es salvífica; la otra, condenatoria. Recibirán la primera los que mueran en gracia de Dios, y su premio es el Cielo, al que irán inmediatamente o después de pasar por el Purgatorio (3), según tengan o no tengan algo de que purificarse; y la segunda, los que al momento de morir tengan el alma en estado de pecado, y su castigo es el Infierno
.
Pero, ¿realmente existe el Infierno? Esta pregunta se la formulan muchas personas, y la respuesta es afirmativa. Sí, el Infierno existe. Para negar su existencia habría que arrancar páginas enteras del Evangelio o manipular sus textos y olvidar todo lo que la Iglesia dice sobre este castigo. Cristo habló con claridad meridiana de la eternidad de las penas del infierno. Reconozco que es una verdad que resulta impopular hablar de ella, pero no se puede omitir en la catequesis. El Catecismo de la Iglesia Católica la expresa así: La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del Infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de su muerte y allí sufren las penas del Infierno, el “fuego eterno” (4).

Una vez, un hombre incrédulo se mofaba de una persona piadosa diciéndole: Oh tú, pobre creyente, ¡qué chasco te llevarás cuando, después de la muerte, veas que todo el reino celestial es una simple fábula!  El creyente, sin alterarse lo más mínimo, se limitó a responderle casi con las mismas palabras: Oh tú, pobre incrédulo, ¡qué chasco te llevarás cuando, después de tu muerte, veas que todo el Infierno no es una simple fábula!

San Juan Pablo II habló del Infierno. Entre otras cosas ha dicho: Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o Infierno (5).

El mismo Jesús nos advierte ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? (6). Dios quiere que nos movamos por amor, pero dada nuestra debilidad, consecuencia del pecado original, ha querido manifestarnos a dónde conduce el pecado, para que tengamos un motivo más que nos aparte de este grave mal: el santo temor.

Y ahora toca tratar del cuarto novísimo, que es el Cielo. Antes de entrar en materia voy a referir algo que ocurrió en el siglo XVI. Es sabido que el Anglicanismo (7) comienza por la pasión del rey Enrique VIII por una dama de la Corte llamada Ana Bolena. El monarca inglés pidió al papa Clemente VII la declaración de nulidad de su matrimonio con Catalina de Aragón. El Papa, después de estudiar tan delicado asunto, denegó la petición por considerar que el matrimonio de Enrique y Catalina era verdadero matrimonio. Montó en cólera el rey y se autonombró Cabeza de la Iglesia en Inglaterra, separándose de la Iglesia Católica. A partir de ese momento comenzó en Inglaterra una persecución contra los católicos que se mantuvieron fieles a Roma. Un día, Enrique VIII amenazó a dos católicos con estas palabras: Si no os declaráis partidarios del Anglicanismo, os haré arrojar al Támesis. Pero ellos no se asustaron ante las amenazas reales, que verdaderamente eran reales, a pesar de que eran conscientes que el rey había mandado a la muerte a muchos católicos, y replicaron: Nosotros sólo deseamos ir al Cielo y lo mismo nos da llegar allí por tierra que por agua.

Pero hablemos ya del Cielo. Lo primero que hay que decir es que Dios quiere nuestra felicidad eterna, nos ha preparado el Cielo. El mismo Jesús lo dijo con claridad: En la casa de mi Padre hay muchas moradas (…) voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros (8).

El Cielo es la recompensa que Dios tiene reservada para los que en esta tierra le aman. Después de esta vida Nuestro Señor nos espera en el Cielo. Allí estaremos con la Trinidad Beatísima y sólo habrá cosas buenas, sin mezcla de mal alguno. Tendremos un gozo que nadie nos podrá quitar. Las lágrimas y las penas no tienen entrada en el Paraíso.
El cristiano es hombre de esperanza, porque aspira a la vida eterna en la gloria del Cielo, donde la felicidad será completa. Pongamos nuestra confianza en las promesas de Cristo. No olvidemos que el cielo es el único bien que está al alcance de todos, pero para alcanzarlo no podemos apoyarnos en nuestras fuerzas sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo.

San Pablo escribió del Cielo y no encontró palabras para describirlo, sólo supo decir: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni vino a la mente del hombre, lo que Dios ha preparado para los que le aman (9). Un Cielo hecho por nuestro Dios para nosotros. Es preciso tener presente siempre que en esta vida lo único realmente importante que hay que hacer es merecer el Cielo.

De la consideración de los novísimos se puede sacar como propósito cuidar el examen de conciencia diario y fomentar la virtud de la esperanza. Y cuando alguna dificultad aparezca en el camino hacia Dios, repitamos una y otra vez: Vale la pena, vale la pena.



(1) Prefacio I de la Misa de Difuntos.

(2) San Juan Pablo II, Homilía 2.XI.1988.

(3) Los que mueren sin pecados mortales, pero sí con pecados veniales, y los que tienen que satisfacer pena temporal por los pecados cometidos ya perdonados, antes de entrar en el Cielo van al Purgatorio. Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque estén seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.030). ¿Qué es el Purgatorio? La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al Purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia y de Trento. La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura, habla de un fuego purificador (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.031).

(4) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.034.

(5) Juan Pablo II, Discurso 28.VII.1999.

(6) Mt 16, 26.

(7) ¿Qué es el Anglicanismo? Se llama Comunión Anglicana o Anglicanismo a la Iglesia que resultó al proclamarse Enrique VIII como Jefe de la Iglesia en Inglaterra rompiendo la unión con el Papa.

(8) Jn 14, 2-4.

(9) 1 Co 2, 9.


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