Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

24 de abril de 2016

LA CARIDAD NO BROTA DESDE EL SUELO: SÓLO DESCIENDE DESDE EL CIELO


Jn. XIII:
EL CENTRO INEFABLE DEL RELATO

“Los amó hasta el extremo”
“Ámense como Yo los he amado”

Reflexión sobre el capítulo 13 del Evangelio según San Juan, del monasterio del Cristo Orante.



San Juan evangelista, a treinta años del acontecimiento que ha de relatar, se ve desafiado en su memoria y en su ingenio (pues la inspiración divina no le ahorra nada de esto), para lograr volcar al griego aquel intenso y extenso discurso crucial de nuestro Señor, la noche antes de su Pasión. 

No es un discurso más: es fundamento, es testamento. 

Allí fue que expresó en su arameo natal el Amor extremo, ese que lo movería en pocas horas a dar la vida por nosotros, ese por el cual ama al Padre y al Espíritu de Ambos, ese que derramará en nuestros corazones para poder nosotros amarnos los unos a los otros. Ese en que funda religión.

Pero Juan tiene un problema. 

Recuerda bien que el Señor se esmeró aquella noche en explicar que se trataba de un “amor” por demás ajeno a los parámetros humanos. Que el Señor aludía a una realidad intradivina, increada, completamente inapropiada y desconocida para el orden creatural. Algo imposible de nombrar en términos humanos por el simple escollo de no haber realidad en este mundo a la cual referirla. Y Juan repasa los vocablos que tiene a mano en el griego (eros, filía, stergo) y ninguno le convence; pues ninguno logra acercarse a lo que el Señor dijera aquella intensa noche de adioses. Tal vez combinándolos entre sí, tal vez procurando superlativos, tal vez acertando a algún adjetivo… 

Juan piensa, escribe, tacha, borronea, corrige, reintenta, hace un bollo sus papiros y los tira al cesto… 

Al llegar a este Capítulo XIII sabe, como Borges en su Aleph, estar arribando al inefable centro de su relato, donde empieza la desesperación de escritor.

Y es entonces que, vencido, acepta hacer lo que no es del todo delicado más que en grave necesidad: pues inventará una palabra para nombrar esa Realidad del Amor divino hasta entonces desconocida para los humanos. Como hay que ponerle nombre a un nuevo planeta descubierto o a una nueva droga inventada. Y para no hacerlo de cero, desde la nada, recurre a un verbo en desuso, que se solía emplear antaño para hacer alusión al inefable vínculo entre los dioses griegos. “Agapao” era el verbo. Y Juan lo sustantiviza y amoneda el “agape”: “eso” es lo que el Señor refirió al hablar de su vínculo con su Padre y con nosotros, constituyéndolo Ley Nueva. Nueva y Única.


Nunca terminaremos de entender qué sea este “agape” derramado en nuestros corazones. Nunca terminaremos de entender la Caridad cristiana si la seguimos confundiendo con un cacho de traspirado afecto humano. Nunca terminaremos de entender el loquísimo experimento divino por el cual nos ha TRASPLANTADO el mismísimo amor con que el Padre, el Hijo y el Espíritu se aman, se entregan y reciben, se vuelcan Unos en los abismos infinitos de los Otros… Se trata de la Vida misma de Dios, el Eterno Pulso mismo de Dios, ingeniosamente transferido o transfundido en nosotros.


Ni la novela de ciencia ficción más audaz ha inventado una trama más curiosa, inverosímil y fabulosa. Digna del máximo descreimiento (sólo lo increíble es digno de Fe). Sería burdo o ramplón (y un poco torpe) pergeñar un cuento donde, en un laboratorio, se le extrajera a un hombre un par de neuronas y se las aplicara a la diminuta cabecita de una hormiga inmunodeprimida, que tras cierta confusión, levanta cabeza y pasa a ejercer las tres operaciones mentales sin inconvenientes.

Y no obstante es más verosímil eso que este divino invento: el Amor que Dios vive en Sí mismo ha sido injertado en nuestros corazones. Para que el humano, en principio sólo capaz de desear, de querer, de simpatizar, de agradar, de convivir, de sobrellevarse, de congeniar… fuera capaz de lo absolutamente ajeno a su natura, fuera capaz de lo absolutamente salido de escala: amar con amor divino, amar como dioses. Es más fácil imaginar una hormiga filosofando que a un humano viviendo la Caridad. Nunca lo terminaremos de entender.

Pero nunca lo EMPEZAREMOS a entender si no superamos de una buena vez las miradas naturalistas de este Misterio. No es filantropía, no es palmadita al hombro, no es “toma mi mano hermano”… Es el vertiginoso Abismo del Amor infinito e increado con que Dios se ama a Sí mismo, vertido en nuestro diminuto cuenco. Cual las aguas todas del océano volcadas en un dedal.

La Caridad no brota desde el suelo: sólo desciende desde el Cielo, que es su hábitat propio y connatural. Por eso es crucial el final de la expresión del Señor: amarse no como les salga, como les brote, sino amarse como Yo los he amado. Y esto no en una impostada emulación, en una estéril imitación externa. Juan recordó bien la inflexión, la insistencia del Señor en este detalle, y se demoró en dar con un vocablo que ayudara a captar este acento: “kazós” en griego está diciendo algo muy puntual y específico: ámense CON EL MISMO AMOR con que Yo los estoy amando a ustedes y a mi Padre. 

Ámense desde la actividad misma del órgano trasplantado, con la “Fuerza de Dios”, que no otra cosa está diciendo “virtud teologal”: la fuerza de Dios.

Ámense con la Fuerza de Dios. 

No hay proeza divina más grande que ésta. 

No hay milagro más impactante, más impresionante que éste.
 
No hay locura divina más insólita que ésta. 

Por eso, quien sea testigo de esta proeza no podrá "no creer". Pues llamarán más la atención que esa oscura hormiguita leyendo Schakespeare al borde de su hormiguero.





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