Jn. XIII:
EL CENTRO INEFABLE DEL RELATO
“Los amó hasta el extremo”
“Ámense como Yo los he amado”
Reflexión sobre el capítulo 13 del Evangelio según San
Juan, del monasterio del Cristo Orante.
San
Juan evangelista, a treinta años del acontecimiento que ha de relatar, se ve
desafiado en su memoria y en su ingenio (pues la inspiración divina no le
ahorra nada de esto), para lograr volcar al griego aquel intenso y extenso
discurso crucial de nuestro Señor, la noche antes de su Pasión.
No es un discurso más: es fundamento, es testamento.
Allí fue que expresó en su arameo natal el Amor extremo, ese que lo movería en pocas horas a dar la vida por nosotros, ese por el cual ama al Padre y al Espíritu de Ambos, ese que derramará en nuestros corazones para poder nosotros amarnos los unos a los otros. Ese en que funda religión.
Pero
Juan tiene un problema.
Recuerda
bien que el Señor se esmeró aquella noche en explicar que se trataba de un
“amor” por demás ajeno a los parámetros humanos. Que el Señor aludía a una
realidad intradivina, increada, completamente inapropiada y desconocida para el
orden creatural. Algo imposible de nombrar en términos humanos por el simple
escollo de no haber realidad en este mundo a la cual referirla. Y Juan repasa
los vocablos que tiene a mano en el griego (eros, filía, stergo) y ninguno le
convence; pues ninguno logra acercarse a lo que el Señor dijera aquella intensa
noche de adioses. Tal vez combinándolos entre sí, tal vez procurando superlativos,
tal vez acertando a algún adjetivo…
Juan piensa, escribe, tacha, borronea, corrige, reintenta, hace un bollo sus papiros y los tira al cesto…
Al llegar a este Capítulo XIII sabe, como Borges en su Aleph, estar arribando al inefable centro de su relato, donde empieza la desesperación de escritor.
Y es
entonces que, vencido, acepta hacer lo que no es del todo delicado más que en
grave necesidad: pues inventará una palabra para nombrar esa Realidad del Amor
divino hasta entonces desconocida para los humanos. Como hay que ponerle nombre
a un nuevo planeta descubierto o a una nueva droga inventada. Y para no hacerlo
de cero, desde la nada, recurre a un verbo en desuso, que se solía emplear
antaño para hacer alusión al inefable vínculo entre los dioses griegos.
“Agapao” era el verbo. Y Juan lo sustantiviza y amoneda el “agape”: “eso” es lo
que el Señor refirió al hablar de su vínculo con su Padre y con nosotros,
constituyéndolo Ley Nueva. Nueva y Única.
Nunca terminaremos de entender qué sea este “agape” derramado en nuestros
corazones. Nunca terminaremos de entender la Caridad cristiana si la seguimos
confundiendo con un cacho de traspirado afecto humano. Nunca terminaremos de
entender el loquísimo experimento divino por el cual nos ha TRASPLANTADO el
mismísimo amor con que el Padre, el Hijo y el Espíritu se aman, se entregan y
reciben, se vuelcan Unos en los abismos infinitos de los Otros… Se trata de la
Vida misma de Dios, el Eterno Pulso mismo de Dios, ingeniosamente transferido o
transfundido en nosotros.
Ni la
novela de ciencia ficción más audaz ha inventado una trama más curiosa,
inverosímil y fabulosa. Digna del máximo descreimiento (sólo lo increíble es
digno de Fe). Sería burdo o ramplón (y un poco torpe) pergeñar un cuento donde,
en un laboratorio, se le extrajera a un hombre un par de neuronas y se las
aplicara a la diminuta cabecita de una hormiga inmunodeprimida, que tras cierta
confusión, levanta cabeza y pasa a ejercer las tres operaciones mentales sin
inconvenientes.
Y no
obstante es más verosímil eso que este divino invento: el Amor que Dios vive en
Sí mismo ha sido injertado en nuestros corazones. Para que el humano, en
principio sólo capaz de desear, de querer, de simpatizar, de agradar, de
convivir, de sobrellevarse, de congeniar… fuera capaz de lo absolutamente ajeno
a su natura, fuera capaz de lo absolutamente salido de escala: amar con amor
divino, amar como dioses. Es más fácil imaginar una hormiga filosofando que a
un humano viviendo la Caridad. Nunca lo terminaremos de entender.
Pero
nunca lo EMPEZAREMOS a entender si no superamos de una buena vez las miradas
naturalistas de este Misterio. No es filantropía, no es palmadita al hombro, no
es “toma mi mano hermano”… Es el vertiginoso Abismo del Amor infinito e
increado con que Dios se ama a Sí mismo, vertido en nuestro diminuto cuenco.
Cual las aguas todas del océano volcadas en un dedal.
La Caridad no brota desde el suelo: sólo desciende desde el
Cielo, que es su hábitat propio y connatural. Por eso es crucial el final de la
expresión del Señor: amarse no como les salga, como les brote, sino amarse como Yo los he amado. Y esto no en una impostada emulación, en una estéril imitación
externa. Juan recordó bien la inflexión, la insistencia del Señor en este
detalle, y se demoró en dar con un vocablo que ayudara a captar este acento:
“kazós” en griego está diciendo algo muy puntual y específico: ámense CON EL
MISMO AMOR con que Yo los estoy amando a ustedes y a mi Padre.
Ámense desde la actividad misma del órgano trasplantado, con la “Fuerza de Dios”, que no otra cosa está diciendo “virtud teologal”: la fuerza de Dios.
Ámense con la Fuerza de Dios.
No hay proeza divina más grande que ésta.
No hay milagro más impactante, más impresionante que éste.
No hay locura divina más insólita que ésta.
Por eso, quien sea testigo de esta proeza no podrá "no creer". Pues llamarán más la atención que esa oscura hormiguita leyendo Schakespeare al borde de su hormiguero.
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