Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

24 de octubre de 2017

NO SE PUEDE FALSIFICAR LA HISTORIA

UN CAMBIO TOTAL DE LOS FUNDAMENTOS DE LA FE CATÓLICA
El cardenal Gerhard Müller, que fuera Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, escribe un artículo donde expresa que es inaceptable afirmar que la reforma de Lutero fue un acontecimiento del Espíritu Santo.


         “Hoy existe una gran confusión al hablar de Lutero y es necesario decir claramente que, desde el punto de vista de la dogmática y de la doctrina de la Iglesia, no se trató de una reforma, sino una revolución, es decir, un cambio total de los fundamentos de la fe católica.
        No es realista argumentar que su intención era luchar contra algunos abusos en relación con las indulgencias o los pecados de la Iglesia del Renacimiento. Los abusos y las malas acciones siempre han existido en la Iglesia, no solo en el Renacimiento, y hoy siguen existiendo. La Iglesia es santa por la gracia de Dios y los sacramentos, pero todos los hombres de la Iglesia somos pecadores y todos necesitamos el perdón, el arrepentimiento y la penitencia.
          Esta distinción es muy importante. En el libro escrito por Lutero en 1520, De captivitate babylonica Ecclesiae (La cautividad babilónica de la Iglesia), queda absolutamente claro que Lutero había dejado atrás todos los principios de la fe católica, la Sagrada Escritura, la Tradición apostólica y el Magisterio del Papa, de los Concilios y de los obispos. En este sentido, malinterpretaba el concepto de desarrollo homogéneo de la doctrina cristiana, que ya se había explicado en la Edad Media, y llegó a negar el sacramento como un signo eficaz de la gracia que contiene y sustituyó esta eficacia objetiva de los sacramentos por una fe subjetiva. 
         Lutero abolió cinco sacramentos y también negó la Eucaristía: el carácter sacrificial del sacramento de la Eucaristía y la conversión real de la sustancia del pan y el vino en la sustancia del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo.
       Asimismo, definió el sacramento del Orden como una invención del Papa —a quien denominaba el Anticristo— en lugar de como una parte de la Iglesia de Jesucristo. En cambio, nosotros defendemos que la jerarquía sacramental, en comunión con el sucesor de Pedro, es un elemento esencial de la Iglesia Católica y no solo un elemento de una organización humana.
            Por esta razón, no podemos aceptar que la reforma de Lutero se defina como una reforma de la Iglesia en el sentido católico. Es católica una reforma que consiste en una renovación de la fe vivida en la gracia, la renovación de las costumbres y la ética, la renovación espiritual y moral de los cristianos; no una nueva fundación, una nueva Iglesia.
         Por lo tanto, es inaceptable que se afirme que la reforma de Lutero “fue un acontecimiento del Espíritu Santo". Es lo contrario, se produjo contra el Espíritu Santo. Porque el Espíritu Santo ayuda a la Iglesia a preservar su continuidad a través del Magisterio de la Iglesia, sobre todo en el servicio del ministerio petrino: solo sobre Pedro estableció Jesús su Iglesia (Mt 16,18), que es “la Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad “(1 Tim 3,15). El Espíritu Santo no se contradice a sí mismo.
      Se oyen muchas voces que hablan con demasiado entusiasmo sobre Lutero, sin conocer bien su teología, su polémica y los efectos desastrosos de este movimiento que causó la destrucción de la unidad de millones de cristianos con la Iglesia Católica. Podemos evaluar positivamente su buena voluntad, la lúcida explicación de los misterios de la fe común, pero no sus declaraciones en contra de la fe católica, especialmente con respecto a los sacramentos y la estructura jerárquica apostólica de la Iglesia.
        No es correcto afirmar que Lutero inicialmente tenía buenas intenciones, queriendo decir que fue la rígida actitud de la Iglesia la que lo empujó por el camino equivocado. No es cierto: Lutero luchaba contra la venta de indulgencias, pero el objetivo no era la indulgencia como tal, sino como un elemento del sacramento de la penitencia.
    Tampoco es cierto que la Iglesia rechazara el diálogo: Lutero tuvo primero un debate con Juan Eck y, a continuación, el Papa envió como legado al cardenal Cayetano para hablar con él. Se puede discutir sobre las formas de actuar, pero cuando se trata de la sustancia de la doctrina, hay que afirmar que la autoridad de la Iglesia no cometió ningún error. De lo contrario tendríamos que aceptar que la Iglesia ha enseñado errores en la fe durante mil años, cuando sabemos —y esto es un elemento esencial de la doctrina— que la Iglesia no puede errar en la transmisión de la salvación en los sacramentos.
         No se deben confundir los errores personales, los pecados de las personas que forman parte de la Iglesia con los errores en la doctrina y los sacramentos. Quien confunde estas dos cosas en realidad cree que la Iglesia no es más que una organización creada por hombres y niega el principio de que fue el mismo Jesús quien fundó su Iglesia y la protege para que transmita la fe y la gracia en los sacramentos a través del Espíritu Santo. La Iglesia  de Cristo no es una organización meramente humana: es el Cuerpo de Cristo, donde reside la infalibilidad de los Concilios y del Papa, en formas precisamente delimitadas. Todos los Concilios hablan de la infalibilidad del magisterio, al proponer la fe católica. En la confusión de hoy, muchos han terminado por dar la vuelta a la realidad: creen que el Papa es infalible cuando habla en privado, pero en cambio, en temas en los que todos los Papas de la historia han enseñado la fe católica, dicen que es falible.
      Por supuesto, han pasado 500 años y ya no es el momento de la controversia, sino de la búsqueda de la reconciliación: pero no a costa de la verdad. No se debe crear confusión.
    Si bien debemos ser capaces de descubrir la acción del Espíritu Santo en los cristianos no católicos de buena voluntad que no hayan cometido personalmente este pecado de separarse de la Iglesia, no podemos cambiar la historia y lo que pasó 500 hace años.
      Una cosa es el deseo de mantener buenas relaciones con los cristianos no católicos hoy en día, con el fin de caminar hacia la plena comunión con la jerarquía católica y la aceptación de la tradición apostólica, según la doctrina católica; otra cosa diferente es comprender mal o falsificar lo que sucedió hace 500 años y las consecuencias desastrosas que tuvo. Unas consecuencias contrarias a la voluntad de Dios: “Que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”(Jn 17, 21)".
+ Cardenal Gerhard L. Müller


15 de octubre de 2017

AÑO SANTO JUBILAR TERESIANO EN ÁVILA


 ¡CAMINA CON DETERMINACIÓN!
Lema del Año Jubilar teresiano 
2017 - 15 DE OCTUBRE -2018




El Papa Francisco ha concedido a la ciudad española de Ávila un AÑO SANTO JUBILAR, que se celebrará en cada año que el día de Santa Teresa (15 de octubre) caiga en domingo, como en este año 2017.
                                                                                     
Ayer el Obispo de Ávila abrió la puerta santa del primer Jubileo, que es la puerta izquierda del Convento de La Santa (lugar abulense donde nació Teresa de Ahumada y Cepeda).

El lema es “¡CAMINA CON DETERMINACIÓN!, que alude a la obra escrita teresiana y a la fuerte personalidad de la Doctora mística de la Iglesia.

Una interesante página web preparada para este Año Jubilar propone cuatro rutas de peregrinación (http://www.jubileoteresiano.com/)


  1.     De la cuna al sepulcro de la santa
  2.     La ruta de la salud
  3.     La ruta del confesor
  4.     La ruta de los caminos y posadas

Todo un maravilloso camino por la fecunda Castilla, con explicaciones y motivaciones para cada lugar, que incluye los siete templos jubilares (la Catedral de Ávila y seis monasterios carmelitas)



De la espléndida poesía de Santa Teresa, sublime por su mística y su gloriosa gramática castellana, unos versos para saborear espiritualmente:

VUESTRA SOY, PARA VOS NACÍ


Vuestra soy, para Vos nací:
¿Qué mandáis hacer de mí?

Soberana Majestad, eterna Sabiduría,
Bondad buena al alma mía;
Dios, Alteza, un Ser, Bondad:
La gran vileza mirad,
que hoy os canta amor así:


¿Qué mandáis hacer de mí?
Vuestra soy, pues me criaste,
vuestra, pues me redimiste,
vuestra, pues que me sufriste,
vuestra, pues que me llamaste.
Vuestra, porque me esperaste,
vuestra, pues no me perdí:


¿Qué mandáis hacer de mí?
¿Qué mandáis, pues, buen Señor,
que haga tan vil criado?
¿Cuál oficio le habéis dado
a este esclavo pecador?
Veisme aquí, mi dulce amor,
amor dulce, veisme aquí:


¿Qué mandáis hacer de mí?
Veis aquí mi corazón,
yo le pongo en vuestra palma:
mi cuerpo, mi vida y alma,
mis entrañas y afición.
Dulce Esposo y Redención
pues por vuestra me ofrecí:


¿Qué mandáis hacer de mí?
Dadme muerte, dadme vida;
dad salud o enfermedad,
honra o deshonra me dad;
dadme guerra o paz crecida,
flaqueza o fuerza cumplida,
que a todo digo que sí.


¿Qué queréis hacer de mí?
Dadme riqueza o pobreza,
dad consuelo o desconsuelo,
dadme alegría o tristeza,
dadme infierno o dadme cielo,
vida dulce, sol sin velo:
pues del todo me rendí,


¿Qué mandáis hacer de mí?
Si queréis, dadme oración;
si no, dadme sequedad,
si abundancia y devoción,
y si no esterilidad.
Soberana Majestad,
sólo hallo paz aquí:


¿Qué mandáis hacer de mí?
Dadme, pues, sabiduría,
o, por amor, ignorancia;
dadme años de abundancia,
o de hambre y carestía.
Dad tiniebla o claro día,
revolvedme aquí y allí:


¿Qué mandáis hacer de mí?
Si queréis que esté holgando
quiero por amor holgar;
si me mandáis trabajar,
morir quiero trabajando:
decid dónde, cómo y cuándo,
decid dulce Amor, decid:


¿Qué mandáis hacer de mí?
Dadme Calvario o Tabor,
desierto o tierra abundosa;
sea Job en el dolor,
o Juan que al pecho reposa;
sea viña fructuosa,
o estéril, si cumple así:


¿Qué mandáis hacer de mí?
Sea José puesto en cadena,
o de Egipto adelantado,
o David sufriendo pena,
o ya David encumbrado.
Sea Jonás anegado,
o libertado de allí:


¿Qué mandáis hacer de mí?
Haga fruto o no lo haga,
esté callando o hablando,
muéstrame la ley mi llaga,
goce de Evangelio blando;
esté penando o gozando,
sólo Vos en mí vivid.


¿Qué mandáis hacer de mi?
Vuestra soy, para Vos nací:
¿Qué mandáis hacer de mí?






13 de octubre de 2017

TACITURNITAS

 CULTIVAR EL SILENCIO
COMO TACITURNITAS

Breve reflexión acerca de la norma de la Regla de San Benito referida a la “taciturnitas”, esto es, renunciar al propio turno de palabra para escuchar al Otro, cultivando el silencio



San Benito pide cultivar el silencio, aprender el silencio, “studere silentium”, según la bella expresión que utiliza en el capítulo 42 de la Regla, y lo pide, fundamentalmente, por dos fines:

1.    La escucha meditativa de la Palabra de Dios
2.    y la caridad hacia los otros. 

El capítulo 6 de la Regla pide cultivar el silencio como taciturnitas para no pecar, porque “La muerte y la vida en poder de la lengua están - in manibus linguae“ - dice Benito citando el libro de los Proverbios (RB 6,5; Prov 18,21).

Así pues, el silencio como taciturnidad es la renuncia a este poder, un desarmarse ante los demás de manera que las palabras entre nosotros no sean siempre duelos en los que el más débil debe morir.

San Benito nos invita también a desarmarnos de las palabras que creemos buenas:

“Por lo tanto, dada la importancia que tiene la taciturnidad, raras veces recibirán los discípulos perfectos licencia para hablar, incluso cuando se trate de conversaciones honestas, santas y de edificación, para que guarden un silencio lleno de gravedad” (RB 6,3).

El problema es que raramente somos dueños de la calidad de nuestra palabra y de su efecto en los demás. Tenemos necesidad de una conversión del corazón que corte el poder de nuestra palabra, su capacidad posesiva y ofensiva, y se convierta cada vez más en transmisión de la Palabra de Dios que crea cada cosa como “cosa buena” (cfr. Gn 1), es decir, bendiciéndola.

Para que esto suceda; san Benito propone esencialmente dos cosas: callar y escuchar:

“Además, hablar y enseñar incumbe al maestro; pero al discípulo le corresponde callar y escuchar” (6,6). 

Por lo tanto, el silencio que escucha es para san Benito el principio de la caridad.

Callando y escuchando aprendemos a concebir la palabra no ya como un arma de poder en manos de nuestra lengua, sino como un don no nuestro que solo podemos transmitir, y el bien que hace esta palabra radica en la Palabra que recibimos; radica, finalmente, en la palabra misma, en cuanto Palabra de Dios que escuchamos en silencio.

Para san Benito, sin escucha no hay silencio.

El silencio benedictino y monástico en general no es nunca “autista”, no es nunca un cerrarse en sí mismo, sino un acto de relación, exactamente, una “taciturnitas”; es decir, un renunciar al propio turno de palabra para escuchar al otro.

El silencio nace precisamente de la humildad de reconocer que la palabra del otro es más importante que la mía. Pero a esto solo llegamos si se cultiva la escucha de Dios, la escucha del Verbo de Dios, también a través de las mediaciones humanas.

Nuestro silencio está en la Palabra de Dios, consiste en concentrarse en la única Palabra que vale la pena escuchar y que contiene todas las palabras, toda la verdad, toda la realidad: la palabra del Verbo de Dios, Cristo mismo.

9 de octubre de 2017

EL AGUA SE ESCONDE TRAS LA ROCA

DESOLACIÓN



Señor, en esas horas en que mi alma
se siente intimidada por las sombras,
cuando el miedo a la cruz que se avecina
hace temblar la llama de mi antorcha,

cuando todo se vuelve cuesta arriba
y aun las espinas hieren a las rosas,
cuando el alba se fuga de mis manos
como una asustadiza mariposa,

cuando la gracia cierra su postigo
y me duele hasta el hueso Tu demora,
cuando menos cristiano te parezco
pues mi fe se estremece como una hoja,

es cuando más te ruego que me ayudes
a entender que la zarza no arde sola,
que el desierto precede al paraíso…
¡y que Tu agua se esconde tras la roca!


Jorge Doré





8 de octubre de 2017

ELOGIO DE LA REPETICIÓN

HACERSE COMO NIÑOS

Una reflexión interesante acerca de la importancia de la repetición en la vida del hombre, desde su infancia, que ayuda a su formación moral, social y religiosa. Citando a tres grandes autores: CHESTERTON, GUARDINI y KIERKEGAARD. Porque la búsqueda de la novedad hasta el paroxismo sólo genera angustia y ansiedad. Y la vida de oración pide, muchas veces, la repetición sosegada y confiada.






E C L E S I A S T E S

«Hay un pecado; decir que es gris una hoja verde
y se estremece el sol ante el ultraje;
una blasfemia existe: el implorar la muerte;
pues sólo Dios conoce lo que la muerte vale;
y un credo: no se olvidan de crecer las manzanas
en los manzanos, nunca, pase lo que nos pase;
hay una cosa necesaria; todo;
el resto es vanidad de vanidades»

G. K. Chesterton


Hay gente que asocia de forma automática la repetición al aburrimiento, a la pobreza, a la vaciedad, a la nada. Los tiempos que vivimos abonan estas tesis con sus cambios bruscos y veloces, con su fugacidad, con esa impregnación caduca que se asocia a todas las cosas, con esa necesidad de novedad que genera angustia, ansiedad y neurosis.

Hay que volver de nuevo la mirada a los niños. No es solo un consejo; es un mandato de Nuestros Señor. Y lo olvidamos siempre…

Y los niños adoran la repetición, la necesitan.

CHESTERTON nos dice que los niños no se cansan de la repetición «cuando descubren un juego o una broma que les proporciona especial alegría. Un niño se golpea rítmicamente los talones, a causa de un desborde y no de una carencia de vida. Porque los niños rebosan vitalidad por ser en espíritu libres y altivos; de ahí que quieran las cosas repetidas y sin cambios. Siempre dicen “hazlo otra vez”; y el grande vuelve a hacerlo aproximadamente hasta que se siente morir. Porque la gente grande no es suficientemente fuerte para regocijarse en la monotonía».

Los niños están mucho más cerca de Dios que nosotros, y la repetición también.

Confirmando esta idea, vuelve CHESTERTON a decirnos al respecto de la repetición y la monotonía que «tal vez Dios sea bastante fuerte para regocijarse en ella. Es posible que Dios diga al sol cada mañana: “hazlo otra vez”, y cada noche diga a la luna: “hazlo otra vez”. Puede que todas las margaritas sean iguales, no por una necesidad automática; puede que Dios haga separadamente cada margarita y que nunca se haya cansado de hacerlas iguales. Puede que Él, tenga el eterno instinto de la infancia; porque pecamos y envejecimos, y nuestro Padre es más joven que nosotros.»

GUARDINI, por su parte, siguiendo esta línea de pensamiento, relaciona la repetición con la oración, con la comunicación con Dios.

«Las frases de las oraciones pierden, con la repetición, el carácter significativo que les es propio. Su primer significado queda como en suspenso y deja expresar a su través un nuevo contenido. Cada palabra se convierte en una palabra de segundo grado –por así decir-, cuyo contenido viene dado por cada uno de los “misterios” contemplados», dice. Y refiriéndose al Rosario, paradigma de la oración repetitiva, dice que la repetición de sus palabras con «paciencia amorosa» «abren el ámbito sacro de la Revelación, en el cual el Dios vivo se convirtió en nuestra verdad»  y que «Lo que llena de sentido el Rosario es un proceso incesante de simpatía santa».

Recuerdo también el impresionante comienzo de esa magnífica película rusa que es «La Isla» y el reiterativo breve rezo del monje atormentado.

KIERKEGAARD, que estudió y mucho esto de la repetición y que igualmente vio su carácter trascendente, dijo al respecto que «El mundo, desde luego, jamás habría empezado a existir si el Dios del cielo no hubiera deseado la repetición… por eso hay mundo y subsiste gracias a que es cabalmente una repetición. La repetición es la realidad y la seriedad de la existencia. El que quiere la repetición ha madurado en la seriedad». Él decía que la repetición no es un movimiento de la naturaleza o de las ideas abstractas, sino de la interioridad para recuperar la inocencia pérdida; que no es en sí́ la redención pero sí la posibilidad de ella, porque, a partir de ese momento se está́ en situación de volver a creer de nuevo; es decir, de recuperar la propia inocencia.

Volvemos a los niños. Siempre volvemos a ellos...

(del blog “De libros, padres e hijos”)




1 de octubre de 2017

LA DICTADURA DEL RELATIVISMO Y LA PÉRDIDA DE LA MEMORIA CRISTIANA


LA CRISIS DE LA CULTURA CATÓLICA, HOY

Ponencia del Dr. Hugo Verdera en la XLII Semana Tomista en la UCA de Buenos Aires, 11-15 de septiembre de 2017



1. Introducción: “cultura” y “cultura católica”

            Es imposible negar que existió una “cultura católica” y, al mismo tiempo, negar que aparece contemporáneamente como “destruida”.

            Para comprender esta afirmación, debemos preguntarnos qué se entiende por “cultura” y qué por “cultura católica”. La palabra cultura (perteneciente al verbo latino colo, colere, cultivar) significa etimológicamente “cultivo”.

            La cultura es, ante todo, una labranza o laboreo. Es también el mejor resultado de ese esfuerzo conseguido a través del tiempo por los diferentes pueblos. Cultura, en su definición verbal-etimológica, es, pues, educación, formación, desarrollo o perfeccionamiento de las facultades intelectuales y morales del hombre; y en su reflejo objetivo, cultura es el mundo propio del hombre; el conjunto de maneras de pensar y de vivir, cultivadas, que suelen designarse con el nombre de civilización.

            La cultura deja de ser cultura cuando se aparta de la premisa fundamental que es la de propender a la elevación del espíritu del hombre, a su obligación de mejorar su condición y a su cometido principal que es honrar la vida humana, en todas sus dimensiones constitutivas.

            Así, nos enseña ya el Concilio Vaticano II en la Constitución pastoral Gaudium et Spes (1). Y el Evangelio es la más eminente forma de cultura porque integra todos los esfuerzos y posibilidades humanas para que el hombre vaya llegando a ser lo que está llamado a ser: icono, imagen de Dios. Y Jesucristo, que representa los más altos valores humanos, es el innegable patrimonio cultural de la humanidad. Esto implica una consecuencia vital: todos los católicos que, como tales, deben evangelizar, es decir, todos aquellos cristianos hoy denominados “agentes de evangelización”, debemos, en fidelidad al Evangelio y en perfecta comunión con el auténtico Magisterio de la Iglesia, cumplir nuestra misión decididamente y trasmitir luz, certezas, seguridad.

            Evitar, pues, todas las fórmulas equívocas o deletéreas; liberar el lenguaje de esas inexactitudes, tergiversaciones y maliciosos abusos que suelen hacerle los intereses disimulados, y aun descarados, de muchos sectores de la sociedad. La manipulación de las palabras se convierte en mentira porque oculta la verdad y es grave hipocresía. Por la historia de la cultura sabemos que los límites u horizontes del lenguaje, son los límites u horizontes del mundo. (1 N° 53).

            Es evidente que la cultura bien conceptuada, debe estar completamente nutrida por la savia doctrinal de la Religión verdadera. La auténtica cultura involucra la total realidad del hombre, su total “verdad”. Y la verdad integral del hombre es Jesucristo y su Iglesia Católica, a quien le compete enseñarnos en qué consiste la perfección del hombre, la vía para alcanzarla, y los obstáculos que se le oponen.

            Así, Nuestro Señor Jesucristo, personificación inefable de toda la perfección, es la personificación, el modelo sublime, el foco, la savia, la vida, la gloria, la norma y, en definitiva, el “arquetipo” la verdadera cultura. Lo que equivale a decir que la cultura verdadera sólo puede estar basada en la verdadera religión. Es decir, la auténtica cultura es la cultura católica (2) .

            Y por eso es de importancia primordial, para realizar el mandato del fundador de la Iglesia, Jesucristo, de evangelizar, desarrollar los presupuestos fundamentales de la “cultura católica” y su relación con la modernidad. Y es palmariamente verdadero que la historia de la Iglesia católica ha sido, es y será fuente abundante de experiencias concretas y de compromisos a favor del Amor y de la Verdad.

            Juan Pablo II, en su encíclica Fides et ratio, nos decía que “el proceso de encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la Iglesia ha vivido desde los comienzos de la predicación del Evangelio” (3).

            Ahora bien, la auténtica evangelización encuadra en un proceso, que ha sido denominado “inculturación”, la que para ser realmente auténtica debe enmarcarse en dos principios ineludibles.

            En primer lugar, debe tener una fidelidad absoluta al Evangelio y, en segundo lugar, comunión con la iglesia universal.

            El Magisterio de la Iglesia, basado en una filosofía realista, siempre sostuvo que el hombre ha de estar conducido por su intelecto especulativo, que es lo más alto y perfecto que en él existe, se halla esencialmente ordenado por propia naturaleza a la verdad.

            Afirma Tomás de Aquino, que el primer y principal deseo del hombre es la verdad. Es la afirmación de Aristóteles que “todos los hombres desean por naturaleza saber”. Y a ese saber especulativo se involucra también, en el hombre, el saber operativo, es decir, el saber para actuar.

            El magisterio de la Iglesia ha hecho suya esta verdad, y la ha enseñado como doctrina desde siempre. Y a Santo Tomás De Aquino formular la más acabada fundamentación teológica-metafísica de la cultura católica. La elaboración de Santo Tomás forma parte del tesoro de la Iglesia y así lo ha entendido siempre el Magisterio y la tradición católica.

            El escritor protestante R. Seeberg ha expresado que Santo Tomás “fue el gran adalid del progreso de los teólogos; el que sometió más que ningún otro la tradición a severa crítica, transformándola. Pero en él fue tan vivo el amor de la ciencia como la devoción y adhesión a la doctrina de la Iglesia. Por eso creó un sistema en el que se dan la mano de una manera admirable, el más fuerte apego a la tradición conservadora de la Iglesia con las aspiraciones más audaces de las nuevas conquistas científicas. Este gran teólogo iba en realidad la frente del progreso filosófico, siendo al mismo tiempo el más recio defensor de la tradición de la Iglesia” (4).

            Pero resulta que estas conclusiones a las que hemos llegado, basándonos en el Evangelio y en el auténtico Magisterio de la Iglesia, hoy es cuestionado e incluso rechazado aún desde el mismo interior de la Iglesia. ¿Por qué?

2. El proceso de descatolización de la sociedad.

            Pero hoy día, prevalece una profunda desconfianza en las capacidades de la razón humana para conocer la verdad, resultado lógico de negarle a esa razón humana su posibilidad de alcanzar el ser de las cosas, lo que conlleva a un constante cuestionamiento de la verdad.

            No se acepta, en teoría y en la práctica común, que la verdad sea conocer lo que las cosas son, conocer el ser de las cosas. Dicho escolásticamente, que la verdad sea la adecuación entre el entendimiento y la cosa.

            Se ha dado, pues en esta postmodernidad, un “oscurecimiento o eclipse de la verdad”. Esto explica el auge del “relativismo ético”, consecuencia propia del “relativismo cognitivo”, que avanza en la estructura socio-política, adquiriendo características de “único pensamiento correcto”, y que va a derivar, en su lógica férrea interna, en una auténtica “dictadura del relativismo”, como Benedicto XVI caracterizaba la actual situación que vivimos (5) , afirmando que “hoy se trata de crear la impresión de que todo es relativo (…) Pero la Iglesia no puede callar el espíritu de la verdad. No caigamos en la tentación del relativismo…”.

            Así, la modernidad, procurando una total independencia de la Revelación y proclamando una absoluta autonomía, terminó por desconocer a Tomás de Aquino y separando la cultura de la catolicidad. Así, afirmaba Juan Pablo II, que lo católico será paulatinamente reducido a un culto y obligado a habitar exclusivamente en la individualidad de la conciencia.

            Y comienza a consolidarse la secularidad, que alcanzará su más elevada expresión en la reforma protestante y el nominalismo, vaciando la metafísica del fundamento de lo real (6) .

            La radicalidad de esa denuncia del Magisterio de la Iglesia frente a esta situación, se ejemplifica claramente, en las palabras, quien expresa que “el relativismo, es decir, dejarse «llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos”.

            Tras señalar la gravedad de la inserción relativista en la sociedad contemporánea, afirmaba, además, la “pretensión de hegemonía cultural” que el relativismo ostenta, es decir, su pretensión de presentarse como la negación de la intolerancia y del fundamentalismo, ya que sostener la realidad de la existencia de verdades absolutas es, para esta “dictadura del relativismo”, lo propio de la mentalidad fundamentalista, intransigente, intolerante.

            Así, “a quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo” (7).

            Y tres años antes, en una entrevista, denunciaba que “hoy realmente se da una dominación del relativismo. Quien no es relativista parecería que es alguien intolerante. Pensar que se puede comprender la verdad esencial es visto ya como algo intolerante. Pero en realidad esta exclusión de la verdad es un tipo de intolerancia muy grave y reduce las cosas esenciales de la vida a un subjetivismo”.

            Así, la pretensión hegemónica de imposición del relativismo, se consolida en una cultura que se ufana de lo progresista, lo cambiante, lo efímero; pues bien, en una cultura que por esencia rechaza lo dogmático, se pretende sostener como dogma máximo la “dictadura del relativismo”. Todo es relativo, esa es la única verdad inconmovible que se acepta.

            Y la Iglesia Católica, en su misión de anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, no puede permanecer indiferente frente a la realidad de esta crisis. Ello explicaba la actitud enérgica y persistente del Magisterio de la Iglesia en la defensa de la verdad, como asimismo su radical condena del perverso error de las ideologías fundamentadas en el agnosticismo, el escepticismo o el relativismo, que al negar la capacidad de la razón humana para conocer la verdad; al afirmar que no existe una Verdad objetiva válida para todos los hombres, sino que la verdad es un producto construido en cada momento histórico, imponiendo la mera opinión (doxa) de cada uno como eje rector de la vida individual y social, concluye en la imposición de un totalitarismo de alcances extraordinarios.

            Pero estamos viviendo hoy un “relativismo agresivo”, ya que los actuales relativistas quieren que el relativismo se convierta en la ley oficial del Estado, y que éste reprima penalmente a los no relativistas; y que conduce fatalmente a un “relativismo como forma de absolutismo”, ya que se pretende imponer a la sociedad leyes «indiscutibles», siendo el absolutismo de la mayoría parlamentaria el único criterio de validez.

            En tal sentido, el denominado “absolutismo democrático” rechaza siquiera la posibilidad de un límite. La voluntad de la mayoría, los pactos posteriores, conllevan la posibilidad de dar a los gobernantes un poder desmesurado y difícilmente controlable por los ciudadanos. Lo esencial para los partidos políticos que agotan lo que consideran la única y auténtica expresión de la democracia, es alcanzar como sea y conservar como sea el poder. Para ello, sería necesario obturar la realización de una auténtica educación, para lograr una población meramente instruida, alienada, fácilmente manipulable, dócil a seguir lo “políticamente correcto”, manejable por constantes dádivas, susceptible de muchos derechos y ninguna o pocas obligaciones, sin exigencias de esfuerzos, sin premios al mérito.

            Una población que sea masa y no pueblo, homogeneizada por abajo. Con este cuadro de situación, se entiende que Benedicto XVI haya enfatizado que “precisamente a causa de la influencia de factores de orden cultural e ideológico, la sociedad civil y secular se encuentra hoy en una situación de desvarío y confusión: se ha perdido la evidencia originaria de los fundamentos del ser humano y de su obrar ético, y la doctrina de la ley moral natural se enfrenta con otras concepciones que constituyen su negación directa”. Y agrega que, como producto de ello, predomina “una concepción positivista del derecho”, al sostenerse que “la mayoría de los ciudadanos, se convierte en la fuente última de la ley civil”, abandonándose “la búsqueda del bien”, sustituyéndola por la búsqueda “del poder, o más bien, del equilibrio de poderes”.

            Y “la raíz de esta tendencia se encuentra el relativismo ético, en el que algunos ven incluso una de las condiciones principales de la democracia…” (…) Pero, si fuera así, la mayoría que existe en un momento determinado se convertiría en la última fuente del derecho. La historia demuestra con gran claridad que las mayorías pueden equivocarse. La verdadera racionalidad no queda garantizada por el consenso de un gran número de personas, sino sólo por la transparencia de la razón humana a la Razón creadora y por la escucha común de esta Fuente de nuestra racionalidad” (8) .

            Los cambios culturales que estamos experimentando son de gran importancia, dado que estamos atravesando un período llamado por los historiadores “cambio de época”. Es decir, un período de la historia donde los viejos valores y concepciones, donde los viejos mecanismos y la tecnología dan paso a cimientos completamente nuevos para la sociedad y la cultura. Lo que salga de este período va a determinar nuestras vidas por varias generaciones. Las ideas y concepciones en aspectos esenciales de los seres humanos como la familia, matrimonio, vida, respeto a los mayores, responsabilidad, realización personal, etc., han cambiado dramáticamente durante los últimos cuarenta años.

            Bien definió el mismo Juan Pablo II este período como un periodo de “guerra de cultura”.

            Ahora bien, en este desafío se involucra ineludiblemente lo que Benedicto XVI ha calificado como urgente necesidad de reafirmar “la obediencia a la verdad”, que “debe 'castificar' nuestra alma y así guiar a la palabra recta y a la recta acción. En otros términos, hablar para buscar el aplauso, hablar orientándose a todo lo que los hombres quieren oír, hablar obedeciendo a la dictadura de la opinión común debe considerarse una especie de prostitución de la palabra y del alma”.

            Y esta «castidad» “consiste en no someterse a este estándar, a no buscar el aplauso sino la obediencia de la verdad” (9) .

            Y en esta urgente necesidad de “obediencia a la verdad”, sin duda alguna que el humanismo tomista se evidencia como una auténtica respuesta para esa exigida «lucha por el alma del mundo»”.

            En síntesis, para plasmar una respuesta válida (especulativo-práctica), al desafío que implica, para la Filosofía y la Teología, la denominada “postmodernidad”, es necesario comprender que la misma, más que “post-cristiana” se presenta con un contenido radicalmente “cristofóbico”, bajo la pretendidamente neutra presentación de “post-cristiana”. Se dio, así, un proceso de secularización, de constitución de un humanismo secular, radicalmente anti católico.

3. El proceso de desconstrucción de la cultura católica y sus consecuencias actuales.

            El Padre Aníbal Fosbery ha sintetizado ese proceso secularista, señalando que “a la antinomia de fe y razón, de mundo y Dios, propia de la Reforma, el Renacimiento, con Descartes va a sumar la antinomia de mente y espíritu (…), espíritu y materia. Estos dos dualismos, el de la Reforma y el de Descartes, no se concilian, aunque mutuamente se convocan. Lutero mató la certeza objetiva de lo religioso. Descartes mata la certeza objetiva de lo filosófico. El hombre queda a la intemperie, sin referente moral: o en manos del consenso social o en manos del estado. La síntesis hay que buscarla en la idea de una religión racional, común a todos los hombres (…) nace la fe laica (…) La religión de la naturaleza termina por sustituir al cristianismo. Se instaura la fe en el progreso, que se convierte en una ideología”. Esta ideología del progreso “terminará instaurando un nuevo proceso de secularización complementario de la Reforma. Ésta separó lo religioso de lo humano, para preservarlo de toda contaminación. Aquél facilitó la conversión de la sociedad religiosa a la vida activa de la sociedad laica”.

            Así, “la Reforma y el Renacimiento se van acompañando y encontrando mutuamente para, de esta manera, instaurar una nueva ideología. La ideología del progreso, que por este motivo se transforma en un ideal de acción capaz de movilizar los mismos sentimientos, adhesiones y entusiasmos de una religión”.

            Y “esta es la génesis del secularismo actual que aparece, al decir de Pablo VI, como un enemigo mortal del cristianismo, que una conciencia cristiana no podría aceptar sin renegar de sí misma; tan es verdad que el ateísmo verdadero, por definición del hombre y del mundo, se sitúa en el plano de una inmanencia cerrada en sí misma” (10).

            Y la modernidad se presenta como “una civilización fundada en la ideología del progreso, como una nueva utopía escatológica del inmanentismo. La cultura es desplazada a lo literario, lo artístico, y la virtud, vaciada de contenido moral, se transforma en habilidad científica o técnica, como instrumento del quehacer hedonista y utilitario” (11).

            Por lo tanto, nos encontramos “frente a la civilización del secularismo, que hace del progreso su religión y que se alimenta con la ideología del economicismo instrumentada por el dominio, la eficiencia y el poder. No hay lugar para la cultura, y, consecuentemente, no lo hay para Dios. Lo religioso puede ser tolerado, a lo sumo, como culto encerrado en los pliegues de la conciencia individual” (12).

            En palabras de Pablo, es “prácticamente una secularización radical que elimina de la ciudad humana la referencia a Dios y los signos de su presencia, que vacía los proyectos humanos de toda búsqueda de dios, que suprima las instituciones propiamente religiosas, crea un clima de ausencia de Dios. (…) Así, nuestra responsabilidad de pastor nos crea el deber de poner en guardia contra ese grave peligro” (13).

            Pero el cambio de tono que se irradia hoy desde el magisterio no se manifiesta como radicalmente opuesto a lo preseñalado, lo que lleva a desorientación a grandes sectores de la feligresía. Debemos tener en cuenta que, como decía el entonces Cardenal Ratzinger, el Papa es el “abogado de la memoria cristiana”; “no impone desde fuera, sino despliega la memoria cristiana y la defiende” (14).

            El magisterio debe ser afilado y preciso como una espada; no debe disminuir su función específica con la inclusión de teologías privadas; debe ajustarse a afirmar y negar, a confirmar la doctrina revelada, en la unanimidad de Padres y Doctores, conforme a la tradición, a la memoria cristiana.

            Y es precisamente esa memoria cristiana que está amenazada por una subjetividad que se olvida de su propio fundamento, y por una violencia que emana del conformismo cultural y social.

Hugo Alberto Verdera


NOTAS:

1.     N° 53
2.     “Por eso, el vínculo fundamental del Evangelio, esto es, el mensaje de Cristo y de la Iglesia, con el hombre en su humanidad misma, es creador de cultura en su fundamento más profundo” (Cardenal Paul Poupard, Iglesia y Culturas, México, 1988).
3.     N° 70.
4.     Citado por Santiago Ramírez, Introducción General a la Suma Teológica, edit. BAC, Madrid 1957, T. 1, p. 77.
5.     Discurso dado en Cracovia el 26 de mayo de 2006.
6.     Encíclica Fides et ratio, N° 45.
7.     Homilía de la Misa “Pro Eligendo Pontifice”, del entonces Cardenal Ratzinger, en su carácter de Decano del Colegio Cardenalicio, el 18 de abril de 2005
8.     Discurso del Papa Benedicto XVI sobre la ley natural ante los miembros de la Comisión Teológica Internacional el 5 de octubre de 2007.
9.     Homilía de Benedicto XVI a los Miembros de la comisión Internacional de Teólogos, 6 de octubre de 2006
10.Aníbal E. Fosbery, La Cultura Católica, Edit. Tierra Media, Buenos Aires, 1999, pp. 428-430. La cita de Pablo VI es del Discurso al Secretariado para los No Creyentes, del 18 de marzo de 1971, en Enseñanzas al Pueblo de Dios, Edit. Librería Editrice Vaticana, T. 3, p. 249.
11. Ib., p. 434.
12. Ib., p.435.
13. Pablo VI, Ibidem, p. 251.

14. Cardenal Joseph Ratzinger, Alocución en Dallas ante el Sínodo de los Obispos norteamericanos, en 1991, con el lema «Si quieres la paz, respeta la conciencia de todo hombre»