Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

29 de abril de 2016

SANTA CATALINA DE SIENA


SANTA CATALINA DE SIENA 
(1347-1380)
Virgen y Doctora de la Iglesia




“Sentía sobre sus hombros el peso de la barca de Pedro”.
 



Muchas veces una foto dice más que mil palabras.


Estas son dos fotos de una gran estatua de Santa Catalina en Roma (F.Messina, 1961), colocada en las almenas del Castel Sant'Angelo. Si se la mira desde un cierto lugar, la perspectiva tiene un gran simbolismo: pareciera que está velando sobre San Pedro mientras sigue su caminar incesante.


Le encomendamos a su celestial intercesión 

al Vicario de Cristo, el Romano Pontífice, 

por su ministerio petrino y por la Santa Iglesia.


Sanctae Catharinae Senensis
ORA PRO NOBIS


ELOGIO DE LA CLARIDAD

Ante tantas palabras ambiguas y tantos gestos confusos, un artículo bien escrito: breve y preciso.

ELOGIO DE LA CLARIDAD



Por el padre Leonardo Bonnin (*)




Yo no sé si mi alma es igual a la de todos, o si la de todos es igual a la mía.

Sí sé que mi inteligencia –y también mi corazón- aman la claridad. Anhelan la claridad. Descansan en la claridad.

Cuando era niño me gustaba que la camiseta de cada equipo fuera de color bien diferente. Camisetas parecidas, podían ocasionar una confusión fatal, y terminar en gol en contra, o en un ataque desperdiciado, por un pase mal dado.

Y cuando comencé a conducir en la ruta o en la ciudad, comencé a disfrutar de las rutas bien señalizadas: la línea blanca bien nítida en las orillas, la blanca intermitente cuando es posible avanzar, la amarilla –bien amarilla- cuando es riesgo.

Los carteles con los nombres de las calles en las esquinas, con la indicación de la orientación absolutamente visible. Y es que en una ruta bien marcada, o en una ciudad bien señalizada, es posible conducir seguros, incluso en noches de tormenta.

Amo poder reconocer de modo exacto qué significan las palabras. Sumergirme –al menos cada tanto- en el laberinto de las etimologías, para poder reconocer hasta el «fondo» su connontación.

Gozo teniendo certeza sobre la valor moral de mis acciones: si son buenas o malas, y por qué. Celebro el poder descubrir la naturaleza de las cosas, como realización temporal de la Verdad eterna, y poder juzgar así si una elección o otra es acertada, o destructora.

Mi inteligencia y mi corazón vivieron un verdadero festín al contacto con la filosofía realista –la filosofía del ser- y con la teología católica, tan esplendorosa y profunda. Fueron tiempos de un gozo superior, de ensanchamiento de horizontes, de ir hacia arriba y hacia lo hondo simultáneamente.

Supe también que mi inteligencia, como el murciélago ante el sol, no podía pretender absoluta claridad en todo, especialmente ante el misterio de Dios. Y que vastas regiones de la existencia humana son tan oscuras que es imposible ingresar allí, y mucho menos entender. Pero, aún así, la claridad con que ese límite se me presentaba me hacía gozar.

Siendo sacerdote, he dicho algunas homilías y he escrito algunas reflexiones muy buenas, otras buenas, muchas mediocres, tal vez algunas malas. Entre todos los adjetivos que alguna vez han usado quienes las han apreciado positivamente, el más recurrente es: «gracias por ser claro».

Amo e intento imitar, desde mis límites, la claridad del Maestro, que nos señala como único lenguaje posible: «Sí, sí; No, no». Admiro y me rejuvenezco en la claridad imponente de Pablo, al anunciar el Evangelio de la Cruz, y la necesidad de la fe en Cristo para salvarse. La claridad que lo expuso a ser apedreado, azotado, por no callar ni mimetizar su enseñanza con falsas doctrinas.

Yo no sé si mi alma es igual a la de todos, o si la de todos es igual a la mía.

Pero me cuesta comprender todo estilo comunicacional que deja el alma en ayunas de lo que, para mí, es un nutritivo alimento. Especialmente cuando ese estilo es utilizado en la Iglesia, y más cuando todavía se lo alaba.

Me cuesta asimilar y mucho más aún apropiarme del eufemismo como método, de la palabra ambigua y polivalente como estrategia, de los silencios que pueden ser interpretados como aprobación o rechazo al mismo tiempo, como proceder.

Siento necesidad de decir, sencillamente, al Señor: que no dejemos que la prístina Palabra, que el mensaje de salvación del que somos herederos y portadores –que debemos dejar a las siguientes generaciones- se vea oscurecido o menoscabado por nuestra debilidad. Que no dejemos de ser claros, que no tengamos miedo de seguir llamando las cosas por su nombre, que no intentemos conformar a todos… abandonando a Cristo.

¿O será que ya, sin darnos cuenta, nos hemos colocado la camiseta del rival… o estamos fuera de la ruta, o marchando en sentido contrario al verdadero?


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(*) El presbítero Leonardo Bonnin es entrerriano. Fue ordenado sacerdote por monseñor Mario Maulion en noviembre de 2005. Tiene 35 años. Su insistente pedido de ser destinado a una misión "ad gentes" en África fue respondido por el actual arzobispo de Paraná, monseñor Juan Alberto Puiggari, quien lo envió al impenetrable chaqueño por tres años, ante la falta de sacerdotes en la diócesis de Roque Sáenz Peña y ante el pedido de clero por parte de su obispo, monseñor Hugo Nicolás Barbaro.

24 de abril de 2016

LA CARIDAD NO BROTA DESDE EL SUELO: SÓLO DESCIENDE DESDE EL CIELO


Jn. XIII:
EL CENTRO INEFABLE DEL RELATO

“Los amó hasta el extremo”
“Ámense como Yo los he amado”

Reflexión sobre el capítulo 13 del Evangelio según San Juan, del monasterio del Cristo Orante.



San Juan evangelista, a treinta años del acontecimiento que ha de relatar, se ve desafiado en su memoria y en su ingenio (pues la inspiración divina no le ahorra nada de esto), para lograr volcar al griego aquel intenso y extenso discurso crucial de nuestro Señor, la noche antes de su Pasión. 

No es un discurso más: es fundamento, es testamento. 

Allí fue que expresó en su arameo natal el Amor extremo, ese que lo movería en pocas horas a dar la vida por nosotros, ese por el cual ama al Padre y al Espíritu de Ambos, ese que derramará en nuestros corazones para poder nosotros amarnos los unos a los otros. Ese en que funda religión.

Pero Juan tiene un problema. 

Recuerda bien que el Señor se esmeró aquella noche en explicar que se trataba de un “amor” por demás ajeno a los parámetros humanos. Que el Señor aludía a una realidad intradivina, increada, completamente inapropiada y desconocida para el orden creatural. Algo imposible de nombrar en términos humanos por el simple escollo de no haber realidad en este mundo a la cual referirla. Y Juan repasa los vocablos que tiene a mano en el griego (eros, filía, stergo) y ninguno le convence; pues ninguno logra acercarse a lo que el Señor dijera aquella intensa noche de adioses. Tal vez combinándolos entre sí, tal vez procurando superlativos, tal vez acertando a algún adjetivo… 

Juan piensa, escribe, tacha, borronea, corrige, reintenta, hace un bollo sus papiros y los tira al cesto… 

Al llegar a este Capítulo XIII sabe, como Borges en su Aleph, estar arribando al inefable centro de su relato, donde empieza la desesperación de escritor.

Y es entonces que, vencido, acepta hacer lo que no es del todo delicado más que en grave necesidad: pues inventará una palabra para nombrar esa Realidad del Amor divino hasta entonces desconocida para los humanos. Como hay que ponerle nombre a un nuevo planeta descubierto o a una nueva droga inventada. Y para no hacerlo de cero, desde la nada, recurre a un verbo en desuso, que se solía emplear antaño para hacer alusión al inefable vínculo entre los dioses griegos. “Agapao” era el verbo. Y Juan lo sustantiviza y amoneda el “agape”: “eso” es lo que el Señor refirió al hablar de su vínculo con su Padre y con nosotros, constituyéndolo Ley Nueva. Nueva y Única.


Nunca terminaremos de entender qué sea este “agape” derramado en nuestros corazones. Nunca terminaremos de entender la Caridad cristiana si la seguimos confundiendo con un cacho de traspirado afecto humano. Nunca terminaremos de entender el loquísimo experimento divino por el cual nos ha TRASPLANTADO el mismísimo amor con que el Padre, el Hijo y el Espíritu se aman, se entregan y reciben, se vuelcan Unos en los abismos infinitos de los Otros… Se trata de la Vida misma de Dios, el Eterno Pulso mismo de Dios, ingeniosamente transferido o transfundido en nosotros.


Ni la novela de ciencia ficción más audaz ha inventado una trama más curiosa, inverosímil y fabulosa. Digna del máximo descreimiento (sólo lo increíble es digno de Fe). Sería burdo o ramplón (y un poco torpe) pergeñar un cuento donde, en un laboratorio, se le extrajera a un hombre un par de neuronas y se las aplicara a la diminuta cabecita de una hormiga inmunodeprimida, que tras cierta confusión, levanta cabeza y pasa a ejercer las tres operaciones mentales sin inconvenientes.

Y no obstante es más verosímil eso que este divino invento: el Amor que Dios vive en Sí mismo ha sido injertado en nuestros corazones. Para que el humano, en principio sólo capaz de desear, de querer, de simpatizar, de agradar, de convivir, de sobrellevarse, de congeniar… fuera capaz de lo absolutamente ajeno a su natura, fuera capaz de lo absolutamente salido de escala: amar con amor divino, amar como dioses. Es más fácil imaginar una hormiga filosofando que a un humano viviendo la Caridad. Nunca lo terminaremos de entender.

Pero nunca lo EMPEZAREMOS a entender si no superamos de una buena vez las miradas naturalistas de este Misterio. No es filantropía, no es palmadita al hombro, no es “toma mi mano hermano”… Es el vertiginoso Abismo del Amor infinito e increado con que Dios se ama a Sí mismo, vertido en nuestro diminuto cuenco. Cual las aguas todas del océano volcadas en un dedal.

La Caridad no brota desde el suelo: sólo desciende desde el Cielo, que es su hábitat propio y connatural. Por eso es crucial el final de la expresión del Señor: amarse no como les salga, como les brote, sino amarse como Yo los he amado. Y esto no en una impostada emulación, en una estéril imitación externa. Juan recordó bien la inflexión, la insistencia del Señor en este detalle, y se demoró en dar con un vocablo que ayudara a captar este acento: “kazós” en griego está diciendo algo muy puntual y específico: ámense CON EL MISMO AMOR con que Yo los estoy amando a ustedes y a mi Padre. 

Ámense desde la actividad misma del órgano trasplantado, con la “Fuerza de Dios”, que no otra cosa está diciendo “virtud teologal”: la fuerza de Dios.

Ámense con la Fuerza de Dios. 

No hay proeza divina más grande que ésta. 

No hay milagro más impactante, más impresionante que éste.
 
No hay locura divina más insólita que ésta. 

Por eso, quien sea testigo de esta proeza no podrá "no creer". Pues llamarán más la atención que esa oscura hormiguita leyendo Schakespeare al borde de su hormiguero.





23 de abril de 2016

HACIA EL DESFONDE DEL POZO

CON EL ALMA EN UN POZO
Reflexión espiritual para el tiempo pascual
 del Monasterio del Cristo Orante
(Tupungato, Mendoza)Cuando Dios mete a un alma en el pozo --porque es el Señor quien lo hace, más allá de la instrumentalidad de terceros o de resortes propios-- la "tentación" (del metido en el pozo o del que desde afuera quiere ayudar) es tratar de sacarlo de allí. Y es tentación NO porque estoicamente haya que "permanecer en el pozo"... no, no. Hay que salir del pozo! Pero pozo no es laberinto. De los laberintos se sale por arriba: de estos pozos se sale por el fondo...


Quien desde arriba tira cuerdas, extiende brazos, procura palancas, solo logra desbarrancar más y más la boca del pozo que se cierra y sepulta al empozado. No es por ahí. Y flaco favor te haría moviendo suelo sobre tu cabeza. La consigna es inversa: seguí cavando. Seguí avanzando de espesura en espesura; de negrura en negrura, de soledad en soledad, de silencio a más silencio (sí, sí: de ese "poblado de aullidos", ese mismo; no el de Oseas). No temas sentirte un gusano, no un hombre. Custodiá tu gusaneidad; y que ese rastrero gusano experto en polvos y lodos se coma la tierra, se hinque y horade más y más el fondo del pozo. Sólo así habrá mariposa (perdoná la rosada metáfora...)..
¿Te acordás de la "cripta luminosa"? El fondo más fondo del pozo se desfonda en luz, en aire fresco, en anchurosa terraza... No pretendas salir; ya no por inviable; ya no por no hallar el modo. Que pase a ser una deliberada elección: no quiero salir por arriba; no me interesa volver al nivel del mar: quiero las altas cumbres; quiero pies de cierva para los lugares altos; quiero alas de paloma para volar y posarme y anidar en las grietas de los altos peñascos.
Y de un modo desaforado, obstinado (lo cual no te es difícil, convengamos), empacate en ese deseo. Y arremeté hacia las honduras más negras. Hacia ese creciente y negro peligro donde brota lo que salva.
¿Que querés empezar de cero? Nada de cero. Vas por menos-cuatro, pichón, y hay que llegar al menos-siete. Que es cuando el frío empieza a quemar.
Tampoco importa ya qué es más grave y qué menos. Esto es trabajo de minería: pico y pala en mano, para abajo y más abajo. Quitando de a paladas lo que sea, sin importar qué sea. La bestia feroz debe cavar. "Tierra trágame" no: tragá vos tierra; masticá polvo, como cantaba Sting (sí, Sting, leíste bien). Que la bestia interior atempere su ferocidad cavando más y más hondura de silencio y soledad. Y que se mueran todos los psicólogos insistidores en que hay que "sacar afuera" las cosas: nada de afuera. Esta bestia ni debe ser liberada ni debe ser matada: es la protagonista de una novela contra-kafkiana; en que un buen día la cucaracha amanecerá y se verá transformada en cervatillo... el gusano en mariposa. Crisálida viene de Cristo aunque los etimólogos no lo reconozcan. Que la bestia --muda-- cave hondura.
Y que crezca nomás el ninguneo, la indiferencia, el oprobio, la anulación y hasta la mismísima maldad: esa "bota de carcelero" --mucho más que la soga del rescatista-- te empuja hacia el desfonde del pozo. Creéle a este monje que algo sabe.
La cumbre del Gólgota es el punto más bajo del orbe, aunque la vista engañe.
Me decís que el Señor parece haberse alejado... Y sí, de algún modo es sí. Pues con Él estabas cuando caíste en el pozo. Y de algún modo allí quedó, arqueado con los brazos en jarro en el afuera del heidegeriano "cuadrante" que sostiene la boca del pozo. Pero dejame ser aguafiestas y contar el final del cuento, la eucatastrófica escena final de este breve drama en tres actos: cuando tu horadar, ya con el último hálito de fuerzas y de aire, ya a punto de dejarte morir en esa fangosa y nauseosa hondura rasques ripio suelto y los terrones se te pulvericen entre los vencidos dedos de uñas negras... caerás de bruces a los pies de tu Señor, de cuyos labios sonrientes escucharás, con Voz ralentada: "y si te llegas al infierno, allí me encuentras", como recitando el salmo. Y te recogerá entero, al son de un "¡salgamos de aquí!" con timbre a sábado santo... y remontarán vuelo, hijo. Vuelo nupcial. Vuelo fabuloso...
Todo esto va a ocurrir tan-tan inexorablemente así, que cuando ocurra, este relato te resultará un pálido y deslucido simulacro.
Cuando Dios mete a un alma en el pozo --porque es el Señor quien lo hace, más allá de la instrumentalidad de terceros o de resortes propios-- la "tentación" (del metido en el pozo o del que desde afuera quiere ayudar) es tratar de sacarlo de allí. Y es tentación NO porque estoicamente haya que "permanecer en el pozo"... no, no. ¡Hay que salir del pozo! Pero pozo no es laberinto. De los laberintos se sale por arriba: de estos pozos se sale por el fondo...
Quien desde arriba tira cuerdas, extiende brazos, procura palancas, sólo logra desbarrancar más y más la boca del pozo que se cierra y sepulta al empozado. No es por ahí. Y flaco favor te haría moviendo suelo sobre tu cabeza. La consigna es inversa: seguí cavando. Seguí avanzando de espesura en espesura; de negrura en negrura, de soledad en soledad, de silencio a más silencio (sí, sí: de ese "poblado de aullidos", ese mismo; no el de Oseas). No temas sentirte un gusano, no un hombre. Custodiá tu gusaneidad; y que ese rastrero gusano experto en polvos y lodos se coma la tierra, se hinque y horade más y más el fondo del pozo. Sólo así habrá mariposa (perdoná la rosada metáfora...)
¿Te acordás de la "cripta luminosa"? El fondo más fondo del pozo se desfonda en luz, en aire fresco, en anchurosa terraza... No pretendas salir; ya no por inviable; ya no por no hallar el modo. Que pase a ser una deliberada elección: no quiero salir por arriba; no me interesa volver al nivel del mar: quiero las altas cumbres; quiero pies de ciervo para los lugares altos; quiero alas de paloma para volar y posarme y anidar en las grietas de los altos peñascos.
Y de un modo desaforado, obstinado (lo cual no te es difícil, convengamos), empacate en ese deseo. Y arremeté hacia las honduras más negras. Hacia ese creciente y negro peligro donde brota lo que salva.
¿Qué querés empezar de cero? Nada de cero. Vas por menos-cuatro, y hay que llegar al menos-siete. Que es cuando el frío empieza a quemar.
Tampoco importa ya qué es más grave y qué menos. Esto es trabajo de minería: pico y pala en mano, para abajo y más abajo. Quitando de a paladas lo que sea, sin importar qué sea. La bestia feroz debe cavar. "Tierra trágame" no: tragá vos tierra; masticá polvo. Que la bestia interior atempere su ferocidad cavando más y más hondura de silencio y soledad. Y que se mueran todos los psicólogos insistidores en que hay que "sacar afuera" las cosas: nada de afuera. Esta bestia ni debe ser liberada ni debe ser matada: es la protagonista de una novela contra-kafkiana; en que un buen día la cucaracha amanecerá y se verá transformada en cervatillo... el gusano en mariposa. Crisálida viene de Cristo aunque los etimólogos no lo reconozcan. Que la bestia -muda- cave hondura.
Y que crezca nomás el ninguneo, la indiferencia, el oprobio, la anulación y hasta la mismísima maldad: esa "bota de carcelero" --mucho más que la soga del rescatista-- te empuja hacia el desfonde del pozo. Creéle a este monje que algo sabe.
La cumbre del Gólgota es el punto más bajo del orbe, aunque la vista engañe.
Me decís que el Señor parece haberse alejado... Y sí, de algún modo es sí. Pues con Él estabas cuando caíste en el pozo. Y de algún modo allí quedó, arqueado con los brazos en jarro en el afuera del heidegeriano "cuadrante" que sostiene la boca del pozo.
Pero dejame ser aguafiestas y contar el final del cuento, la eucatastrófica escena final de este breve drama en tres actos: cuando tu horadar, ya con el último hálito de fuerzas y de aire, ya a punto de dejarte morir en esa fangosa y nauseosa hondura rasques ripio suelto y los terrones se te pulvericen entre los vencidos dedos de uñas negras... caerás de bruces a los pies de tu Señor, de cuyos labios sonrientes escucharás, con Voz ralentada: "y si te llegas al infierno, allí me encuentras", como recitando la profesión de la fe (descendió a los infiernos y al tercer día…). Y te recogerá entero, al son de un "¡salgamos de aquí!" con timbre a Sábado Santo... y remontarán vuelo, hijo. Vuelo nupcial. Vuelo fabuloso...
Todo esto va a ocurrir tan-tan inexorablemente así, que cuando ocurra, este relato te resultará un pálido y deslucido simulacro.


22 de abril de 2016

¿MORAL DE CIRCUNSTANCIAS (II)?

El Valor de las Circunstancias
Las circunstancias en las que realizamos nuestros actos son importantes en orden a su valor moral.

Las circunstancias pueden hacer que una cosa buena se haga mejor o que una cosa mala se haga peor. Lo que no podrán hacer nunca las circunstancias es que un objeto intrínsecamente malo se convierta en moralmente bueno. 



Por: Antonio Orozco-Delclós | Fuente: Arvo net



A pesar de su "relatividad", el bien es algo "objetivo" (1), que está ahí, con independencia de mi opinión o voluntad particular. Los actos humanos, para ser moralmente buenos:

1) deben tener como objeto cosas buenas, ordenadas u ordenables al fin último de la persona; y

2) deben ser realizados no con simple "buena intención", sino con "intención buena"", esto es, con intención real y rectamente ordenada, en último extremo, al último fin, que es Dios.


El acto externo (u objeto), y el interno (o intención), son como dos caras de la misma moneda, dos aspectos de un mismo acto. Para que una moneda sea buena, de modo que valga lo que anuncia, es preciso que sus dos caras -no una sola- sean buenas y no falsas. Bastaría que una cara fuese falsa, para que toda la moneda lo fuera. Así también, para que un acto humano sea moralmente bueno, es necesario que tanto el objeto como la intención sean buenos. Intención y objeto son, por eso, dos principios fundamentales de moralidad.


Ahora bien, ¿basta la consideración conjunta del objeto y de la intención para calificar con exactitud la moralidad de un acto humano? La moral católica ha advertido siempre que se debe contar con otro principio o fuente de moralidad, que si no es "fundamental" es, sin embargo, importante, y a veces mucho.


Todo acto humano se realiza entreverado con una serie de circunstancias que aumentan o disminuyen su propia bondad o maldad. Lo sustancial es el complejo "objeto + intención" del acto; pero toda sustancia -en términos clásicos- existe sustentando unos "accidentes". Así, por ejemplo, las manzanas pueden ser más o menos grandes, más o menos sabrosas, coloradas o blandas: el tamaño, el color, el sabor, son los "accidentes" de la sustancia "manzana". Y para que una manzana sea sabrosa y digestiva no basta que sea un simple fruto del manzano. Ha de haber madurado en determinadas condiciones de temperatura, humedad, etc. Una manzana puede resultar una buena manzana o una mala manzana.


Las circunstancias son, pues, como los accidentes, importantes para la sustancia tanto de las cosas como de los actos humanos en su aspecto moral, y le afectan más o menos profundamente. Suelen señalarse las siguientes:


I. Las que afectan al objeto moral:


a) tiempo: es diversa la maldad de un pensamiento, por ejemplo, según dure pocos minutos, o muchas horas


b) lugar: no es lo mismo blasfemar en una iglesia, que en otro sitio; u ofender a una persona en público o en privado;


c) cantidad: es diversa la bondad de una limosna pequeña o magnánima; así como la maldad de un robo de unas pocas monedas, o de una suma considerable;


d) efectos: el robo de una misma cantidad de dinero no tiene la misma gravedad moral si se hace a un pobre o a un rico, porque sus consecuencias son muy diversas. Es muy distinto dar mala o buena doctrina en una revista de ámbito limitado, que en una publicación muy difundida en televisión, etc. Esta es la más importante de ias circunstancias que afectan al objeto moral.


II. Las que afectan al sujeto:


e) la condición de quién obra: sería más grave la exposición de un error doctrinal por una persona de gran prestigio que por otra a quien casi nadie hiciera caso
.

f) modo de obrar: la modalidad de la acción denota una mayor o menor bondad o malicia. Por ejemplo, la delicadeza con que se hace una corrección, o la brutalidad con que se comete un asesinato;


g) medios empleados: el uso de determinados medios matiza la moralidad de la acción. Así, el robo a mano armada es más grave que el simple robo o el hurto;


h) motivos circunstanciales: se trata de intenciones concomitantes al fin principal, pues no causan el acto, que se haría sin ellas. Por ejemplo, el que realiza un acto de servicio por caridad, pero esperando alguna compensación humana: agradecimiento, retribución, elogios. Las intenciones torcidas secundarias, aunque por sí sólo disminuyen la bondad del acto, son importantes, porque poco a poco van ahogando la intención principal, y pueden llegar a sustituirla. En cambio, los motivos buenos refuerzan la intensidad de la acción buena (2).



Lo Que Pueden Cambiar Las Circunstancias


"Algunas circunstancias mudan la especie moral o teológica del acto". Así, el lugar del robo puede mudar la especie, haciendo que un robo simple se convierta en robo sacrílego (si se comete en una iglesia); los pecados contra la castidad no tienen la misma especie moral según se cometan con uno mismo o con otra persona, y según su condición (por ejemplo, un casado o un soltero). Ciertas circunstancias pueden cambiar también la especie teológica (es decir, el carácter grave y leve de un pecado de la misma especie moral); por ejemplo: la cantidad robada hace que el robo sea pecado venial o mortal; una injuria, por sus circunstancias, puede ser grave o leve. Todas las circunstancias que mudan la especie moral o teológica del acto deben declararse expresamente en la confesión.


"En realidad, este tipo de circunstancias, aunque en sentido físico son sólo accidentales, en sentido moral ya rebasan este carácter, y entran a formar parte del objeto o del fin. Así, el lugar sagrado, en el caso del robo sacrílego, entra en la sustancia del acto, pues implica una nueva relación a la norma moral, y esto cambia esencialmente el objeto. De ahí la obligación de confesarla. No es esencialmente lo mismo una simple fornicación que un adulterio. Igualmente, cuando un motivo circunstancial pasa a ser la intención principal del acto, le da una moralidad esencial que en otro caso no tendría" (3).


Es obvio que hay circunstancias que, moralmente, son irrelevantes; por ejemplo, la hora en que se asiste a Misa. Las que influyen en la moralidad del acto son las que añaden una nueva conformidad o disconformidad con el orden de la razón.



Lo Que No Pueden Cambiar Las Circunstancias


Las circunstancias pueden hacer que una cosa buena se haga mejor o que una cosa mala se haga peor. Lo que no podrán hacer nunca las circunstancias es que un objeto intrínsecamente malo se convierta en moralmente bueno. Unas setas venenosas, por bien aderezadas que estén, nunca llegarán a ser saludables. Tampoco unos gramitos de arsénico, aunque se hallen espolvoreados en una sabrosísima tarta helada. Y una fruta podrida, aunque esté almibarada, jamás llegará a ser digestiva. Es decir, por mucho que cambien las circunstancias lo que es sustancialmente malo, malo se queda. Nunca podrá ser bueno matar a un inocente--sea o no nacido--aunque su muerte produjera grandes beneficios o evitara grandísimas catástrofes. Cosa análoga cabe decir, por ejemplo, de la negación del salario justo y posible, o de la mentira.


La importancia de las circunstancias no debe oscurecer la verdad proclamada incesantemente por la recta razón y el Magisterio de la Iglesia: que hay normas morales que ninguna circunstancia o conjunto de circunstancias eximen de su estricto cumplimiento. "La norma suprema de la vida humana--recordamos el Concilio Vaticano 11--es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal" (4). Ya Pío Xll hubo de denunciar la falsedad de la llamada "ética de la situación". En un importante discurso, dijo así:


"La ética nueva (adaptada a las circunstancias), dicen sus autores, es eminentemente individual. En la determinación de la conciencia, cada hombre en particular se encuentra directamente con Dios y ante El se decide, sin intervención de ninguna ley, de ninguna autoridad, de ninguna comunidad, de ningún culto o confesión, en nada y de ninguna manera. Aquí sólo existe el yo del hombre y el YO de Dios personal; no del Dios de la ley sino del Dios Padre, con quien el hombre debe unirse con amor filial (...) La intención recta y la respuesta sincera, son lo que Dios considera; la acción no le importa. Por ello, la respuesta puede ser la de cambiar la fe católica por otros principios, la de divorciarse, la de interrumpir la gestación, la de rehusar la obediencia a la autoridad competente en la familia, en la Iglesia, en el Estado; y así, en otras cosas" (5). Todo dependería de las circunstancias, o, en otros términos, de la "situación" en la que se halle la persona, que siempre es única e irrepetible.

Es cierto que toda decisión moral concierne a un individuo "en situación", en circunstancias concretas, singulares, que a veces son irrepetibles, y que no siempre existen normas morales absolutamente obligatorias que pueden aplicarse con independencia de la situación. Es ésta una verdad de antiguo conocida por la ética católica que afirma la necesidad de la rectitud de intención--aunque no baste--para que las acciones sean buenas. Porque sólo con intención recta, es decir, derechamente dirigida no al interés personal sino al bien en sí --a Dios, en definitiva--podrá formarse un buen juicio de conciencia, y obrar prudentemente, después de un atento examen de las normas morales correspondientes aplicadas a cada caso concreto (6).


Sin rectitud de intención, las pasiones fácilmente enturbian el juicio, porque embotan la mente o desvían la voluntad (7). En cambio, la intención recta facilita las decisiones buenas, y, si se ha errado, la rectificación. De este modo, la ética cristiana "revela un sentido de la actividad personal y contiene en si todo cuanto de justo y positivo puede haber en la llamada ética según la situación, evitando sus confusiones y desviaciones" (8). Manteniendo el hecho incuestionable de la existencia de normas que obligan en todos los casos. Así, por ejemplo, "el odio a Dios, la blasfemia, la idolatría, la defección de la verdadera fe, el perjurio, el homicidio, el falso testimonio, la calumnia, el adulterio y la fornicación, la masturbación, el robo y la rapiña, la sustracción de lo que es necesario a la vida, la defraudación del salario justo, el acaparamiento de los víveres de primera necesidad y el aumento injustificado de los precios, la barracota fraudulenta, las injustas maniobras de especulación--todo ello--está gravemente prohibido por el Legislador Divino" (9).


El Papa Pio Xll salía al paso de una posible objeción: "Se preguntará de qué modo puede la ley moral, que es universal, bastar e incluso ser obligatoria en un caso particular, el cual, en su situación concreta, es siempre único y de una vez". Pues bien, responde Pio Xll: "Ella lo puede y lo hace, porque, precisamente a causa de su universalidad, la ley moral comprende necesaria e intencionalmente todos los casos particulares, en los que se verifican sus conceptos. Y en estos casos, muy numerosos, ella lo hace con una lógica tan concluyente, que aun la conciencia del simple fiel percibe inmediatamente Y con plena certeza la decisión que se debe tomar" (10). "Esto vale especialmente para las obligaciones negativas de la ley moral, para las que exigen un no hacer, un dejar de lado. Pero no para estas solas. Las obligaciones fundamentales* de la ley moral están basadas en la esencia, en la naturaleza del hombre y en sus relaciones esenciales, y valen, por consiguiente, en todas partes donde se encuentre el hombre" (11).


En efecto, ya hemos dicho en otro momento que allí donde hay persona humana, por el mismo hecho, allí hay Decálogo; porque los Diez Mandamientos no son un pegote adosado a la vida humana, sino que emanan de su misma naturaleza (12).


Por lo demás, "Las obligaciones fundamentales de la ley cristiana, por lo mismo que sobrepasan a las de la ley natural, están basadas sobre la esencia del orden sobrenatural constituido por el Divino Redentor" (13).


Errores de la "Ética de la situación


Después de enumerar las obligaciones fundamentales, concluye: "No hay motivo para dudar. Cualquiera que sea la situación del individuo, no hay más remedio que obedecer.


"Por lo demás--continúa Pio XII--, a la ética de situación oponemos tres consideraciones o máximas.


"La primera: Concedemos que Dios quiere ante todo y siempre la intención recta; pero ésta no basta. Él quiere además, la obra buena.


"La segunda: No está permitido hacer el mal para que resulte un bien (cfr. Rom 3, 8).


Pero esta ética obra--tal vez sin darse cuenta de ello--según el principio de que "el bien santifica los medios".


"La tercera: Puede haber situaciones en las cuales el hombre--y en especial el cristiano--no pueda ignorar que debe sacrificarlo todo, aun la misma vida, por salvar su alma. Todos los mártires nos lo recuerdan. Y son muy numerosos, también en nuestro tiempo (...) ¿habrían, por consiguiente, contra la situación, incurrido fútilmente --y hasta equivocándose--en la muerte sangrienta? Ciertamente que no; v ellos, con su sangre, son los testigos más elocuentes de la verdad, contra la nueva moral" (14).


Más recientemente insistía la Santa Sede en el error, más difundido aún: "Se equivocan, por tanto, los que ahora sostienen en gran número que, para servir de regla a las acciones particulares, no se pueden encontrar ni en la naturaleza humana, ni en la ley revelada, ninguna norma absoluta e inmutable fuera de aquella que se expresa en la ley general de la caridad y del respeto a la dignidad humana. Como prueba de esta aserción aducen que, en las que llamamos normas de la ley natural o preceptos de la Sagrada Escritura, no se deben ver sino expresiones de una forma de cultura particular, en un momento determinado de la historia.

"Sin embargo, cuando la Revelación divina y, en su orden propio, la sabiduría filosófica ponen de relieve exigencias auténticas de la humanidad, están manifestando necesariamente, por el mismo hecho, la existencia de leyes inmutables inscritas en los elementos constitutivos de la naturaleza humana; leyes que se revelan idénticas en todos los seres dotados de razón" (15).


Siempre es posible cumplir la ley moral


En ocasiones, las circunstancias en las que se halla la persona, son tales que ponen muy cuesta arriba el cumplimiento de la ley moral; las dificultades pueden ser ser grandes. Por eso--dice el Papa Juan Pablo II--si "es siempre muy importante poseer una recta concepción del orden moral, de sus valores y normas; la importancia aumenta, cuanto más numerosas y graves se hacen las dificultades para respetarlos" (16). Es necesario entonces andar alerta, porque no dejarán de oírse las voces de la comodidad, del egoísmo, de la sensualidad--incluso voces externas, de parientes, amigos, conocidos--, que intenten convencernos de que en ese momento somos una excepción que nos dispensa de cumplir la ley moral universal y objetiva. Es preciso no olvidar que el designio de Dios Creador responde a las exigencias más profundas del hombre (17); que no es un "capricho", obra de un Dios que se complace en mortificarnos, sino de un Padre que no quiere más que el bien auténtico de sus hijos; que su yugo es suave y su carga ligera (18); que si bien las fuerzas humanas son escasas y pueden parecer nulas, la gracia de Dios nunca falta y es omnipotente.


Dios no es injusto. Su ley es siempre justa y sabia, fruto de su Amor inconmensurable. En Dios --parafraseando la Escritura--"el amor y la justicia se besan", y como consecuencia de ambos atributos divinos, Dios nos exige cumplir siempre la ley moral--también en esas circunstancias difíciles, incluso heroicas--, y al mismo tiempo nos presta su fortaleza, el poder cumplirla siempre: también "ahora ".


Hablando de las dificultades que a veces se presentan en la vida conyugal para cumplir la ley de Dios, Juan Pablo II recuerda a los esposos que "no pueden mirar la ley como un mero ideal que se puede alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de Cristo Señor a superar con valentía las dificultades" (19). No se trata de ocultarlas ni de rendirse ante ellas, tranquilizando la conciencia con un "no puedo", o "es demasiado para mí ahora", en esta "situación" tan enojosa.

El Papa insiste en que la llamada "ley de gradualidad"--el hecho de que hayamos de ascender paso a paso hacia la perfección humana y cristiana--no debe confundirse con una supuesta "gradualidad de la ley, como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para los diversos hombres y situaciones" (20).


"Se nos puede preguntar--decía Juan Pablo Il en otra ocasión--, en efecto, si la confusión entre la "gradualidad de la ley" y la "ley de la gradualidad" no tiene su explicación también en una estima escasa por la ley de Dios. Se mantiene que ésta no es adecuada para todo hombre, para toda situación, y, por ello, se desea sustituirla por un orden distinto del orden divino" (21). Ante ese grave error, el Papa recuerda que la ley que, en el Antiguo Testamento, constituía una carga pesada, "se convirtió por obra de Dios en carga ligera y fuente de libertad". La ley "no está solamente impuesta desde el exterior, sino también y sobre todo, otorgada en el interior" (22), es algo muy nuestro, hasta el punto de que sin ella nosotros mismos dejaríamos de ser (23).


"Mantener que existen situaciones en las cuales no es de hecho posible a los esposos ( y esto que dice el Papa vale para todos, en cualquier caso) ser fieles a todas las exigencias de la verdad de amor conyugal, equivale a olvidar este acontecimiento de gracia que caracteriza a la Nueva Alianza: la gracia del Espíritu Santo hace posible lo que al hombre, dejado a sus solas fuerzas, no es posible" (24). Y concluye Juan Pablo II su discurso, recordando que "Todos, incluidos los cónyuges, somos llamados a la santidad, y es vocación ésta que puede exigir también el heroísmo. No debe olvidarse" (25).


Obviamente se requieren ciertas "condiciones humanas -psicológicas, morales y espirituales- que son indispensables para comprender y vivir el valor y la norma moral".


"No hay duda de que entre estas condiciones se deben incluir la constancia y la paciencia, la humildad y la fortaleza de ánimo, la confianza filial en Dios y en su gracia, el recurso frecuente a la oración y a los sacramentos de la Eucaristía y de la reconciliación" (26). No es poco, pero lo que no es honesto es decir que "no se puede", sin luchar seriamente por vivir esas virtudes, por los demás, elementales. "Ayúdate y Dios te ayudará", en toda circunstancia, en toda situación; y vencerás. Quizá sufrirás derrotas; quizás muchas derrotas. Y Dios te levantará siempre con su misericordia, con tal de que tengas la honradez de no decir "no puedo". Y, al cabo, con la gracia de Dios, podrás llamarte vencedor.



(I) DOCUMENTACION DOCTRINAL, nn. 42 y 43,
(2) Cfr. R. GARCIA DE HARO, Cuestiones fundamentalesde Teologia Moral, Ed. Eunsa, Pamplona 1980, p. 60;
(3) Ibidem, pp. 61-62;
(4)DignitatisHumar*ae, 3;
(5) PIO XII, Discurso, 18-lV-1952;
(6) Cfr. Ibidem; Decreto de la C.D.F., 2-11-1956, CE 1327/2;
(7) Cfr. ANTONIO OROZCO, La libertad en el pensamlento, Ed. Rialp, Madrid 1977, pp. 113-145;
(8) PIO XII, 1. c.,
(9) Ibidem;
(10) Ibidem; cfr. S. Th., qq. 47-57;
(11) Ibidem;
(12) Cfr. ANTONIO OROZCO, La libertad y la ley moral, Cuadernos Mundo Cristiano, nº. 35, Madrid 1983;
(13) PIO XII, I .c.;
(14) Ibidem;
(15) S.C.D.F., Declaración Persona humana, 29-X11-1975, n. 4;
(16) JUAN PABLO II, Exh. Apost. Famlllaris consortio, 34;
(17) Cfr. Ibidem;
(18); (19) JUAN PABLO 11, I.c.
(20) Ibidem,
(21) JUAN PABLO II, Discurso, 7-lX-1983;
(22) Ibidem;
(23) Cfr. ANTONIO OROZCO, o.c.;
(24) JUAN PABLO II, I .c.;
(25) Ibidem;
(26) JUAN PABLO II, Famillaris consortio, n. 33.


¿MORAL DE CIRCUNSTANCIAS (I)?

LAS CIRCUNSTANCIAS NO PUEDEN MODIFICAR LA CALIDAD MORAL DE UN ACTO HUMANO

Del Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1750 a 1756)



La moralidad de los actos humanos depende: 

— del objeto elegido;
— del fin que se busca o la intención;
— de las circunstancias de la acción.



El objeto, la intención y las circunstancias forman las “fuentes” o elementos constitutivos de la moralidad de los actos humanos.

1. El objeto elegido es un bien hacia el cual tiende deliberadamente la voluntad. Es la materia de un acto humano. El objeto elegido especifica moralmente el acto del querer, según que la razón lo reconozca y lo juzgue conforme o no conforme al bien verdadero. Las reglas objetivas de la moralidad enuncian el orden racional del bien y del mal, atestiguado por la conciencia.

2. Frente al objeto, la intención se sitúa del lado del sujeto que actúa. La intención, por estar ligada a la fuente voluntaria de la acción y por determinarla en razón del fin, es un elemento esencial en la calificación moral de la acción. El fin es el término primero de la intención y designa el objetivo buscado en la acción. La intención es un movimiento de la voluntad hacia un fin; mira al término del obrar. Apunta al bien esperado de la acción emprendida. No se limita a la dirección de cada una de nuestras acciones tomadas aisladamente, sino que puede también ordenar varias acciones hacia un mismo objetivo; puede orientar toda la vida hacia el fin último. 

Por ejemplo, un servicio que se hace a alguien tiene por fin ayudar al prójimo, pero puede estar inspirado al mismo tiempo por el amor de Dios como fin último de todas nuestras acciones. Una misma acción puede, pues, estar inspirada por varias intenciones como hacer un servicio para obtener un favor o para satisfacer la vanidad.

Una intención buena (por ejemplo: ayudar al prójimo) no hace ni bueno ni justo un comportamiento en sí mismo desordenado (como la mentira y la maledicencia). El fin no justifica los medios. Así, no se puede justificar la condena de un inocente como un medio legítimo para salvar al pueblo. Por el contrario, una intención mala sobreañadida (como la vanagloria) convierte en malo un acto que, de suyo, puede ser bueno (como la limosna) (cf Mt 6, 2-4).

3. Las circunstancias, comprendidas en ellas las consecuencias, son los elementos secundarios de un acto moral. Contribuyen a agravar o a disminuir la bondad o la malicia moral de los actos humanos (por ejemplo, la cantidad de dinero robado). Pueden también atenuar o aumentar la responsabilidad del que obra (como actuar por miedo a la muerte). Las circunstancias no pueden de suyo modificar la calidad moral de los actos; no pueden hacer ni buena ni justa una acción que de suyo es mala.


Los actos buenos y los actos malos

El acto moralmente bueno supone a la vez la bondad del objeto, del fin y de las circunstancias. Una finalidad mala corrompe la acción, aunque su objeto sea de suyo bueno (como orar y ayunar para ser visto por los hombres).

El objeto de la elección puede por sí solo viciar el conjunto de todo el acto. Hay comportamientos concretos —como la fornicación— que siempre es un error elegirlos, porque su elección comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral.

Es, por tanto, erróneo juzgar de la moralidad de los actos humanos considerando sólo la intención que los inspira o las circunstancias (ambiente, presión social, coacción o necesidad de obrar, etc.) que son su marco. Hay actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias y de las intenciones, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto; por ejemplo, la blasfemia y el perjurio, el homicidio y el adulterio. No está permitido hacer el mal para obtener un bien.