BREVE
VALORACIÓN DOCTRINAL DE LA RELIGIÓN EN LA OBRA DE ERIC FROMM
SINCRETISMO RELIGIOSO DONDE LA RELIGIÓN ES UN SENTIMIENTO HUMANITARIO SIN VERDADES SOBRENATURALES
Se ha
dicho con razón que la mayor mentira es una verdad a medias. Este es el motivo
por el que la obra del psicoanalista,
psicólogo social y filósofo
humanista
de origen judío alemán Erich Fromm (1900-1980), a pesar de los muchos aciertos y valores positivos, ha
ejercido un notable influjo negativo en un vasto público.
En efecto, la obra de
Fromm, que afirma verdades importantes —como el concepto de una naturaleza
humana abierta al amor—, que propone algunas máximas morales de gran
transcendencia, y que se muestra defensora de numerosos valores positivos,
tiene el gran defecto de rechazar como verdadero el más pequeño atisbo de
transcendencia.
La
posición de Fromm respecto a la religión es clara: la idea de Dios, común a las
principales religiones, es necesaria para la educación del hombre, para
ayudarle a superar los egoísmos, los particularismos. La Biblia, incluido el
Nuevo Testamento, desarrolla aún más la función humanizadora de las religiones,
abriendo el corazón humano a la fraternidad universal, al altruismo, a la
universalidad. Sin embargo —lo dice también claramente en otros libros, como en
El arte de amar— una vez que la Humanidad alcance la madurez, la
religión desaparecerá, pues, al poseer los valores a que aspiraba, el hombre se
dará cuenta de que aquel Dios a quien hasta entonces había estado adorando era
el hombre mismo.
En la
evolución del hombre religioso al hombre maduro, Fromm ve un proceso semejante
al que se da en el paso de la niñez a la adolescencia: el niño tiene necesidad
de los padres para vivir, aprender y crecer hacia la plena autonomía; pero una
vez alcanzada ésta, los padres deben mantenerse al margen pues ya no hacen
falta. La comparación es sugestiva pero muy endeble, pues, si bien la ayuda
material de los padres puede dejar de ser necesaria, no es posible negar su
existencia, ni el vínculo que une a ellos, ni los lazos afectivos permanentes
que son propios de la naturaleza humana; el mandato de "honrar padre y
madre" no es, en definitiva, sólo para los menores de edad. Si esto sucede
en el caso de los padres terrenos, en el caso de la paternidad divina con mayor
razón: no es posible alcanzar la autonomía, porque nuestra dependencia respecto
a Dios es completa y nuestra madurez o perfección humana se alcanza en la
medida en que le amamos.
Cuando
se afirma que Fromm acepta una Biblia sin Dios, en realidad se entiende una adhesión
genérica a algunos valores de fondo, y no a lo que constituye el fundamento de
los Libros sagrados: la actuación de Dios en la historia de los hombres y la
revelación de su vida íntima. Esto mismo le lleva a no ver diferencias entre la
Biblia y el contenido de las demás religiones. Ciertamente establece una
jerarquía desde el punto de vista de la sabiduría alcanzada, situando al
cristianismo en primer lugar, no porque distinga en él algo sobrenatural, sino
porque ve en él más universalidad y más fraternidad que en las restantes
religiones. Dentro del cristianismo, a su vez, da la preeminencia al
catolicismo, porque a través de la función desempeñada por la Virgen María se
educa al hombre en valores como la ternura y el amor, ajenos al protestantismo.
La obra
de Fromm contribuye así a aumentar la gran confusión actual, que lleva a juzgar
positivamente la dimensión religiosa del hombre si bien de modo parcial, como
un rincón de la intimidad humana lleno de misterio. Los distintos tipos de
religiones, sectas y cultos aparecen como otras tantas manifestaciones posibles
y, en cuanto posibles, no necesarias de esa dimensión. Se llega así a un
sincretismo religioso, en el que la religión se reduce a un simple sentimiento
humanitario. La elección de una religión o de otra no tiene nada que ver con la
verdad, sino sólo con la simpatía hacia ciertos valores, cuando no es el simple
apuntarse a una especie de club o sociedad de amigos.
Fromm, que en su libro ¿Tener
o ser? denuncia muchas idolatrías, muchos egoísmos sutiles, propios del tener,
del poseer, del poder que garantiza el ser apreciado verdadera o aparentemente
por los demás, no se da cuenta de que su crítica a la religión parte de una
idolatría más perniciosa: la de sustituir a Dios por un hombre que, sin Dios,
se rebaja a la animalidad o a la soberbia más cegadora.
El
hombre, sin Dios, sigue necesitando fe, esperanza y amor para dar sentido a su
existencia. Claro está que estas tres virtudes ya no tendrán a Dios ni como
objeto ni como fin, sino sólo al hombre.
Pero, por más hermoso que sea el ideal
humano en el que descansen estas tres virtudes, no se alcanzará nunca la meta,
porque ésta no es más que un espejismo. Fromm elige para sí y para la sociedad
futura el ideal del amor productivo. Pero para hacerlo realidad, no basta la
elección, sino que hay que mantenerla, especialmente cuando hay dificultades o
cuando parece imposible de ser llevado a la práctica. Este mantener la elección
es propio de la virtud de la esperanza, que en este caso nace de una fe humana,
fe en la verdad y bondad de ese ideal.
Pero la fe en un ideal humano, por muy
grande que sea, no puede transmitirse con la misma fuerza con que nació en el
alma del primero que la tuvo; con el tiempo se desgasta, se desvirtúa y se
convierte sólo en un ideal más, que convoca sólo a unos pocos. Fromm ha podido
infundir esperanzas en algunos cenáculos de intelectuales inconformistas y en
personas deseosas de recuperar valores perdidos; pero la consistencia real de
su sistema no supera a la de otras muchas utopías.
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