EL ARTE DE
VIVIR
Frente a mundo
secularizado, que vive como si Dios no
existiera, en el que la corrupción de las costumbres se hace evidente, es necesario volver a pensar en los
contenidos esenciales de toda evangelización
Memorable conferencia
del cardenal Joseph Ratzinger durante el jubileo de los catequistas y
profesores de Religión celebrado el 10 de diciembre de 2000 en Roma, en el
Jubileo de los catequistas (Año Santo Universal)
Cuatro notas acerca de los contenidos
esenciales de la evangelización
1. Conversión
Conviene, ante todo, tener
presente que el Antiguo Testamento y el Nuevo son inseparables. El contenido
fundamental del Antiguo Testamento está resumido en el mensaje de san Juan
Bautista: “Convertíos”. No se puede
llegar a Jesús sin el Bautista; no es posible llegar a Jesús sin responder a la
llamada del Precursor; más aún, Jesús asumió el mensaje de Juan en la síntesis
de su propia predicación: “Convertíos y
creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). La palabra griega para decir
“convertirse” significa: cambiar de mentalidad, poner en tela de juicio el
propio modo de vivir y el modo común de vivir, dejar entrar a Dios en los
criterios de la propia vida, no juzgar ya simplemente según las opiniones
corrientes.
Por consiguiente, convertirse
significa dejar de vivir como viven todos, dejar de obrar como obran todos,
dejar de sentirse justificados en actos dudosos, ambiguos, malos, por el hecho
de que los demás hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de
Dios; por tanto, tratar de hacer el bien, aunque sea incómodo; no estar
pendientes del juicio de la mayoría, de los demás, sino del juicio de Dios. En
otras palabras, buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva.
Todo esto no significa
moralismo. Quien reduce el cristianismo a la moralidad pierde de vista la
esencia del mensaje de Cristo: el don de una nueva amistad, el don de la
comunión con Jesús y, por tanto, con Dios. Quien se convierte a Cristo no
quiero tener autonomía moral, no pretende construir con sus fuerzas su propia
bondad.
“Conversión” (metánoia)
significa precisamente lo contrario: salir de la autosuficiencia, descubrir y
aceptar la propia indigencia, la necesidad de los demás y la necesidad de Dios,
de su perdón, de su amistad. La vida sin conversión es autojustificación (yo no
soy peor que los demás); la conversión es la humildad de entregarse al amor del
Otro, amor que se transforma en medida y criterio de mi propia vida.
Aquí debemos tener presente
también el aspecto social de la conversión. Ciertamente, la conversión es ante
todo un acto personalísimo, es personalización. Yo renuncio a “vivir como
todos”; ya no me siento justificado por el hecho de que todos hacen lo mismo
que yo, y encuentro ante Dios mi propio yo, mi responsabilidad personal.
Pero la verdadera personalización es siempre también una
socialización nueva y más profunda. El yo se abre de nuevo al tú, en toda su
profundidad, y así nace un nuevo nosotros. Si el estilo de vida común en el
mundo implica el peligro de la despersonalización, de vivir no mi propia vida
sino la de todos los demás, en la conversión debe realizarse un nuevo nosotros
del caminar común con Dios.
Anunciando la conversión
debemos ofrecer también una comunidad de vida, un espacio común del nuevo
estilo de vida. No se puede evangelizar sólo con palabras. El Evangelio crea
vida, crea comunidad de camino. Una conversión puramente individual no tiene
consistencia.
2. El Reino de Dios
En la llamada a la conversión está implícito, como su condición fundamental, el anuncio del Dios vivo. El teocentrismo es fundamental en el mensaje de Jesús y debe ser también el núcleo de la nueva evangelización. La palabra clave del anuncio de Jesús es: reino de Dios. Pero reino de Dios no es una cosa, una estructura social o política, una utopía. El reino de Dios es Dios.
Reino de Dios quiere decir:
Dios existe, Dios vive, Dios está presente y actúa en el mundo, en nuestra
vida, en mi vida. Dios no es una “causa última” lejana. Dios no es el “gran
arquitecto” del deísmo, que montó la máquina del mundo y así estaría fuera. Al
contrario, Dios es la realidad más presente y decisiva en cada acto de mi vida,
en cada momento de la historia.
En su conferencia de
despedida de su cátedra en la universidad de Münster, el teólogo Juan Bautista
Metz dijo cosas que nadie se imaginaba oír de sus labios. Antes había enseñado
antropocentrismo: el verdadera acontecimiento del cristianismo sería el giro
antropológico, la secularización, el descubrimiento de la secularidad del
mundo. Luego enseñó teología política, la índole política de la fe; la “memoria
peligrosa”; y, finalmente, la teología narrativa.
Después de este camino largo
y difícil, hoy nos dice: si verdadero problema de nuestro tiempo es “la crisis
de Dios”, la ausencia de Dios, disfrazada de religiosidad vacía. La teología
debe volver a ser realmente teo-logía, hablar de Dios y con Dios.
Metz tiene razón. Lo “único
necesario” (unum necessarium) para el hombre es Dios. Todo cambia dependiendo
de si Dios existe o no existe. Por desgracia, también nosotros, los cristianos,
vivimos a menudo como si Dios no existiera (si Deus non daretur). Vivimos según
el eslogan: Dios no existe y, si existe, no influye. Por eso, la evangelización
ante todo debe hablar de Dios, anunciar al único Dios verdadero: el Creador, el
Santificador, el Juez (cf. Catecismo de la Iglesia católica).
También aquí es preciso tener
presente el aspecto práctico. No se puede dar a conocer a Dios únicamente con
palabras. No se conoce a una persona cuando sólo se tiene de ella referencias
de segunda mano. Anunciar a Dios es introducir en la relación con Dios: enseñar
a orar. La oración es fe en acto. Y sólo en la experiencia de la vida también
la evidencia de su existencia.
Por eso son tan importantes las escuelas de oración, las comunidades de oración. Son complementarias la oración personal (“en tu propio aposento”, solo en la presencia de Dios), la oración común “paralitúrgica” (“religiosidad popular”) y la oración litúrgica. Sí, la liturgia es ante todo oración: su elemento específico consiste en que su sujeto primario no somos nosotros (como en la oración privada y en la religiosidad popular), sino Dios mismo. La liturgia es actio divina, Dios actúa y nosotros respondemos a la acción divina.
Por eso son tan importantes las escuelas de oración, las comunidades de oración. Son complementarias la oración personal (“en tu propio aposento”, solo en la presencia de Dios), la oración común “paralitúrgica” (“religiosidad popular”) y la oración litúrgica. Sí, la liturgia es ante todo oración: su elemento específico consiste en que su sujeto primario no somos nosotros (como en la oración privada y en la religiosidad popular), sino Dios mismo. La liturgia es actio divina, Dios actúa y nosotros respondemos a la acción divina.
Hablar de Dios y hablar con
Dios deben ir siempre juntos. El anuncio de Dios lleva a la comunión con Dios
en la comunión fraterna, fundada y vivificada por Cristo. Por eso la liturgia
(los sacramentos) no es un tema adjunto al de la predicación del Dios vivo,
sino la concretización de nuestra relación con Dios.
En este contexto desearía
hacer una observación general sobre la cuestión litúrgica. Con frecuencia
nuestro modo de celebrar la liturgia es demasiado racionalista. La Liturgia se
convierte en enseñanza, cuyo criterio es que la entiendan.
Eso a menudo tiene como consecuencia la banalización del misterio, el predominio de nuestras palabras, la repetición de una serie de palabras que parecen más inteligibles y más gratas a la gente. Pero esto es un error no sólo teológico, sino también psicológico y pastoral. La ola de esoterismo, la difusión de técnicas asiáticas de distensión y de auto-vaciamiento muestran que en nuestras liturgias falta algo.
Eso a menudo tiene como consecuencia la banalización del misterio, el predominio de nuestras palabras, la repetición de una serie de palabras que parecen más inteligibles y más gratas a la gente. Pero esto es un error no sólo teológico, sino también psicológico y pastoral. La ola de esoterismo, la difusión de técnicas asiáticas de distensión y de auto-vaciamiento muestran que en nuestras liturgias falta algo.
Precisamente en el mundo
actual necesitamos el silencio, el misterio supraindividual, la belleza. La Liturgia no es una invención del sacerdote celebrante o de un grupo de
especialistas. La Liturgia –el rito– se ha desarrollado en un proceso orgánico
a lo largo de los siglos; encierra el fruto de la experiencia de fe de todas
las generaciones.
Aunque los participantes tal vez no comprendan todas sus fórmulas, perciben su significado profundo, la presencia del misterio, que trasciendo todas las palabras. El celebrante no es el centro de la acción litúrgica; no está delante del pueblo en su nombre propio, no habla de sí y por sí, sino in persona Christi. Lo que cuenta no son las cualidades personales del celebrante, sino sólo su fe, en la que se debe reflejar Cristo. “Conviene que él crezca y yo disminuya” (Jn 3, 30).
Aunque los participantes tal vez no comprendan todas sus fórmulas, perciben su significado profundo, la presencia del misterio, que trasciendo todas las palabras. El celebrante no es el centro de la acción litúrgica; no está delante del pueblo en su nombre propio, no habla de sí y por sí, sino in persona Christi. Lo que cuenta no son las cualidades personales del celebrante, sino sólo su fe, en la que se debe reflejar Cristo. “Conviene que él crezca y yo disminuya” (Jn 3, 30).
3. Jesucristo
Con esta reflexión el tema de Dios ya se ha extendido y concretado en el tema de Jesucristo. Sólo en’ Cristo y por Cristo el tema de Dios se hace realmente concreto: Cristo es el Emmanuel, el Dios con nosotros, la concretización del “Yo soy”, la respuesta al deísmo.
Hoy es muy fuerte la tentación de reducir a Jesucristo, el Hijo de Dios, sólo a un Jesús histórico, sólo a un hombre. No se niega necesariamente su divinidad, pero con ciertos métodos se destila de la Biblia un Jesús a nuestra medida, un Jesús posible y comprensible en los parámetros de nuestra historiografía. Pero este “Jesús histórico” es una elaboración, la imagen de sus autores y no la imagen del Dios vivo (cf. 2 Cor 4, 4 s; Col 1, 15). El Cristo de la fe no es un mito. El así llamado “Jesús histórico” es una figura mitológica, inventada por diversos intérpretes. Los doscientos años de historia, del “Jesús histórico” reflejan fielmente la historia de las filosofías y de las ideologías de este periodo.
En los límites de esta
conferencia me es imposible tratar los contenidos del anuncio del Salvador.
Sólo quisiera aludir brevemente a dos aspectos importantes. El primero es el
seguimiento de Cristo. Cristo se presenta como camino de mi vida.
Seguimiento de Cristo no
significa imitar al hombre Jesús. Ese intento fracasaría necesariamente; sería
un anacronismo. El seguimiento de Cristo tiene una meta mucho más elevada:
identificarse con Cristo, es decir, llegar a la unión con Dios. Esa palabra tal
vez choque a los oídos del hombre moderno. Pero, en realidad todos tenemos sed
de infinito, de una libertad infinita, de una felicidad ilimitada. Toda la
historia de las revoluciones de los últimos dos siglos sólo se explica así. La
droga sólo se explica así. El hombre no se contenta con soluciones que no
lleguen a la divinización. Pero todos los caminos ofrecidos por la “serpiente”
(cf. Gn 3, 5), es decir, la sabiduría mundana, fracasan.
El único camino es la identificación con Cristo, realizable en la vida sacramental. Seguir a Cristo no es un asunto de moralidad, sino un tema “mistérico”, un conjunto de acción divina y respuesta nuestra.
El único camino es la identificación con Cristo, realizable en la vida sacramental. Seguir a Cristo no es un asunto de moralidad, sino un tema “mistérico”, un conjunto de acción divina y respuesta nuestra.
Así, en el tema del
seguimiento se encuentra presente el otro centro de la Cristología, al que
quería aludir: el misterio pascual, la cruz y la resurrección.
De ordinario en las
reconstrucciones del “Jesús histórico” el tema de la cruz carece de
significado. En una interpretación “burguesa” se transforma en un accidente de
por sí evitable, sin valor teológico; en una interpretación revolucionaria se
convierte en la muerta heroica de un rebelde.
La verdad es muy diferente.
La cruz pertenece al misterio divino; es expresión de su amor hasta el extremo
(cf. Jn 13, l). El seguimiento de Cristo es participación en su cruz, unirse a
su amor, a la transformación de nuestra vida, que se convierte en nacimiento
del hombre nuevo, creado según Dios (cf. Ef 4, 24). Quien omite la cruz, omite
la esencia del cristianismo (cf. 1 Cor 2, 2).
4. La vida eterna
Un último elemento central de toda verdadera evangelización es la vida eterna. Hoy, en la vida diaria, debemos anunciar con nueva fuerza nuestra fe.
Aquí quisiera sólo aludir a un aspecto a menudo descuidado actualmente de la predicación de Jesús: el anuncio del reino de Dios es anuncio del Dios presente, del Dios que nos conoce, que nos escucha; del Dios que entra en la historia para hacer justicia. Por eso, esta predicación es anuncio del juicio, anuncio de nuestra responsabilidad.
El hombre no puede hacer o dejar de hacer lo que le apetezca. Será juzgado. Debe rendir cuentas. Esta certeza vale tanto para los poderosos como para los sencillos. Si se respeta, se trazan los límites de todo poder de este mundo. Dios hace justicia, y en definitiva sólo él puede hacerla. Nosotros lograremos hacer justicia en la medida que seamos capaces de vivir en presencia de Dios y de comunicar al mundo la verdad del juicio.
Así el artículo de fe del
juicio, su fuerza de formación de las conciencias, es un contenido central del
Evangelio y es realmente una Buena Nueva. Lo es para todos los que sufren por
la injusticia del mundo y piden justicia. Así se comprende también la conexión entre
el reino de Dios y los “pobres”, los que sufren y todos los que viven las
bienaventuranzas del sermón de la Montaña. Están protegidos por la certeza del Juicio, por la certeza de que hay justicia.
Este es el verdadero
contenido del artículo del Credo sobre el juicio, sobre Dios juez: hay
justicia. Las injusticias del mundo no son la última palabra de la historia.
Hay justicia. Sólo quien no quiera que haya justicia puede oponerse a esta
verdad. Si tomamos en serio el juicio y la grave responsabilidad que de él
brota para nosotros, comprenderemos bien el otro aspecto de este anuncio, es
decir, la redención, el hecho de que Jesús en la cruz asume nuestros pecados;
que Dios mismo en la pasión de su Hijo se convierte en abogado de nosotros,
pecadores, y así hace posible la penitencia, la esperanza al pecador
arrepentido, esperanza expresada de modo admirable en las palabras de san Juan:
“Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo” (Jn 3, 20). Ante Dios
tranquilizaremos nuestra conciencia, independientemente de lo que nos reproche.
La bondad de Dios es
infinita, pero no la debemos reducir a un empalago sin verdad. Sólo creyendo en
el justo juicio de Dios, sólo teniendo hambre y sed de justicia (cf. Mt 5, 6),
abrimos nuestro corazón, nuestra vida, a la misericordia divina. No es verdad
que la fe en la vida eterna quite importancia a la vida en la tierra. Al
contrario, sólo si la medida de nuestra vida es la eternidad, también esta vida
en la tierra es grande y su valor inmenso.
Dios no es el rival de nuestra
vida, sino el garante de nuestra grandeza. Así volvemos a nuestro punto de
partida: Dios. Si consideramos bien el mensaje cristiano, no hablamos de un
montón de cosas. El mensaje cristiano es en realidad muy sencillo: hablamos de
Dios y del hombre, y así lo decimos todo.
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