BATALLA DEL MONTE TABOR
Meditación para el segundo domingo de Cuaresma del monasterio mendocino del Cristo orante.
El monte Tabor en la Baja Galilea (hoy Israel), a 17 km del Lago de Galilea, de 575 msnm.
“Vistámonos con la armadura de la Luz”
(Rom XIII, 12)
En
variadas ocasiones ocurre que determinados diamantes de nuestra Fe presentan
facetas encontradas, cuyos haces de luz se disparan de modo opuesto. La
Iglesia, sabiamente, procura entonces desdoblar la atención a tales misterios
en fiestas separadas, para que el cristiano pueda concentrarse en un solo foco
de luz. De modo un tanto simplista cabría decir que casi todos los misterios de
nuestra Fe tienen un lado cóncavo y otro convexo; o una cara luminosa y otra
sombría, un canto áspero y otro aterciopelado.
Así
contemplamos la Cruz tanto el Viernes
Santo como en septiembre, para la fiesta
de la Exaltación; o la Eucaristía en Jueves
Santo y en Corpus Christi. Algo
parecido ocurre con la Transfiguración del Señor, que tiene su fiesta exultante
el seis de agosto y una faceta
diferente en el corazón mismo de la Cuaresma, en su segundo domingo.
¿Por qué
está la Transfiguración instalada en el vórtice del tiempo penitencial de la
Iglesia? Me permito arriesgar una respuesta: se presenta como una estratagema
bélica, como una aguda artimaña para el combate espiritual. La Iglesia nos
avisó en el primer domingo de la Cuaresma: hay guerra. Y a la semana agrega:
hay guerra y hay un plan de guerra. Presta atención, oh débil e inerme soldado,
pues hay una estrategia para la lucha que se te presenta.
Para
entender un poco de qué se trata, deberemos retroceder más de mil años de la
escena de los cuatro viandantes que suben al monte Tabor en tiempos de Poncio
Pilatos. Mucho antes incluso que el Pueblo de Dios (el primer Israel)
lograra ser Nación. Corren los tiempos de los Jueces, esos justicieros del
desierto, que por tribus, acaudillaban a sus clanes familiares en defensa de
los enemigos. Josué había logrado instalar a Israel en la tierra prometida,
pero no había unidad entre las tribus y abundaban focos de enemigos muy
dispuestos a hacer frente al avance del Pueblo de Dios. Como si Dios le hubiera
dicho: te entrego la Tierra Prometida, pero te la doy llena de enemigos
adentro. Un poco como nos ocurre a nosotros, que por el Bautismo cruzamos ya el
Mar Rojo y el Jordán y entramos a la Tierra de las Promesas, pero en medio de
un gran desorden y sin haber logrado expulsar a tantísimos enemigos del
interior del terruño conquistado.
En ese
contexto hay que recordarla a Débora, inmensa mujer de Israel que supo hacer
frente a los aguerridos cananeos, que superaban de modo incalculable —tanto en
hombres como en armamento— al frágil grupo israelita. Y lo hace bajo una
consigna escueta y aguda que devino legendario proverbio para Israel y ha de
poder ser máxima y aforismo para el Nuevo Israel. Débora manda a un hijo de la
tribu de Neftalí: “ve, sube al monte
Tabor y reclútate allí”. El soldado respondió con timbre de sombras y
figuras: “si vienes conmigo voy; si no vienes conmigo, no voy nada”. Débora
insistió: “tú ve, sube, recluta y
divisa; que yo iré contigo”.
El temible Sísara, rey cananeo, se organizó para el combate con
sus novecientos carros de hierro, para ese juego de niños que sería enfrentarse
al puñado de hirsutos israelitas, comandados por una frágil mujer —“Madre de
Israel”—, que se limitaba a repetir a sus hijos “sube, recluta y divisa”.
Y esa madrugada, Israel venció al inmenso ejército cananeo, sin más estrategia
que haberlo podido divisar desde lo alto del Tabor pudiendo así descender sobre
el enemigo y enfrentarlo en escaramuzas sucesivas, despistándolo de tal modo
que las tropas de Sísara huyeron despavoridas.
Israel
guardó memoria y celebró siempre el triunfo de la fragilidad sagaz sobre el
poderío pesado y torpe, que tiene su paradigma en el imberbe David reventándole
los sesos de un piedrazo al gigante filisteo. Israel guarda la consigna de la
Mujer: sube, recluta y divisa. Y
cita doce veces al monte Tabor,
siempre con el trasfondo de esta batalla.
Hasta
ahí, las sombras matutinas. Salteándonos el crístico mediodía, valga citar al
paso otra sombra del misterio, ahora vespertina, ya en el ocaso final de la
historia, cuando Napoleón, tras la conquista de Italia, se entusiasma con
someter todo el Oriente, cruzando a Egipto, donde ha de vérselas no sólo con
los ingleses sino con el temible y descomunal ejército otomano. Hoy día, quien
buscara en libros o en la web “la
batalla del monte Tabor” no encontrará las proezas de Débora sino el astuto
triunfo napoleónico en 1799. Donde apenas dos mil hombres, subiendo al Tabor,
pudiendo divisar con precisión las pertrechadas posiciones de los veinte mil
turcos, logra descolocarlos y vencerlos. Ese día el tan genial como perverso
Bonaparte no olvidó citar a Débora en su égloga post batalla. Una antigua mujer
hebrea, del siglo XII antes de Cristo, había inspirado al más astuto de los
guerreros modernos. La legendaria clave era sin más: subir, reclutarse de noche en lo alto, divisar a la aurora, y atacar.
Entre
Débora y Napoleón, en el cenit de los tiempos, Jesucristo, el hijo de María, el
Guerrero y Caudillo del Nuevo Israel, diseña y encarna la estrategema. Y convoca a sus soldados a subir el Tabor.
Para allí recibir la Luz, “reclutar la Luz”, y revestidos de ella, como el
guerrero de su coraza, bajar del Monte Santo a librar el buen combate.
Hay
guerra. Y hay plan de guerra. Subamos ya también nosotros al Monte de la
Fragilidad (eso significa Tabor), bajo la consigna de la Mujer vestida del Sol;
reclutémonos en torno a la luz tabórica, vistamos la armadura de la luz y
bajemos briosos a batallar. La voz —tan dulce como firme, tan suave como
intensa— de la Generala, la Nueva Débora, la Virgen Santísima y Madre de Dios,
llegue hoy a nuestros atontados oídos: ve!, sube!, recoge la Luz!, revístete de
ella!, divisa al enemigo!, baja por él!
Oh
timorato y acomplejado cristiano: sube ya la empinada cuesta del Tabor por el
ayuno y la penitencia; recluta la luz del Transfigurado por la fervorosa
plegaria; divisa al enemigo discerniendo en Dios sus posiciones; y baja y vence
al Mal que hay en ti y fuera de ti con las lumbrosas armas de la Caridad. Que
el que a lumbre mata, a lumbre muere, renaciendo al Reino de la Luz.
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