Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

21 de febrero de 2016

INVITACIÓN A SUBIR AL TABOR EN LA CUARESMA

BATALLA DEL MONTE TABOR

Meditación para el segundo domingo de Cuaresma del monasterio mendocino del Cristo orante.


El monte Tabor en la Baja Galilea (hoy Israel), a 17 km del Lago de Galilea, de 575 msnm.

“Vistámonos con la armadura de la Luz”

(Rom XIII, 12)


En variadas ocasiones ocurre que determinados diamantes de nuestra Fe presentan facetas encontradas, cuyos haces de luz se disparan de modo opuesto. La Iglesia, sabiamente, procura entonces desdoblar la atención a tales misterios en fiestas separadas, para que el cristiano pueda concentrarse en un solo foco de luz. De modo un tanto simplista cabría decir que casi todos los misterios de nuestra Fe tienen un lado cóncavo y otro convexo; o una cara luminosa y otra sombría, un canto áspero y otro aterciopelado.
Así contemplamos la Cruz tanto el Viernes Santo como en septiembre, para la fiesta de la Exaltación; o la Eucaristía en Jueves Santo y en Corpus Christi. Algo parecido ocurre con la Transfiguración del Señor, que tiene su fiesta exultante el seis de agosto y una faceta diferente en el corazón mismo de la Cuaresma, en su segundo domingo.
¿Por qué está la Transfiguración instalada en el vórtice del tiempo penitencial de la Iglesia? Me permito arriesgar una respuesta: se presenta como una estratagema bélica, como una aguda artimaña para el combate espiritual. La Iglesia nos avisó en el primer domingo de la Cuaresma: hay guerra. Y a la semana agrega: hay guerra y hay un plan de guerra. Presta atención, oh débil e inerme soldado, pues hay una estrategia para la lucha que se te presenta.
Para entender un poco de qué se trata, deberemos retroceder más de mil años de la escena de los cuatro viandantes que suben al monte Tabor en tiempos de Poncio Pilatos. Mucho antes incluso que el Pueblo de Dios (el primer Israel) lograra ser Nación. Corren los tiempos de los Jueces, esos justicieros del desierto, que por tribus, acaudillaban a sus clanes familiares en defensa de los enemigos. Josué había logrado instalar a Israel en la tierra prometida, pero no había unidad entre las tribus y abundaban focos de enemigos muy dispuestos a hacer frente al avance del Pueblo de Dios. Como si Dios le hubiera dicho: te entrego la Tierra Prometida, pero te la doy llena de enemigos adentro. Un poco como nos ocurre a nosotros, que por el Bautismo cruzamos ya el Mar Rojo y el Jordán y entramos a la Tierra de las Promesas, pero en medio de un gran desorden y sin haber logrado expulsar a tantísimos enemigos del interior del terruño conquistado.
En ese contexto hay que recordarla a Débora, inmensa mujer de Israel que supo hacer frente a los aguerridos cananeos, que superaban de modo incalculable —tanto en hombres como en armamento— al frágil grupo israelita. Y lo hace bajo una consigna escueta y aguda que devino legendario proverbio para Israel y ha de poder ser máxima y aforismo para el Nuevo Israel. Débora manda a un hijo de la tribu de Neftalí: “ve, sube al monte Tabor y reclútate allí”. El soldado respondió con timbre de sombras y figuras: “si vienes conmigo voy; si no vienes conmigo, no voy nada”. Débora insistió: “tú ve, sube, recluta y divisa; que yo iré contigo”.
El temible Sísara, rey cananeo, se organizó para el combate con sus novecientos carros de hierro, para ese juego de niños que sería enfrentarse al puñado de hirsutos israelitas, comandados por una frágil mujer —“Madre de Israel”—, que se limitaba a repetir a sus hijos “sube, recluta y divisa”. 
Y esa madrugada, Israel venció al inmenso ejército cananeo, sin más estrategia que haberlo podido divisar desde lo alto del Tabor pudiendo así descender sobre el enemigo y enfrentarlo en escaramuzas sucesivas, despistándolo de tal modo que las tropas de Sísara huyeron despavoridas.
Israel guardó memoria y celebró siempre el triunfo de la fragilidad sagaz sobre el poderío pesado y torpe, que tiene su paradigma en el imberbe David reventándole los sesos de un piedrazo al gigante filisteo. Israel guarda la consigna de la Mujer: sube, recluta y divisa. Y cita doce veces al monte Tabor, siempre con el trasfondo de esta batalla.
Hasta ahí, las sombras matutinas. Salteándonos el crístico mediodía, valga citar al paso otra sombra del misterio, ahora vespertina, ya en el ocaso final de la historia, cuando Napoleón, tras la conquista de Italia, se entusiasma con someter todo el Oriente, cruzando a Egipto, donde ha de vérselas no sólo con los ingleses sino con el temible y descomunal ejército otomano. Hoy día, quien buscara en libros o en la web “la batalla del monte Tabor” no encontrará las proezas de Débora sino el astuto triunfo napoleónico en 1799. Donde apenas dos mil hombres, subiendo al Tabor, pudiendo divisar con precisión las pertrechadas posiciones de los veinte mil turcos, logra descolocarlos y vencerlos. Ese día el tan genial como perverso Bonaparte no olvidó citar a Débora en su égloga post batalla. Una antigua mujer hebrea, del siglo XII antes de Cristo, había inspirado al más astuto de los guerreros modernos. La legendaria clave era sin más: subir, reclutarse de noche en lo alto, divisar a la aurora, y atacar.
Entre Débora y Napoleón, en el cenit de los tiempos, Jesucristo, el hijo de María, el Guerrero y Caudillo del Nuevo Israel, diseña y encarna la estrategema. Y convoca a sus soldados a subir el Tabor. Para allí recibir la Luz, “reclutar la Luz”, y revestidos de ella, como el guerrero de su coraza, bajar del Monte Santo a librar el buen combate.
Hay guerra. Y hay plan de guerra. Subamos ya también nosotros al Monte de la Fragilidad (eso significa Tabor), bajo la consigna de la Mujer vestida del Sol; reclutémonos en torno a la luz tabórica, vistamos la armadura de la luz y bajemos briosos a batallar. La voz —tan dulce como firme, tan suave como intensa— de la Generala, la Nueva Débora, la Virgen Santísima y Madre de Dios, llegue hoy a nuestros atontados oídos: ve!, sube!, recoge la Luz!, revístete de ella!, divisa al enemigo!, baja por él!
Oh timorato y acomplejado cristiano: sube ya la empinada cuesta del Tabor por el ayuno y la penitencia; recluta la luz del Transfigurado por la fervorosa plegaria; divisa al enemigo discerniendo en Dios sus posiciones; y baja y vence al Mal que hay en ti y fuera de ti con las lumbrosas armas de la Caridad. Que el que a lumbre mata, a lumbre muere, renaciendo al Reino de la Luz.


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