‘UN ICONO VIVO Y VERDADERO’
Carta Pastoral sobre
la lectura de ‘Amoris Laetitia’ a la luz de la enseñanza de la Iglesia, del
Arzobispo de Portland, Oregón (EE.UU.)
Monseñor Alexander Sample, Arzobispo de Portland, Oregón.
Referida a tres malos usos de tres definiciones ambiguas:
1) La conciencia legitima las acciones que
contravienen mandatos divinos
2) Bajo ciertas condiciones las divinas prohibiciones
admiten excepciones
3)
La debilidad humana
exime del mandato divino
A los sacerdotes, diáconos,
religiosos y fieles de la arquidiócesis
“La
pareja que ama y genera la vida es el verdadero ‘icono’ viviente… capaz de
manifestar al Dios creador y salvador”[1]. Con estas palabras, el Papa Francisco
nos recuerda que el amor conyugal es un “símbolo
de las realidades íntimas de Dios”, puesto que “Dios Trinidad es comunión de
amor y la familia es su reflejo viviente”[2].
Por
su propia naturaleza, el matrimonio existe para la comunión de la vida y el
amor entre los esposos, a quienes se ha ordenado que procreen y cuiden a los
hijos, en un vínculo exclusivo y permanente entre un hombre y una mujer. En
este vínculo natural, existente incluso entre esposos no bautizados, se nos da
“una imagen para descubrir y describir el misterio de Dios…”[3].
Cristo
nuestro Señor elevó el vínculo natural del matrimonio a la dignidad de
sacramento, por el cual la unión entre el hombre y la mujer significa “la unión
entre Cristo y la Iglesia”[4]. Dios, que es eterno e inmutable, da el
matrimonio como un icono natural de Sí mismo; Cristo eleva el matrimonio a la
categoría de sacramento, que significa la alianza permanente e indisoluble con
su pueblo.
Puesto
que la familia es esencial para el bien del mundo, de la Iglesia, y de la
difusión del Evangelio, los obispos de todo el mundo se reunieron en los
Sínodos de 2014 y 2015 para tratar la situación actual de los matrimonios y de
la familia y para buscar soluciones a estos retos. Tras haber escuchado a los
obispos, el Papa Francisco ha presentado su Exhortación Apostólica
post-sinodal, Amoris Laetitia, buscando dar vigor a la pastoral de la
Iglesia, especialmente hacia aquellas personas que se encuentran en situaciones
difíciles y heridas.
Con
paciencia nos recuerda que la Iglesia debe trabajar frecuentemente como un hospital de campaña para aquellos que
están heridos. El Papa Francisco se enfrenta honestamente al dolor y quebranto
de muchas vidas. Respecto de aquellos que sufren, “la Iglesia debe acompañar con atención y cuidado a sus hijos más
frágiles, marcados por el amor herido y extraviado, dándoles de nuevo confianza
y esperanza, como la luz del faro de un puerto o de una antorcha llevada en
medio de la gente para iluminar a quienes han perdido el rumbo o se encuentran
en medio de la tempestad”[5]. Sólo una compañía paciente y amorosa con
aquellos que sufren puede “hacer [plenamente] creíble la belleza del matrimonio
indisoluble y fiel para siempre”[6]. La Exhortación debería llevarnos hacia
la misericordia.
Mientras
que la Exhortación no contiene ningún cambio en la doctrina de la Iglesia
relativa al matrimonio y la familia, algunas personas han utilizado Amoris
Laetitia de maneras que no corresponden a la tradición de enseñanza de la
Iglesia.
Por
invitación del Papa Francisco, debemos leer el documento “paciente y
cuidadosamente” y de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia[7]. Esta Carta Pastoral pretende dar orientaciones
para la lectura de Amoris Laetitia en la Archidiócesis de Portland. Las
futuras orientaciones pastorales nos ayudarán a aplicar la Exhortación como
apoyo pastoral del matrimonio y la vida familiar.
El
presente texto articula los principios con los que hay que acercarse a Amoris
Laetitia y se dirige a aclarar varios puntos del texto que han sido objeto
de una atención e interpretación erróneas por parte de los medios de
comunicación y de otras procedencias.
Sólo
con esta compresión firme de los principios podremos aplicar una praxis genuina
en nuestra Iglesia local.
ENSEÑANZA EN LA CONTINUIDAD
Dado
que la Verdad de Dios es necesaria para la salvación, “´Él dispuso benignamente que todo lo que había revelado para la
salvación de los hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera
transmitiendo a todas las generaciones” [8]. El Sagrado
depósito de la fe fue dado a los apóstoles y auténticamente interpretado por el
Magisterio de la Iglesia [9].
Tan
constante es el depósito de la fe, que el propio Magisterio “no está sobre la palabra de Dios, sino que
la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado” [10]. El Evangelio siempre es único y vivo, “preservado por una interminable sucesión de
predicadores hasta el final de los tiempos”, que “comunican todo lo que de
ellos mismo han recibido, amonestan a los fieles que conserven las tradiciones
que han aprendido…” [11].
Así
pues, la doctrina no cambia, pero se puede desarrollar. En el siglo V, San
Vicente de Lérins escribió un hermoso texto sobre el desarrollo de la doctrina,
al que el propio Papa Francisco ha hecho referencia. La doctrina se desarrolla
-como San Vicente sugiere- en la medida en la que nuestro entendimiento crece,
como el crecimiento del niño hasta la edad adulta. Sin embargo, el desarrollo
no debe ser una alteración, puesto que “el
desarrollo supone que cada cosa se expande por sí misma, mientras que en la
alteración cambian de un estado a otro” [12]. El auténtico
desarrollo no admite cambios en la esencia, ni variaciones en su forma esencial
ni en sus límites.
Mucho
más tarde, el beato John Henry Newman, que fue cardenal de la Iglesia, empleó
la fórmula de San Vicente en su propio e influyente desarrollo [13]. Como bien
explica Newman, en algunas ocasiones, la expresión o formulación externa de una
doctrina se desarrolla o se aclara, especialmente como respuesta a una nueva
circunstancia o contexto, a pesar de que la idea central o la verdad expresada
no cambia. Además, existe un genuino desarrollo en continuidad con el pasado,
ambos en el sentido de seguir, lógica u
orgánicamente, lo que era antes, pero también con el sentido de preservar el
pasado, manteniendo y asegurando lo que se ha creído.
Cuando
se discierne el desarrollo genuino, se leen los fragmentos a la luz del
conjunto, las fórmulas iluminadas por la esencia, y lo más nuevo a la luz de lo
más antiguo. Bajo la guía del Espíritu Santo, la Tradición se desarrolla, pero
la Tradición se desarrolla sólo en la continuidad, nunca en la ruptura. La
práctica pastoral y la disciplina sacramental también se desarrollan, pero
práctica y disciplina han de ser totalmente conformes con las enseñanzas de
Jesús y de la Iglesia.
Así
también la enseñanza moral de la Iglesia. A medida que los contextos históricos
y sociales cambian, los temas que se tratan y las formas de abordarlos cambian.
Pero las verdades morales fundamentales −arraigadas en la eterna naturaleza de
Dios, reveladas a través de su Palabra y que corresponden a la inalterada
naturaleza humana y al florecimiento de la misma− no cambian. Los contextos
sociales no determinan la naturaleza humana o el bien del hombre; de hecho,
sólo un invariable Bien humano nos permite entender la idea del desarrollo
moral en el seno de la historia de la humanidad.
La
indisolubilidad del matrimonio es una enseñanza preciosa y esencial de la
Iglesia, revelada por Jesús y cuidada en nuestra continua e inalterable
Tradición. Nuestro Señor proclama la eterna sabiduría de Dios como está
expresada en la Creación: “desde el principio el Creador ‘los hizo
hombre y mujer’ y dijo, ‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se
unirá a su mujer y los dos se harán una sola carne’. De manera que ya no son
dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios ha unido no lo separe el
hombre… el que se divorcia de su esposa (salvo que el matrimonio sea ilegal) y
se casa con otra comete adulterio” (Mateo 19, 4:9).
Lo
que nuestro Señor enseña, establece y ordena está articulado por igual en el
derecho canónico y en el Catecismo: “Del matrimonio válido se origina entre los
cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza (c. 1134) y
“las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad”
(c. 1056). Tan firme es este vínculo que un matrimonio válido y consumado “no
puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la
muerte” (c. 1141). El consentimiento de los esposos está establecido y sellado
por el mismo Dios y el enlace siguiente “es una realidad ya irrevocable… La
Iglesia no tiene poder para contravenir esta disposición de la sabiduría
divina” [14].
La
indisolubilidad del vínculo matrimonial no es una mera regla moral o ética. Es
un una realidad hermosa, sacramental y espiritual. En la naturaleza creada, el
vínculo expresa una parte de la eterna naturaleza de Dios y, el sacramento del
matrimonio entre dos personas bautizadas se "integra en la alianza de Dios
con el hombre," una "alianza garantizada por la fidelidad de
Dios" [15]. El vínculo
matrimonial es indisoluble porque el vínculo del Evangelio es indisoluble,
puesto que el sacramento significa la unión permanente de Cristo con su
Iglesia.
Aceptar
la enseñanza sobre la indisolubilidad remite a la sana razón, con la Escritura,
la Tradición ininterrumpida y la clara enseñanza de nuestro Señor. Es también
afirmar el Evangelio, al reconocer que el signo y la promesa del pacto de
fidelidad con Dios es digno de confianza, que Dios es quién es y quien ha
prometido ser. Al aceptar la indisolubilidad del matrimonio se afirma la
esencia y el propósito de la Iglesia: proclamar y transmitir la Palabra tal y
como nos fue dada. La ley suprema de la Iglesia es la salvación de las almas, y
esto es lo que provoca que dicha ley haya de ser aceptada por los fieles. Si lo
que se quiere alcanzar es la misericordia, se debe incluir todo aquello que sea
necesario para la salvación. Fracasar en la proclamación de todo aquello
necesario para la salvación es inclemente.
MALOS USOS DE LA “AMORIS
LAETITIA”
Pese
a las enseñanzas claras de la Iglesia, ciertas personas han hecho un uso
incorrecto de algunos elementos de Amoris Laetitia para apoyar posturas
incompatibles con la enseñanza de la Iglesia. Esto ha creado cierta confusión y
consternación entre los fieles. Dada la naturaleza del desarrollo doctrinal y
moral, ciertas posturas son incompatibles con la doctrina genuina, la práctica
pastoral y la disciplina sacramental. En la medida en la que estas posturas son
ilícitas, Amoris Laetitia no puede ser utilizada de manera legítima para
apoyarlas. El texto no puede y no debe malinterpretarse en apoyo de los
siguientes tres errores.
Primer mal uso:
La conciencia legitima las
acciones que contravienen mandatos divinos
“En
lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley
que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer… La conciencia es
el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios,
cuya voz resuena en lo más íntimo de ella”[16].
La
conciencia nos exige hacer el bien y abstenernos del mal, y escuchar y seguir
la conciencia es un signo de dignidad humana y de extraordinaria
responsabilidad. Cuando actuamos no sólo damos forma al mundo que nos rodea,
sino que también moldeamos nuestro propio carácter, incluso, a veces, afectando
a nuestro eterno bienestar. Dada la gravedad de esta responsabilidad, toda
persona tiene el derecho y la obligación de obedecer a su conciencia.
Amoris
Laetitia afirma la grandeza de esta
libertad, puesto que “la dignidad humana requiere que el hombre actúe según su
conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por una convicción
interna personal”[17]. Dada la dificultad y complejidad de las
diversas situaciones, así como el nivel de formación, conocimiento y virtud de
la persona, la Exhortación señala que una persona “también puede reconocer con
sinceridad y honestidad aquello que, por ahora, es la respuesta generosa que se
puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que esa es la
entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de
los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo”[18].
Esto
no quiere decir que la conciencia prevalezca sobre a una ley moral objetiva. La
ignorancia, la dependencia de las pasiones, una comprensión incorrecta de la
autonomía moral, o la ausencia de virtud puede reducir la culpabilidad
subjetiva de una persona cuando sigue sinceramente a una conciencia errónea, y
en algunos casos "el mal cometido por la persona no puede serle imputado”[19]. Pero, de ninguna manera esto disminuye
o anula la objetividad del mal, la privación, o el desorden cometidos.
La
conciencia no es una ley en sí misma, ni puede ésta prescindir de la razón o
suplantar los mandatos de Dios, tal y como enseña la Iglesia. San Juan Pablo II
rechazó explícitamente la posibilidad de que los juicios privados de conciencia
pudieran “legitimar las llamadas soluciones ‘pastorales’ contrarias a las
enseñanzas del Magisterio” o permitir que los individuos violen las normas
morales que no toleran excepciones[20].
La
Iglesia no quiere "sustituir" o burlar la conciencia, a sabiendas de
que las personas son "capaces de desarrollar su propio discernimiento ante
situaciones donde se rompen todos los esquemas”[21]. Pero la conciencia puede errar, y “la
libertad de la conciencia no es nunca libertad con respecto a la verdad,
sino siempre y sólo en la verdad”[22]. Por lo tanto la Iglesia, los padres y
las autoridades legales están llamadas siempre “a formar las conciencias”[23]. La persona que de forma sincera
responde tan generosamente como puede al mandamiento de Dios, está sin embargo
llamada a “permanecer siempre abierta a nuevas etapas de crecimiento y a nuevas
decisiones que permitan realizar el ideal de manera más plena”[24].
Puesto
que las personas son libres, la conciencia puede desarrollarse y madurar. Nadie
está atrapado de forma permanente en una conciencia errónea, y por la gracia de
Dios y la educación moral puede cooperar en la consecución de una conciencia
bien formada. El Papa Francisco señala, por ejemplo, la grave responsabilidad
de los padres en “la educación de la voluntad y un desarrollo de hábitos buenos
e inclinaciones afectivas a favor del bien”, y de la educación moral de
“cultivar la libertad” para “ayudar a desarrollar esos principios interiores
estables que mueven a obrar espontáneamente el bien”[25]. Nos recuerda que la dignidad humana nos
llama a actuar de una manera personal, desde dentro, y es precisamente la formación
en una vida virtuosa la que "construye, fortalece y da forma a la
libertad"[26].
La
conciencia, como ley interna inscrita por Dios "atestigua la autoridad de
la verdad con referencia al Bien supremo por el cual la persona humana se
siente atraída y cuyos mandamientos acoge”[27]. La conciencia es interior, pero la
conciencia es dada por Dios de una forma tal que los mandamientos morales y la
interpretación autorizada de los mandamientos de la Iglesia no son imposiciones
externas sobre la persona. La enseñanza moral forma la conciencia y da luz a la
persona para que pueda reconocer, amar y seguir por propia voluntad la verdad
moral objetiva, por muy incorrectos que hayan sido sus juicios anteriores. Esto
es particularmente cierto para los bautizados, que están unidos a Cristo y
tienen la mente y la vida de Cristo en ellos a través de la gracia (1
Corintios 2:16). No olvidemos la esperanza de la filiación divina: en el
bautismo hemos llegado a ser nuevas criaturas, nacidas de nuevo desde dentro.
Hay
una grave obligación de ayudar en la formación de la conciencia. Como recordó
san Juan Pablo II, en total conformidad con la tradición católica, cuando la
gente se acerca a la Iglesia con preguntas y cuestiones de conciencia "en su respuesta está la voz de
Jesucristo, la voz de la verdad sobre el bien y el mal. En la palabra
pronunciada por la Iglesia resuena, en lo íntimo de las personas, la voz de
Dios....”[28]. Por otra parte, vincula la formación
moral de la caridad del Evangelio mismo: "la pedagogía concreta de la
Iglesia debe estar siempre unida y nunca separada de su doctrina. Repito, por
tanto, con la misma persuasión de mi predecesor: “No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de
caridad eminente hacia las almas”[29].
Alentar
o aceptar silenciosamente un juicio de conciencia erróneo no es ni
misericordioso ni caritativo. Proclamar la Buena Nueva, incluyendo las
exigencias morales ocasionadas por la naturaleza del matrimonio es una obra de
misericordia, y todos los padres, escuelas, instituciones católicas,
profesores, teólogos, pastores, religiosos y obispos tienen "la
'obligación grave' de ser personalmente vigilantes para que se enseñe la
"sana doctrina" (1 Tim 1:10) de la fe y la moral "para la
adecuada formación de la conciencia”[30].
Segundo mal uso:
Bajo ciertas condiciones las
divinas prohibiciones admiten excepciones
Los
factores atenuantes pueden significar que "un juicio negativo sobre una
situación objetiva no implica un juicio sobre la imputabilidad o la
culpabilidad de la persona involucrada”[31]. Por consiguiente, la exhortación señala
que sería "mezquino detenerse sólo a considerar si el obrar de una persona
responde o no a una ley o norma general, porque eso no basta para discernir y
asegurar una plena fidelidad a Dios en la existencia concreta de un ser
humano... Es verdad que las normas generales presentan un bien que nunca se
debe desatender ni descuidar, pero en su formulación no pueden abarcar
absolutamente todas las situaciones particulares”[32]. Como el Santo Padre nos recuerda, la
ley moral no es un garrote: "un pastor no puede sentirse satisfecho sólo
aplicando leyes morales a quienes viven en situaciones ‘irregulares’, como si
fueran piedras que se lanzan sobre la vida de las personas”[33].
Algunos
han utilizado incorrectamente estas consideraciones para afirmar que las
prohibiciones absolutas admiten excepciones, sobre todo cuando la debilidad de
la voluntad o la complejidad de una situación hacen que la altura de la regla
sea extremadamente difícil. Esto es incorrecto.
Es
cierto que el mantenimiento de la ley objetiva no basta para demostrar la fidelidad
total a Dios, como tampoco lo son las leyes morales de fórmulas vacías que se
mantienen incluso cuando las propias intenciones y carácter son indiferentes u
hostiles a sus propósitos. Como recuerda san Pablo, la perfección cristiana no
es un simple mantenimiento de la regla, sino la plenitud de la virtud:
"Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo
caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe... “Aunque repartiera
todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada
me aprovecha" (1 Corintios 13: 1, 3). Como explica Santo Tomás de
Aquino, el recto comportamiento externo de una persona no implica
necesariamente que haya escogido la buena acción por sí misma o por una
disposición firme de la virtud, ni tampoco que haya cumplido la ley con la
perfección de la caridad[34].
Pero
no es menos cierto que ciertas acciones están absolutamente prohibidas, puesto
que en ningún caso es posible elegirlas desde la buena voluntad. Tal y como
explica san Juan Pablo II, para llevar a cabo determinados preceptos positivos,
se admiten una amplia variedad de medios mientras continúen siendo invariables
y universales. Por otra parte, a veces las circunstancias externas pueden
impedir la capacidad de una persona para llevar a cabo tales actos buenos. Por
otra parte, existen mandamientos negativos, o prohibiciones que son
universalmente vinculantes en cualquier circunstancia. No admiten excepción
alguna y nunca se pueden elegir, de ninguna forma o por cualquier razón, en
"conformidad con la dignidad de la persona" o la "bondad de la
voluntad"[35].
Además,
a diferencia de los preceptos positivos, las circunstancias externas nunca
pueden impedir a alguien "que haga ciertas acciones", sobre todo si
uno está dispuesto "a morir antes que hacer el mal"[36]. Hacer el bien, por lo tanto, admite una
mayor flexibilidad y un contexto que el de evitar el mal. Esta es la razón por
la que “la Iglesia ha enseñado siempre que nunca se deben escoger
comportamientos prohibidos por los mandamientos morales, expresados de manera
negativa en el Antiguo y en el Nuevo Testamento… Jesús mismo afirma la
inderogabilidad de estas prohibiciones: ‘Si quieres entrar en la vida, guarda
los mandamientos... No matarás, no cometerás adulterio…’”[37].
Además,
la elección consciente de acciones que violan las prohibiciones morales que no
admiten excepciones sigue siendo intolerable, incluso aunque se haya hecho un
compromiso general o global para el bien −la llamada “opción fundamental”[38]. Esto es, que no basta con tener la
intención general de hacer el bien y ser bueno, incluso cuando se elige
realizar acciones moralmente ilícitas en sí mismas. Algunas acciones jamás
debieron elegirse, y los "preceptos morales negativos, que obligan sin
excepción", han de ser aceptados por los fieles como obligaciones
“declarados y enseñados por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y
Señor"[39].
Aún
así, como se describe a lo largo Amoris Laetitia, la situación real en
muchas sociedades es tal que los valores generales, las leyes, las condiciones
económicas y el cambio de las costumbres sociales significa que muchas personas
se encuentran en situaciones y uniones "irregulares". La Iglesia,
siguiendo el ejemplo y las enseñanzas del Señor, ofrece misericordia. Con la
samaritana, Jesús "dirigió una palabra a su deseo de amor verdadero, para
liberarla de todo lo que oscurecía su vida y conducirla a la alegría plena del
Evangelio"[40]. Confrontándola con su necesidad, su sed
de amor, Él se ofrece a sí mismo, agua viva (Juan 4:10).
Acompañando
a los débiles en su debilidad, Jesús ofrece su propia vida a ellos y para ellos
−la Iglesia hace lo mismo. Como una madre solícita, "la Iglesia está
cerca" de quienes encuentran difíciles las enseñanzas morales sobre el
matrimonio y la sexualidad, de quienes están en situaciones que son "a
menudo muy arduas y a veces verdaderamente atormentadas por dificultades de
todo tipo"[41]. La gracia y la misericordia y el
acompañamiento son el camino de la Iglesia, que cuida de todos, porque Jesús es
el Buen Pastor que no quiere que nadie se pierda.
Al
mismo tiempo, la Iglesia, que es Madre, es también Maestra que "no se
cansa de proclamar la norma moral que debe guiar la transmisión responsable de
la vida. De tal norma la Iglesia no es ciertamente ni la autora ni el árbitro.
En obediencia a la verdad que es Cristo, cuya imagen se refleja en la
naturaleza y en la dignidad de la persona humana, la Iglesia interpreta la
norma moral y la propone a todos los hombres de buena voluntad, sin esconder
las exigencias de radicalidad y de perfección"[42].
Como
Maestra y Madre, "no cesa nunca de invitar y animar, a fin de que las
eventuales dificultades conyugales se resuelvan sin falsificar ni comprometer
jamás la verdad... Por esto, la pedagogía concreta de la Iglesia debe estar
siempre unida y nunca separada de su doctrina"[43]. En su instrucción paciente, la Iglesia
sigue la "ley de gradualidad", sabiendo que las personas crecen en
etapas en su capacidad para conocer, amar, y promulgar la moral buena[44]. Sin embargo, en relación a las
prohibiciones que no admiten excepciones, la ley de gradualidad "no es una
‘gradualidad de la ley’… Porque la ley es también don de Dios que indica el
camino, don para todos sin excepción que se puede vivir con la fuerza de la
gracia, aunque cada ser humano ‘avanza gradualmente con la progresiva
integración de los dones de Dios’…”[45]. Lo que está prohibido es prohibido para
todos, en toda circunstancia.
Tercer mal uso:
La debilidad humana exime del
mandato divino
Con
genuina compasión el Santo Padre nos exhorta a "anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del
Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda
persona" [46]. No podemos olvidar la fragilidad y la debilidad
de los hijos de Dios, o, como de forma realista describen los Padres sinodales,
“en determinadas circunstancias, las personas encuentran grandes dificultades
para actuar en modo diverso. Por esto, aún sosteniéndose una norma general, es
necesario reconocer que la responsabilidad respecto a determinadas acciones o
decisiones no es la misma en todos los casos”[47].
Mientras
la auténtica pastoral acompaña siempre a las personas en su sufrimiento y en su
fragilidad, algunos han hecho un uso incorrecto de la justa insistencia de la
Exhortación sobre la lógica de la misericordia, al afirmar que los actos
objetivamente erróneos pueden ser aceptados, hasta incluso santificados, si se
juzga que él o ella no pueden actuar de otra manera. Esto no sólo es un mal uso
de las circunstancias atenuantes de la responsabilidad subjetiva con
determinaciones de rectitud objetiva, sino que vacía a la cruz de su
poder. Afirmar que los individuos no pueden cambiar su comportamiento es
equivalente a negar la eficacia y el poder de la gracia, a negar que Dios puede
hacer lo que promete.
La
ley moral no es ni ajena ni hostil al bienestar y la capacidad humanos. La ley
moral natural es una ley interna, la ley de nuestra propia naturaleza, y sus
exigencias, aunque exigentes, son conformes a nuestras capacidades naturales y
tiende hacia el cumplimiento de nuestros deseos más profundos: "El orden
moral, precisamente porque revela y propone el designio de Dios Creador, no
puede ser algo mortificante para el hombre ni algo impersonal; al contrario,
respondiendo a las exigencias más profundas del hombre creado por Dios, se pone
al servicio de su humanidad plena, con el amor delicado y vinculante con que
Dios mismo inspira, sostiene y guía a cada criatura hacia su felicidad"[48].
Además,
la vida familiar y el matrimonio no sólo están sostenidos y fortalecidos por la
naturaleza, sino que también lo están por la gracia. Para los bautizados, el
matrimonio es un sacramento y trae consigo la gracia sacramental y la gracia de
estado para ayudar y asistir, fortalecer y convertir: "asumiendo la
realidad humana del amor conyugal en todas sus implicaciones, [el sacramento]
capacita y compromete a los esposos y a los padres cristianos a vivir su
vocación… recibiendo a la vez un mandato al que no pueden sustraerse y una
gracia que los sostiene y los anima”[49].
En su
gran bondad, Dios no emite órdenes desde lejos, sino que siempre nos acompaña,
ofreciendo su amable asistencia a todos los necesitados. Cristo es el gran
médico, el buen pastor y el hermano que ha sido tentado como nosotros y sus
méritos pueden convertirse en los nuestros. Por esto, la ley es "un don
para todos sin excepción… [y] se puede vivir con la fuerza de la gracia"[50].
Sólo
porque la clemente asistencia de Dios está disponible, la Iglesia enseña la ley
de la gradualidad y, de manera cuidadosa identifica los factores atenuantes en
la culpabilidad personal. Si una persona no pudiera crecer, ya sea por
naturaleza o por gracia, no podríamos hablar de gradualidad a medida que se
desarrolla en la responsabilidad, el conocimiento y el amor. Si la gracia no
estuviera presente para ayudarla, estaría sumida en el pecado, incapaz de hacer
otra cosa, sin la libertad de convertirse. No sería libre, y ni la gracia, ni
la misericordia, ni el perdón estarían disponibles para ella, porque no sería
la clase de ser al que todo esto se le ofrece.
Aquellos
seres que operan únicamente por instinto o compulsión natural son incapaces de
acciones voluntarias que pueden ser perdonadas o graciosamente asistidas −tales
seres no están necesitados de la misericordia redentora. Si uno no pudiera
convertirse, la gracia sería impotente, innecesaria e irrelevante. El ser
humano, creado a imagen de Dios “es capaz de conocerse, de poseerse y de darse
libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la
gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor
que ningún otro ser puede dar en su lugar"[51].
En
consecuencia, mientras que la Iglesia sigue la lógica de la misericordia para
todos los que luchan contra la fragilidad, condenar a la inevitabilidad de la
fragilidad y la imposibilidad de hacer las cosas de forma distinta niega la
lógica de la piedad: "en cualquier circunstancia, ante quienes tengan
dificultades para vivir plenamente la ley divina, debe resonar la invitación a
recorrer la via caritatis"[52]. No sólo se invita a vivir en la
perfección del amor ofrecido a cada persona en cada situación, sino que se le
ofrece completamente: "de ninguna manera la Iglesia debe renunciar a
proponer el ideal pleno del matrimonio, el proyecto de Dios en toda su
grandeza… la tibieza, cualquier forma de relativismo, o un excesivo respeto a
la hora de proponerlo, serían una falta de fidelidad al Evangelio y también una
falta de amor de la Iglesia…"[53].
Amoris
Laetitia describe con honestidad y
valentía las graves dificultades a las que enfrentan las familias y los
matrimonios en nuestro tiempo, sin ocultar los retos ni ofreciendo un falso
optimismo. La Buena Nueva nunca es impracticable, ya que depende siempre de la
iniciativa y la acción de Dios, por medio del cual somos capaces de hacer todas
las cosas. La esperanza cristiana, a diferencia del mero optimismo, sitúa
"nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras
fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo"[54]. Confiados en esta esperanza, sabemos
que la presencia del "Señor habita en la familia real y concreta, con
todos sus sufrimientos, luchas, alegrías e intentos cotidianos"[55].
La
gracia está siempre disponible, así como la libertad de nuestra propia
naturaleza, y siempre es compasivo buscar la ayuda de Dios hasta en la más
problemática de las situaciones, puesto que nada puede separarnos del amor de
Dios (Romanos 8: 38-39).
CONCLUSIÓN
ICONOS AUTÉNTICOS Y VIVOS
Con
demasiada frecuencia, y tal vez sobre todo en el furor mediático alrededor de
los Sínodos de 2014 y 2015 y la aparición de Amoris Laetitia, la
enseñanza moral de la Iglesia sobre el matrimonio, la familia y la sexualidad
se ha descrito en un lenguaje de políticas y normas. Aunque hay algo de esto,
no hay que olvidar que la enseñanza de la Iglesia, al final, siempre se
refiere a la Buena Nueva de la salvación hallada en Jesucristo. La belleza y la
dignidad del matrimonio, que nos llega de la mano de nuestro Creador y se nos
revela en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia es "un
Evangelio en sí mismo, una Buena Nueva para el mundo de hoy, especialmente para
el mundo descristianizado"[56].
Puesto
que la verdad sobre el matrimonio hunde sus raíces en la naturaleza humana tal
y como está creada por Dios, y puesto que ha sido elevado por Cristo
transformándolo en un sacramento significando su amor a la Iglesia, la vida
conyugal y familiar se entiende más correctamente a través del Evangelio, a
través de la santa vida, la muerte y resurrección de nuestro Señor, y su
invitación a participar en esa misma vida. "Si la familia logra
concentrarse en Cristo, él unifica e ilumina toda la vida familiar. Los dolores
y las angustias se experimentan en comunión con la cruz del Señor, y el abrazo
con él permite sobrellevar los peores momentos"[57]. La familia es un icono auténtica y viva
de la propia vida comunión y gracia de Dios, un hermoso anuncio y un testimonio
para todos.
Malinterpretar
Amoris Laetitia para apoyar las afirmaciones erróneas identificadas
anteriormente, no sólo vulnera la razón, la ley moral natural, la Escritura, la
enseñanza de nuestro Señor y la enseñanza continua y la Tradición de la
Iglesia, sino que también renuncia al Evangelio.
La
mujer sorprendida en adulterio, no es condenada por Jesús (Juan 8:
1-11). Si ella estuviera condenada, todos estaríamos condenados. Pero no habría
ninguna esperanza si Jesús no hubiera hecho más que abstenerse de condenarla,
porque entonces estaría sumida en su adulterio y su pecado, perdida en la
infelicidad y el deseo insatisfecho. Jesús hace más. Su potente gesto de piedad
abre la puerta de su corazón a la conversión. Abre sus oídos para escuchar su
advertencia: "Ve, y de ahora en adelante, no peques más". Lo que
Jesús le ordena que haga es posible.
Es
una resolución para apartarse de una vida de pecado y vivir de una manera que
hace honor a la misericordia que se le ha extendido. Por su mandamiento hay
esperanza, y la misericordia puede alcanzar su meta de la salvación de la
mujer. La misericordia abre la puerta a la verdad, y la verdad de una nueva
vida en Cristo la libera.
En la
emulación de Jesús, la Iglesia se esfuerza por ofrecer la misma misericordia,
la misma verdad, y la misma esperanza a todos.
+ Mons. Alexander K. Sample
Arzobispo de Portland, Oregón (EE.UU.)
Arzobispo de Portland, Oregón (EE.UU.)
.
NOTAS:
[1] Papa Francisco, Amoris Laetitia [La Alegría
del Amor], 11.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Ibid.
[5] Ibid., 291; citando Relatio Synodi 2014,
28.
[6] Ibid., 86.
[7] Ibid., 7.
[8]
Dei Verbum, Constitución Dogmática
sobre la Divina Revelación, Concilio Vaticano II, 7.
[9] Catecismo de la Iglesia Católica, 84-85.
[10] Ibid., 86; citando Dei Verbum, 10.
[11]
Dei Verbum, 8.
[12] San Vicente de Lérins, Commonitorium, 23.
[13] John Henry Newman, An Essay on the Development
of Christian Doctrine, 1845, II. 5.
[14] Catecismo de la Iglesia Católica, 1640.
[15] Ibid., 1639, 1640.
[16] Ibid., 1776; citando Gaudium et Spes, 16.
[17]
Amoris Laetitia, 267; citando Gaudium
et Spes, 17.
[18] Ibid., 303.
[19] Catecismo de la Iglesia Católica, 1792, 1793.
[20] Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 56.
[21]
Amoris Laetitia, 37.
[22] Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 64.
[23]
Amoris Laetitia, 37.
[24] Ibid., 303.
[25] Ibid., 264, 267.
[26] Ibid., 267.
[27] Catecismo de la Iglesia Católica, 1777.
[28] Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 117.
[29] Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 33;
citando Humanae Vitae, 29.
[30] Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 116.
[31]
Amoris Laetitia, 302.
[32] Ibid., 304.
[33] Ibid., 305.
[34] Tomás de Aquino, Summa Theologica I-II,
100.9, 10; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1826, 1827.
[35] Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 52.
[36] Ibid.
[37] Ibid.
[38] Ibid., 65-68.
[39] Ibid., 76.
[40]
Amoris Laetitia, 294.
[41] Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 33.
[42] Ibid.
[43] Ibid.
[44]
Amoris Laetitia, 295; citando Familiaris
Consortio, 34.
[45] Ibid., 295; citando Familiaris Consortio,
9.
[46] Ibid., 309, citando Misericordiae Vultus,
12.
[47] Ibid., 302.
[48] Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 34.
[49] Ibid., 47.
[50]
Amoris Laetitia, 295.
[51] Catecismo de la Iglesia Católica, 357.
[52]
Amoris Laetitia, 306.
[53] Ibid., 307.
[54] Catecismo de la Iglesia Católica, 1817.
[55]
Amoris Laetitia, 315.
[56] Papa Benedicto XVI, Homilía para la Apertura del
Sínodo de los Obispos para la Nueva Evangelización, 7 de octubre de 2012.
[57]
Amoris Laetitia, 317.
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