LA MARAVILLOSA
"ORACIÓN DE CUARESMA"
DE SAN EFRÉN EL SIRIO.
Efrén de Siria
(306-373)
Diácono, Doctor de la
Iglesia, escritor eclesiástico y músico
Llamado "el arpa
del Espíritu Santo".
Entre todos los himnos y oraciones de
Cuaresma se encuentra una oración breve que podemos llamar la oración de
Cuaresma. La tradición la atribuye a uno de los grandes maestros de la vida
espiritual: San Efrén el Sirio. Y se recita, haciendo al concluir cada párrafo
una postración penitencial.
He aquí el texto:
"Señor y Maestro de vida,
no me abandones
al espíritu de pereza, de desánimo,
de dominación y de vana charlatanería.
Antes bien, hazme la gracia, a mi, tu siervo,
del espíritu de castidad, de humildad,
de paciencia y de caridad.
Sí, Señor-Rey, concédeme el ver mis faltas
y no condenar a mi hermano.
¡Oh, Tú, que eres bendito
por los siglos de los siglos. Amén.
¿Por
qué esta oración breve y tan simple ocupa un lugar tan importante en la oración
litúrgica de la Cuaresma? La razón es porque enumera de una manera muy
afortunada todos los elementos negativos y positivos del arrepentimiento, y
constituye de alguna manera, una ayuda-recordatorio para nuestro esfuerzo de
Cuaresma.
Este
esfuerzo mira primeramente a liberarnos de algunas enfermedades que empapan
nuestra vida y nos ponen prácticamente en la imposibilidad de comenzar a
volvernos hacia Dios.
LOS CUATRO PUNTOS
NEGATIVOS CONSIDERADOS POR EL ARREPENTIMIENTO
Ø La pereza
La enfermedad fundamental
es la pereza. Es esa extraña apatía, esa pasividad de todo nuestro ser, que
siempre nos inclina más bien hacia abajo que hacia arriba y que nos persuade
constantemente de que ningún cambio es posible, ni deseable en consecuencia. Se
trata en efecto de un cinismo profundamente arraigado que responde a toda
invitación espiritual: “¿Y para qué?”, y convierte de esta manera nuestra vida
en un desierto espiritual horrible.
Esta
pereza es la raíz de todo pecado porque envenena la energía espiritual en su misma
fuente.
Ø El desánimo
La consecuencia de la
pereza es el desánimo. Este es el estado de acedia -o de asco- que todos los
Padres espirituales contemplan como el peligro más grande para el alma. La
acedia es la imposibilidad que tiene el hombre de reconocer algo como bueno o
positivo: todo se reduce a lo negativo y al pesimismo. Se trata verdaderamente
de un poder demoníaco dentro de nosotros, porque el diablo es fundamentalmente
un mentiroso. Engaña al hombre sobre Dios y sobre el mundo; llena la vida de
oscuridad y de negación.
El
desánimo es el suicidio del alma, porque cuando el hombre lo posee es
absolutamente incapaz de ver la luz y de desearla.
Ø La sed de dominación
La sed de dominación:
por extraño que parezca son precisamente la pereza y el desánimo los que llenan
nuestra vida del deseo de dominar. Viciando completamente nuestra actitud
frente a la vida, y volviéndola vacía y sin ningún sentido, nos obligan a
buscar compensaciones en una actitud radicalmente falsa con los otros. Si mi
vida no está orientada hacia Dios, no contempla los valores eternos,
inevitablemente se volverá egoísta y concentrada sobre sí misma, lo que
equivale a decir que todos los demás se convertirán en objetos al servicio de
mi propia satisfacción.
Si
Dios no es el Señor y Maestro de mi vida, yo me convierto en mi propio señor y
maestro, el centro absoluto de mi universo, y comienzo a evaluar todo en
función de mis necesidades, de mis ideas, de mis deseos y de mis juicios.
De
esta manera el espíritu de dominio vicia desde su base mis relaciones con los
otros; busco sometérmelos. Este deseo de dominar no se manifiesta
necesariamente en la necesidad efectiva de mandar o de dominar a los otros.
Puede volverse también en indiferencia, desprecio, falta de interés, de
consideración y de respeto. Se trata de la pereza y del desánimo pero esta vez
en su relación con los demás; lo que culmina el suicidio espiritual en un
homicidio espiritual.
Ø Las palabras vanas
Y para terminar: la
vana charlatanería. De todos los seres creados, sólo el hombre ha sido dotado
del don de la palabra. Todos los Padres han visto en ello el “sello” de la
imagen divina en el hombre, porque Dios mismo se ha revelado como Verbo (Jn. 1,
1).
Pero
por el hecho de ser el don supremo, el don de la palabra es precisamente el
mayor peligro. Por el hecho de ser la expresión misma del hombre, y el medio de
realizarse él mismo por esta misma razón es el motivo de su caída y de su
autodestrucción, de su traición y de su pecado.
La
palabra salva y la palabra destruye. La palabra inspira y la palabra envenena.
La palabra es instrumento de verdad y la palabra es medio de mentira diabólica.
Teniendo un excelente poder positivo, ella posee también un terrible poder
negativo. Verdaderamente crea positivamente o negativamente.
Desviada
de su origen y de su fin divino, la palabra se vuelve vana. Tiende una mano
poderosa a la pereza, al desánimo, al espíritu de dominación y transforma la
vida en un infierno. Llega a ser la potencia misma del pecado.
He
aquí, pues, los cuatro puntos negativos considerados por el arrepentimiento;
estos son los obstáculos que hay que eliminar; pero sólo Dios puede hacerlo. De
ahí la primera parte de la oración de Cuaresma: ese grito de fondo de nuestra
impotencia humana.
Después la oración pasa a los objetivos
positivos del arrepentimiento que también son cuatro.
LOS CUATRO PUNTOS
POSITIVOS
DEL ARREPENTIMIENTO
Ø
La castidad
Si
no reducimos este término como muchas veces sucede equivocadamente a su
acepción sexual, la castidad puede ser considerada como la contra-partida
positiva de la pereza. La traducción exacta y completa del término griego
“sofrosyni” y del ruso “tsélomondryié” debería ser “total integridad”. La impureza es ante todo dispersión, fraccionamiento de nuestra visión y de nuestra
energía, incapacidad de ver el todo.
Su
contrario es, pues, precisamente la integridad. Si nosotros entendemos
habitualmente por el término castidad la virtud opuesta a la depravación
sexual, es que el carácter roto de nuestra existencia, no se manifiesta con
mayor intensidad en ninguna otra parte como en el deseo sexual, esa disociación
del cuerpo con la vida y el control del espíritu. Cristo restaura en nosotros
la integridad y lo hace dándonos de nuevo la verdadera jerarquía de valores y
llevándonos a Dios.
Ø La humilidad
El primer fruto maravilloso de esta
integridad o castidad es la humildad. Es por encima de todo la victoria de la
verdad en nosotros, la eliminación de todas las mentiras en las que vivimos
habitualmente. Sólo la humildad es capaz de verdad, capaz de ver y aceptar las
cosas como son y de ver a Dios, su majestad, su bondad, y su amor en todo. Por
ello se nos dice que Dios concede su gracia al humilde y resiste al soberbio.
Ø La paciencia
La
castidad y la humildad vienen seguidas de la paciencia. El hombre “natural” o
“caído” es impaciente porque, estando ciego consigo mismo, está dispuesto a
juzgar y a condenar a los demás. Teniendo una visión fragmentaria, incompleta y
falsa de todas las cosas, lo juzga todo a partir de sus ideas y de sus gustos.
Indiferente a todos, menos a él mismo, quiere que la vida de lo dé todo aquí
mismo, ya.
La
paciencia, pro el contrario es una virtud verdaderamente divina. Dios es
paciente no porque sea “indulgente” sino porque ve la profundidad de todo lo
que existe, porque la realidad interna de las cosas que, en nuestra ceguera
nosotros no vemos, está al descubierto delante de El. Cuanto más nos acercamos
a Dios, más pacientes nos hacemos y más reflejamos ese respeto infinito por
todos los seres que es la cualidad propia de Dios.
Ø La caridad
Finalmente
la corona y el fruto de todas las virtudes, de todo crecimiento y de todo
esfuerzo, es la caridad, este amor que como ya hemos dicho no puede ser dado
más que por Dios, el don que es el objetivo de todo esfuerzo espiritual, de
toda preparación y de toda ascesis.
Todo
esto se encuentra reunido en la petición que concluye la oración de Cuaresma y
en la que pedimos: “ver mis propias faltas y no condenar a mi hermano”. Porque,
finalmente, no hay más que un peligro: el del orgullo.
Por
tanto, no me basta ver mis propias faltas, porque incluso esta aparente virtud
puede volverse orgullo.
Los
escritos espirituales están llenos de normas contra las formas sutiles de una
pseudo-piedad, que en realidad, bajo cobertura de humildad y de autoacusación
puede conducir a un orgullo verdaderamente diabólico: pero cuando nosotros
“vemos nuestras propias faltas” y “no juzgamos a nuestros hermanos”, cuando en
otros términos, castidad, humildad, paciencia y amor son una sola cosa en
nosotros, entonces y solamente entonces, es destruido dentro de nosotros
nuestro último enemigo, el orgullo.
Después de cada petición de la oración nos
postramos. Este gesto no está reservado a la oración de San Efrén, mas
constituye una de las características de toda oración litúrgica cuaresmal.
Sin
embargo, en esta oración su significado se entiende mejor. En la larga y
difícil recuperación espiritual, la Iglesia no separa el alma del cuerpo. El
hombre todo él se ha apartado de Dios en su caída; el hombre entero deberá ser
restaurado; es todo el hombre quien debe volver a Dios.
La
catástrofe del pecado reside precisamente en la victoria de la carne –lo
animal, lo irracional, la pasión en nosotros- sobre lo espiritual y lo divino.
Pero el cuerpo es glorioso, el cuerpo es santo, tan santo que Dios mismo “se ha
hecho carne”.
La
salvación y el arrepentimiento no son pues desprecio o negligencia del cuerpo,
sino restauración de éste en su verdadera función como expresión de la vida del
espíritu, como templo del alma humana que no tiene precio.
El
ascetismo cristiano es una lucha no contra el cuerpo sino en su favor. Por esta
razón, todo el hombre –cuerpo y alma- se arrepiente. El cuerpo participa de la
oración del alma, lo mismo que el alma reza por el cuerpo. Las postraciones,
signos psico-somáticos del arrepentimiento y de la humildad, de la adoración y
de la obediencia, son pues el rito cuaresmal por excelencia.
De “La Gran Cuaresma”, de Alexandre Schmeman.
Ed. Framonpaz, 1986
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