EXTRA ECCLESIAM NULLA SALUS
Lúcida reflexión de un
sacerdote argentino acerca de una situación que se repite hoy referido a un mal
entendido ecumenismo.
Un recordado profesor del Seminario donde
me formé solía utilizar el humor –un humor bastante ácido, por cierto- para
grabar a fuego algunas enseñanzas.
Refiriéndose al diálogo ecuménico e interreligioso, y más en
general a toda forma de diálogo de la Iglesia católica con otras cosmovisiones,
el profesor nos advertía de un riesgo latente: el de extremar la “captatio
benevolentiae”, el de querer “caerle bien” al otro, hasta casi llegar al
ridículo y la inverosimilitud.
En ciertos planteos –afirmaba él, allá por los inicios del
tercer milenio- se subraya tanto la bondad de las doctrinas y prácticas de “las
otras” iglesias, “las otras” religiones y “las otras” visiones del mundo, y se
acentuaba tanto los defectos de la Católica y de sus miembros, que el clásico
adagio de los Padres “Extra ecclesiam nulla salus”
(*), venía a trocarse en “Intra ecclesiam nulla salus:
dentro de la Iglesia no hay salvación”. “Ese podría ser el título de algunos
tratados de eclesiología actuales” remataba.
La enseñanza del Magisterio –contenida en el Catecismo- nos
recuerda que la verdadera grandeza y Santidad de la Iglesia reside (además de
en su Cabeza) en la plenitud de los medios de la salvación (palabra,
sacramentos, ministerio) de los cuales es portadora. Esa plenitud de los medios
de la salvación, además, se ha manifestado eficiente y eficaz a la hora de
“generar” hombres de enorme valía, de amor ardiente, de temple heroica, de
lucidez inusitada, de abnegación desconocida en otras religiones y culturas.
Y como “humildad es andar en verdad”, yo me permito decir que
una Iglesia que ya no se descubre SANTA (reitero, por la plenitud de los medios
de salvación y por la santidad de algunos de sus miembros, desde su Cabeza) no
es una Iglesia humilde, sino mentirosa. Embaucadora. Macaneadora. Es una
Iglesia que duda y abdica de su identidad, de su sacramentalidad salvífica, y
priva por ello al mundo de los tesoros que posee.
Sí, cae bien, cae simpático, decir “qué buenos que son los
otros, qué malos somos nosotros”. Y sí, tal vez, en otros tiempos, pecamos
porque insistimos demasiado en decir “qué buenos somos nosotros, qué malos son
los otros”.
Pero creo es fuente de gran desprestigio y de una enorme pérdida
de fruto apostólico, insistir machaconamente en nuestros aspectos oscuros,
ocultando la potente luz que encontramos en su estructura y su historia, a la
vez que sobreamplificamos los puntos luminosos de otros, sin hacer
ninguna referencia a sus desaciertos.
No es honesto y por ende no es para nada humilde admitir sin más
todas las “leyendas negras”, como si fueran la objetiva realidad histórica.
Porque de este modo, además de alejarnos de la verdad en el caso concreto,
estaríamos canonizando la difamación y el juicio temerario, del cual están
plagadas.
Ese error procedimental –asumido a veces de modo voluntario y
estratégico, como una especie de “táctica de la humildad”- engendra en muchos
católicos un doble sentimiento: de culpa y de inferioridad.
Las calumnias vertidas en los dos primeros siglos contra los
cristianos (recogidas y refutadas por los padres apologistas), hoy parecen ser
lanzadas por algunos de ellos. Al final, los católicos terminamos siendo los
“enemigos de la humanidad”, los responsables de todos los males de la tierra.
Esta culpabilización enfermiza redunda, necesariamente, en un
sentimiento de inferioridad. Que conduce a mirar extasiados “cuántas riquezas
fuera de la Iglesia”, ignorando que ellas mismas, casi en su totalidad, están
presentes en el propio cuerpo, en su pasado o en el presente.
Concluyo reconociendo que el camino del diálogo no es fácil,
nunca lo ha sido. Pero creo que no es una vía auténtica la renuncia a la verdad
y al propio ser, bajo la justificación de la concordia.
Es necesario que reflexionemos serenamente. Que volvamos a
releer los textos del Magisterio en los cuales se nos explica de qué modo y en
qué sentido la expresión “Extra ecclesiam nulla salus” sigue siendo
completamente válida.
La Iglesia es y seguirá siendo el Cuerpo y la Esposa de Cristo.
La Iglesia católica, en su visibilidad concreta, en sus signos sacramentales,
sigue siendo signo e instrumento de la unión con Dios y de los hombres entre
sí.
Afirmar “en la Iglesia católica están TODOS los medios para la
salvación” no sólo no es falta de humildad, sino que es su expresión. Porque
cada uno de esos medios le han sido dados. No son mérito de sus miembros, sino
regalo de la Cabeza y Fundador: Cristo. Negarlos es pecar de ingratos, y de
ciegos.
Y los católicos –pastores y laicos- debemos
dejar de pedir perdón por ser católicos. Debemos dar gracias a Dios y sentirnos
orgullosos de pertenecer a la verdadera Iglesia de Cristo. Como dice el ritual
del Bautismo, justo antes del rito esencial, “esta es la fe de la Iglesia, la
que nos gloriamos de profesar”. Así podemos decir, sin temor a la vanidad ni al
engreimiento: “esta es la Esposa del Cordero, a la cual nos gloriamos de
pertenecer”. Fuera de la cual no hay salvación.
Leandro Bonnin, sacerdote
NOTA:
De la Lumen Gentium, CVII:
(*) El
santo Sínodo [...] «basado en la sagrada Escritura y en la Tradición, enseña
que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Cristo, en efecto,
es el único Mediador y camino de salvación que se nos hace presente en su
Cuerpo, en la Iglesia. Él, al inculcar con palabras, bien explícitas, la
necesidad de la fe y del bautismo, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la
Iglesia, en la que entran los hombres por el Bautismo como por una puerta. Por
eso, no podrían salvarse los que sabiendo que Dios fundó, por medio de
Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria para la salvación, sin embargo,
no hubiesen querido entrar o perseverar en ella» (LG 14). (citado por el
Catecismo de la Iglesia Católica, nº 846) Ver también la Declaración Dominus
Iesus, del año 2000.
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