Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

10 de agosto de 2018

UNA GENERACIÓN DE CATÓLICOS ARGENTINOS ADMIRABLES


HOMENAJE AL
DOCTOR TOMAS D. CASARES
(25/10/95- 28/12/76)



Y en él a una generación de argentinos
que brillaron por su luminosa y operante fe católica
a comienzos del siglo XX.

Un recuerdo necesario en estas horas difíciles que vive el país 
en las que, como cristianos y argentinos, 
se nos exige dar testimonio de la Verdad 
y por sobre todas las cosas de la Caridad.

El discurso del Dr. Mario Amadeo, que hace una síntesis de la vida de este brillante hombre, y nos impele a redoblar esfuerzos para que otra generación tenga un protagonismo colectivo, como lo fueron los Cursos de Cultura Católica, una usina de formación nunca igualada.



Rendimos un justo homenaje en este muro al Dr. Tomás D Casares, Ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, jurista eminente y maestro inolvidable de Filosofía del Derecho, de tantos alumnos y profesores.
Casares fue fundador, Director y alma mater de los Cursos de Cultura Católica, que al decir del recordado Mons. Octavio Derisi, “fue tal vez la mejor generación intelectual católica de nuestro país y que por un natural crecimiento y madurez, vino a convertirse en la Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires”.


Discurso que pronunció el 17 de junio de 1980, 
su gran amigo, el Dr. Mario Amadeo, 
otro de los grandes católicos argentinos de esa generación. 
Estas son sus palabras:

“No es tarea fácil hablar en público de un ser que nos ha sido muy querido. La amistad, como el amor, siente el pudor de exhibirse en lo que tiene de más entrañable. Cuando es mucho lo que hay que decir pareciera que la actitud más decorosa fuera la de guardar silencio, ese silencio que a veces resulta más expresivo que las palabras.

Y cuando el amigo a quien debemos recordar es el Dr. Tomas D. Casares, al deseo de mantener en la intimidad nuestros sentimientos se añade el temor de no afrontar con la altura necesaria la magnitud de la tarea encomendada.

Por eso, sin intentar siquiera el esbozo de un retrato justiciero, me limitaré a evocar la figura de ese varón excepcional tal como lo he visto y conocí do durante los cuarenta y cinco años que duro nuestra amistad. Esa amistad que solo la muerte interrumpió en esta tierra, se ha transformado en permanente y afectuoso recuerdo hasta que la misericordia de Dios permita nuestro reencuentro definitivo.

La primera noticia que tuve del doctor Casares fue a traves de un artículo del diario La Nación allá por el los años 1927 o 1928. Un escritor de aquel tiempo, cuyo nombre es preferible piadosamente olvidar, había escrito en el mismo diario algunos renglones en los que se refería de modo irreverente a Nuestra Señora. La propia dirección del diario desautorizó al autor de la nota y pidió al Doctor Casares que escribiera una versión ortodoxa sobre el mismo tema.

Lo hizo con claridad tan magistral y con versación tan profunda que desde ese momento -a poco de haber superado los 30 años- quedó inscripto entre las figuras más valiosas de su generación.

La presencia de los católicos no era -a comienzos de la década del 20- de gran significación en el campo intelectual y sobre todo no se manifestaba en actividades colectivas. Los miembros del grupo, encabezados por José Manuel Estrada, que librara el gran combate religioso del 80 habían muerto casi todos prematuramente y sólo quedaba vivo entre ellos -como nexo simbólico entre la vieja y la nueva era- el Dr. Emilio Lamarca.

Es verdad que durante el primer cuarto de este siglo algunas figuras destacadas, Indalecio Gómez, Juan Garro, Tomas Cullen y Santiago O. Farrell entre otros habían profesado abiertamente la fe católica. Y que en los Congresos de enseñanza el doctor José Ignacio Olmedo se batía heroicamente, casi en soledad, contra la agresiva y abrumadora mayoría laicista. Es verdad, asimismo, que en discurso memorable el joven diputado Ernesto Padilla había impedido en 1904 la sanción de la ley de divorcio.

Pero no es menos cierto que en ese lapso el laicado católico, colectivamente considerado, no fue una fuerza computable en la vida política de la Nación. Inclusive el intento fallido de crear una Universidad confesional demostró hasta qué punto la mentalidad anticatólica -alimentada en buena medida por la masonería- seguía dominando en la esferas de la cultura y del poder.

El primer signo de que tan dolorosa ausencia llegaba a su fin fue la fundación de los Cursos de Cultura Católica, el 21 de a gosto de 1922. Cuando el doctor Casares cumplió 80 años en 1975 la revista Universitas, órgano de esa Casa de estudios, publicó un número especial en su homenaje y los Cursos fueron el tema central desarrollado por todos cuanto colaboramos en ese recordatorio. Fue sin duda una feliz idea del director de la revista y decano de la facultad, Dr. Santiago de Estrada, elegir esta particular forma de expresarle a Casares nuestra adhesión y nuestro reconocimiento. Fue feliz por un doble motivo. En primer lugar porque la irreductible modestia del personaje principal hubiera rechazado todo testimonio exclusivamente referido a su persona. En segundo lugar porque su nombre y su figura estaban tan indisolublemente unidos a esa obra que, evocar su alcance y sus proyecciones, era como recordarlo a él mismo.

Muchos de los presentes en este acto recordaran esas páginas y no es del caso incurrir aquí en citas fatigosas o en conceptos reiterativos. Baste decir que ellas pusieron de relieve desde los más diversos ángulos el influjo decisivo que los Cursos tuvieron en la renovación producida en el seno del catolicismo y que más adelante habría de proyectarse sobre vastos sectores de la vida Argentina.

Para comprender mejor el alcance de esta transformación preciso es retrotraerse a la época anterior. El panorama no era por cierto reconfortante.

Como ya hemos dicho la enseñanza estaba en manos del liberalismo. Los profesores eran indiferentes y hostiles. Los programas de enseñanza ignoraban la religión y las entidades privadas no podían expedir títulos. La jerarquía eclesiástica estaba trabada por el Patronato, y la supuesta unión entre la Iglesia y el Estado se reflejaba apenas en los Tedeums patrios y en algunas insignificantes migajas del presupuesto. Muy pocos varones adultos asistían a Misa y raros comulgantes se acercaban al altar. Las vocaciones religiosas eran escasas y la mayoría del clero no era argentino.

Este escenario cambio prodigiosamente en un plazo no mayor de diez años, y no cabe duda que fue la Providencia quien eligiera a los Cursos y sus figuras más representativas para que, por su intermedio, el Espíritu Santo derramara sus dones sobre nuestra Patria.

Resulta notable comprobar en qué medida un núcleo tan pequeño, carente casi por completo de recursos económicos, desprovisto de medios de publicidad, mirado inclusive con cierta desconfianza en las propias filas, pudiera ser uno de los factores determinantes de una transformación tan profunda y tan extensa.

Esta desproporción entre causa y efecto, aparte de su razón sobrenatural, revela el poder de la inteligencia para influir en los acontecimientos históricos. La primacía del intelecto se ha manifestado para bien o para mal en todos los cambios sustanciales de la sociedad y han estado siempre presentes en la propia vida de la Iglesia. Justamente en estos días se conmemora la influencia que, sobre el destino de Europa, tuvo la obra cultural emprendida por los monjes de Occidente al cumplirse los quince siglos del nacimiento de San Benito.

La renovación católica del la cual el doctor Casares fue uno de los principales artífices tuvo las más variadas expresiones. Tan variadas fueron que algunas hasta pudieron parecer contradictorias.

Por una parte el movimiento de los Cursos significo una vigorosa revalorización de las fuentes más puras de la ortodoxia doctrinaria. Fueron en efecto los Cursos el primer centro donde los laicos a través de clases regulares y conferencias especiales tuvieron acceso a la filosofía tomista, a la Historia de la Iglesia, a su espiritualidad y a su Liturgia.

Para profundizar más esa enseñanza, a partir de 1936 empezó a funcionar una Escuela de filosofía donde tuvimos maestros de la talla de Sepich, Castellani y Derisi. A la Biblioteca originariamente donada por el doctor Lamarca se incorporaban permanentemente nuevos volúmenes donde se reflejaba en sus vertientes más nobles la vigencia perdurable y universal del pensamiento católico. Los más nuevos no alcanzamos a oír al Padre Gillet. Pero el Curso de teoría del conocimiento que nos dictara Jacques Maritain y la lecciones que por más de un año nos impartiera el ilustre dominico Garrigou Lagrange completaron la formación filosófica que habíamos recibido de nuestros queridos profesores argentinos.

Así pues, nuestra fe y nuestra doctrina estaban basadas en principios inconmovibles. Sin embargo y aquí surge la paradoja feliz, la fidelidad inquebrantable de los principios se conjugó con una capacidad de apertura que antes hubiera parecido insólita hacia otras corrientes ideológicas, sea para recoger y asumir lo que tenían de rescatable, sea para denunciar sus errores, pero sobre la base de un conocimiento serio y objetivo de sus enunciados. Establecido con claridad el rigor dogmático de los postulados básicos, se abrió la más amplia libertad para acoger toda creación cultural que a ellos no fuera explícitamente opuesta

Gracias a ese espíritu de libertad en lo opinable, los Cursos se convirtieron en un gran centro de creación intelectual y estética. Esta fecundidad fue particularmente notable en la Literatura y en las Artes plásticas. Muchos de nuestros escritores y de nuestros poetas -recodemos al pasar los nombres de Bernárdez y Marechal- provenían de movimientos vanguardistas, pero su productividad literaria no se vio constreñida, muy por el contrario al reagruparse en torno al viejo tronco, sus ramas, una vez más, reverdecían.

Lo mismo cabría decir de la pintura y del dibujo. Con talento creador y técnicas novedosas Basaldúa, Ballester Peña, Juan Antonio y Víctor Dehelez marcaron rumbos por los que luego transitarían nuevas generaciones de artistas.

También del grupo formado en los Cursos surgió un periodismo de muy alta calidad intelectual. A ella se agregó la notable presentación tipográfica que debimos a la colaboración diligente y generosa de un gran artesano de la imprenta: Francisco Colombo.


Así fueron apareciendo a la vera de los Cursos, pero con plena independencia mutua, muchas revistas: Signo, Criterio, Numero, Baluarte, sol y Luna y desde luego Ortodoxia (que ella sì fue órgano oficial de la institución). No podemos dejar de rendir aquí un especial homenaje a Criterio que después de más de medio siglo continuó siendo la publicación católica de alta jerarquía que quisieron sus fundadores.

Las revistas que hemos mencionado aparte de la obra de ilustración que cumplieron, dieron otro fruto, tal vez no deliberadamente buscado, pero no por eso menos fecundo: sirvieron para unir con proyectos comunes a generaciones diferentes. El abismo que separa a las generaciones es una tragedia de la vida contemporánea, aquí y en muchas partes del mundo. Nuestras modestas revistas fueron desde este punto de vista un verdadero crisol. En ellas el pensamiento profundo de Carlos Sáenz se daba la mano con el humor jocundo y travieso pero nunca frívolo de Braulio Anzoátegui, las sesudas meditaciones políticas de Samuel Medrano se conjugaban con los ensayos críticos de Mario Pinto, los versos de Dondo, de Jijena y de Etcheverry Garay se entrelazaban con los fantaseos geniales de Jacobo Fijman y con la prosa mística de Dimas Antuña.

No nos hemos apartado del tema al hacer esta reseña, porque en el centro mismo de tan rica actividad estaba la persona del doctor Tomas Casares. Sus absorbentes tareas en otros campos no fueron óbice para que promoviera, estimulara, acompañara y ayudara decididamente a ejecutar con el aporte de su inteligencia, de su voluntad y de su imaginación todo este formidable esfuerzo.

Cosa curiosa: suelen ser las personas muy ocupadas las que disponen de tiempo para realizar lo que los ociosos no consiguen hacer. Casares fue de ello ejemplo típico. Cuidó celosamente sus obligaciones judiciales y docentes. Compartió con solicitud indefectible la parte que le correspondía en la jefatura del hogar y los pequeños y grandes problemas que entraña. Recibió con frecuencia a sus amigos y los visitó cada vez que necesitaban su presencia... Esto solo hubiera bastado a cualquier persona corriente para dar por cumplido sus debe res para con el prójimo y la sociedad.

Pero el doctor Casares no era una persona corriente. Hizo a la perfección todo lo que le exigían sus deberes de estado. Pero además de eso y casi me atrevería a decir por arriba de eso sintió como uno de los imperativos más fuertes de su conciencia la vocación de apostolado, en el sentido más estricto del vocablo fue específicamente realizada por él en el campo de la cultura y mediante el instrumento que proporcionaron los Cursos.

Tanto desde la presidencia de la institución como fuera de ella, su figura fue el centro motor que impulsaba las iniciativas, seguía de cerca su ejecución, concebía los proyectos y vigilaba, con la colaboración diligente del secretario perpetuo Osvaldo Dondo, los asuntos cotidianos. Si Casares no hubiera seguido la carrera judicial (esta actividad suya en los Cursos lo de muestra) no cabe duda de que hubiera sido un competente hombre de gobierno.

Tenía para ello todas las aptitudes necesarias. La primera era el don de mando, de ese mando que más por la coacción se ejerce a través del ejemplo persuasivo. Todos sabían que no exigía a los demás sino una parte pequeña de lo que él se exigía a sí mismo y por eso todos estaban dispuestos a dar más de lo que pedía. Era la encarnación viva del proverbio “suaviter in modo fortite in re”, no perdía la calma ni adoptaba actitudes estridentes. Pero sus decisiones eran claras y categóricas y fueron siempre acatadas por el respeto y el afecto que rodeaba su autoridad.

El doctor Casares no nos perdonaría que en este Acto evocativo de su obra omitiéramos los nombres de dos personalidades que compartieron con él y a su mismo nivel, la misión de hacer de los Cursos uno de los grandes centros de ilustración de esa época. Nos referimos a Atilio Dell’ Oro Maini y a Cesar E. Pico.

Dell’Oro Maini que, con el andar de los años, adquiriría notoriedad nacional e internacional, había compartido con Casares la obra fundacional de los Cursos, cuya creación -según recordó Medrano- bullía ya en su cabeza desde algunos años atrás. Por eso su aporte a la revitalización del catolicismo no podría ser olvidada, inclusive por quienes tuvieron más tarde con èl serias discrepancias políticas.

En cuanto a Cesar Pico, poco podría agregarse a la semblanza que de esta figura impar trazara hace algunos años José María Estrada. Recordemos apenas que a través del Convivio donde se manifestó su centelleante talento y el estilo socrático de su docencia. Pico, el “cura Pico” o el “Vicepapa” -como algunos cariñosamente lo llamaban- ejerció un doble magisterio, intelectual y moral, que todavía perdura entre los que fueron sus discípulos y que confirió una nota de originalidad genial a las ideas que con tanto fidelidad como libertad profesaba.

Hemos tratado hasta ahora de contemplar al doctor Casares en su entorno, es decir en el medio del que fue figura central. Ha llegado el momento de decir algo sobre él mismo, sobre su persona humana tal como las vemos en nuestro permanente recuerdo.

Los que lo conocieron en vida recordaran los rasgos de su imagen corporal. De mediana estatura, de silueta fina y erguida, de mirada suave tras los infaltables lentes, de frente ancha, ampliada por una calvicie precoz pero nunca total, de palabra nítida y acento afable, su voz se volvía especialmente cálida en el dialogo personal. Sin poseer la sonoridad potente del orador de barricada, su palabra tenía la dimensión justa que corresponde a la Cátedra, esa Cátedra que él enalteció en tres universidades. Tenía una elegancia natural realzada por sobrio pero cuidado atuendo. Tenía en general un gran dominio sobre sus emociones, pero dos veces pudimos testimoniar que éstas lo superaban. La primera fue durante la tarde memorable en que la juventud universitaria adhería al Congreso Eucarístico Internacional de 1934. Casares era, en ese acto, el orador principal y allí pronunció la más lograda y elocuente pieza oratoria que le hemos escuchado. Hizo allí la apología de la filosofía de Aristóteles y de Santo Tomás, y señaló su conformidad con la razón natural y con la verdad revelada. Pero hacia el final en un conmovedor “crescendo” destacó la primacía del amor sobre el intelecto y refiriéndose al propio doctor Angélico dijo que las páginas más sublimes de la Suma se desdibujaban en comparación con los Himnos y Secuencias que el propio Santo Tomas había compartido al preparar el Oficio litúrgico del Santísimo Sacramento.

La segunda y última vez que la emoción lo dominó en público fue al finalizar el acto en que se le entregó el primer ejemplar del número de Universitas dedicado a los Cursos e indirectamente a él. Fue sin duda una ordalía la que los amigos del doctor Casares le impusimos con ese homenaje. Pero al propio tiempo, sus ojos humedecidos traducían su gratitud inmensa al sentir volcarse sobre su persona ese don de la amistad al que tan sensible era y que en ese momento se manifestaba con las muchas presencias para el tan queridas.

Casares no era hombre de ágora, de plaza pública. Amaba prontamente al prójimo, como, lo manda el Evangelio, pero no gustaba mucho de la multitud. Por eso su ámbito natural era la intimidad. La intimidad de la familia primero, la intimidad de los amigos después. Y por encima de una y otra, la intimidad con Dios.

De todas las notas que configuraron la personalidad de Tomas Casares, no cabe duda que la religiosidad fue el rasgo prevaleciente. Tenía una fe inconmovible, sólidamente respaldada por su vasta ilustración pero profundamente alimentada por el amor. Era un hombre de oración, y no faltaron amigos que sin querer, lo sorprendieron mientras repasaba las cuentas del Rosario en algún alto de su tarea judicial. Había un perfecto equilibrio en su piedad, tan alejada del vergonzante disimulo como de la vana ostentación. Su amor a la Iglesia se manifestaba en la docilidad filial con que recibía sus enseñanzas y en el respeto que le inspiraban sus Pastores, aceptó los cambios introducidos por el Concilio Vaticano II como un valor entendido, ni siquiera pasó por su cabeza la idea que podía hacerse otra cosa que obedecer y obedecer generosamente.

Dijimos que la amistad ocupo un lugar importante en la vida de Casares. Por eso, entre los momentos más felices de su existencia figuraba –nos atrevemos a suponerlo- esas veladas nocturnas que se hacían en su casa de la calle Melo y a las que su promotor, el inolvidable Mario Mendioroz, llamaba humorísticamente “cavernas”. Allí nos encontrábamos, sin periodicidad fija, un grupo rotativo de amigos algunos infaltables, otros ocasionales, pero nunca pasaron de 10 cada reunión. Era el número ideal para el coloquio sin apartes. Nos reuníamos en la espaciosa Biblioteca, cubierta de libros hasta el techo, y platicábamos a veces hasta bien entrada la noche. No teníamos agenda ni había monopolio de la palabra.

Conversábamos sobre lo que se nos venía en mente, desde los temas más trascendentales hasta los episodios más pasajeros. El repertorio de anécdotas era inagotable y el dueño de casa las proveía en abundancia. Pese a su apariencia exterior un tanto solemne, el doctor Casares tenía un sentido del humor, una vis cómica que constituía probablemente, la faceta más inédita de su personalidad. No solo sabía contar los cuentos con gracia sino que también disfrutaba con juvenil gozo de las historias –ciertas o inventadas- que narraban sus amigos. Pero siempre, aún en las charlas más ligeras, se mantenía la dignidad del tono y se extraía la sabia moraleja.


Durante los largos años en que realizamos estas tenidas una cosa me quedo estrechamente gravada. Casares nunca habló mal de nadie. Alguna rara vez lo vi enojado, inclusive indignado. Pero esos sentimientos no se referían a personas sino a situaciones. Monseñor Derisi en la hermosa nota que escribió para Universitas, dice que la vida de Casares fue una consagración total y amorosa a la Verdad. Por eso, el único que podía llegar a alterarlo era el error malévolo, es decir, la mentira. Pero si bien era inflexible en la defensa de le Verdad, tenía una indulgencia compasiva para juzgar a los que flaqueaban.

Tenía un gran coraje moral y no le faltó ocasión para ponerlo a prueba. Sufrió pérdidas dolorosas en su noble y fecundo hogar y las afrontó con admirable entereza. En todas las altas funciones que desempeñó puso el deber por encima de toda otra consideración, inclusive de la opinión que otros pueden ha era tenido de sus actitudes.

La larga y armoniosa vida del doctor Casares tuvo un ocaso digno de su existencia. Había celebrado sus bodas de oro junto a la digna mujer que Dios le había dado, rodeado de una larga descendencia. Había cumplido los 80 años en pleno vigor físico y mental como San Pablo había combatido el buen combate.

Estaba listo para partir y lo hizo con la naturalidad y con la alegría de quien emprende un viaje anhelado. Por eso, en la suave sonrisa que iluminó su rostro durante las horas postreras y en la paz esperanzada que impregnó sus palabras de despedida, no era un final lo que se advertía. Era un comienzo, era la alborada de una nueva vida, la vida de la eterna bienaventuranza"


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