HOMENAJE AL
DOCTOR TOMAS D. CASARES
(25/10/95- 28/12/76)
(25/10/95- 28/12/76)
Y en él a una generación de argentinos
que brillaron por su luminosa y operante fe
católica
a comienzos del siglo XX.
Un
recuerdo necesario en estas horas difíciles que vive el país
en las que, como
cristianos y argentinos,
se nos exige dar testimonio de la Verdad
y por sobre
todas las cosas de la Caridad.
El
discurso del Dr. Mario Amadeo, que hace una síntesis de la vida de este
brillante hombre, y nos impele a redoblar esfuerzos para que otra generación
tenga un protagonismo colectivo, como lo fueron los Cursos de Cultura Católica,
una usina de formación nunca igualada.
Rendimos un justo homenaje
en este muro al Dr. Tomás D Casares, Ministro de la Corte Suprema de Justicia
de la Nación, jurista eminente y maestro inolvidable de Filosofía del Derecho,
de tantos alumnos y profesores.
Casares fue fundador,
Director y alma mater de los Cursos de Cultura Católica, que al decir del
recordado Mons. Octavio Derisi, “fue tal
vez la mejor generación intelectual católica de nuestro país y que por un
natural crecimiento y madurez, vino a convertirse en la Universidad Católica
Argentina Santa María de los Buenos Aires”.
Discurso que pronunció el 17 de junio de
1980,
su gran amigo, el Dr. Mario Amadeo,
otro de los grandes católicos
argentinos de esa generación.
Estas son sus palabras:
“No es tarea fácil hablar en público
de un ser que nos ha sido muy querido. La amistad, como el amor, siente el
pudor de exhibirse en lo que tiene de más entrañable. Cuando es mucho lo que
hay que decir pareciera que la actitud más decorosa fuera la de guardar
silencio, ese silencio que a veces resulta más expresivo que las palabras.
Y cuando el amigo a quien
debemos recordar es el Dr. Tomas D. Casares, al deseo de mantener en la
intimidad nuestros sentimientos se añade el temor de no afrontar con la altura
necesaria la magnitud de la tarea encomendada.
Por eso, sin intentar siquiera el esbozo de un retrato
justiciero, me limitaré a evocar la figura de ese varón excepcional tal como lo
he visto y conocí do durante los cuarenta y cinco años que duro nuestra amistad.
Esa amistad que solo la muerte interrumpió en esta tierra, se ha transformado
en permanente y afectuoso recuerdo hasta que la misericordia de Dios permita
nuestro reencuentro definitivo.
La primera noticia que tuve
del doctor Casares fue a traves de un artículo del diario La Nación allá por el
los años 1927 o 1928. Un escritor de aquel tiempo, cuyo nombre es preferible
piadosamente olvidar, había escrito en el mismo diario algunos renglones en los
que se refería de modo irreverente a Nuestra Señora. La propia dirección del
diario desautorizó al autor de la nota y pidió al Doctor Casares que escribiera
una versión ortodoxa sobre el mismo tema.
Lo hizo con claridad tan magistral y con versación tan profunda
que desde ese momento -a poco de haber superado los 30 años- quedó inscripto
entre las figuras más valiosas de su generación.
La presencia de los católicos no era -a comienzos de la década
del 20- de gran significación en el campo intelectual y sobre todo no se
manifestaba en actividades colectivas. Los miembros del grupo, encabezados por
José Manuel Estrada, que librara el gran combate religioso del 80 habían muerto
casi todos prematuramente y sólo quedaba vivo entre ellos -como nexo simbólico
entre la vieja y la nueva era- el Dr. Emilio Lamarca.
Es verdad que durante el primer cuarto de este siglo algunas
figuras destacadas, Indalecio Gómez, Juan Garro, Tomas Cullen y Santiago O.
Farrell entre otros habían profesado abiertamente la fe católica. Y que en los
Congresos de enseñanza el doctor José Ignacio Olmedo se batía heroicamente,
casi en soledad, contra la agresiva y abrumadora mayoría laicista. Es verdad, asimismo,
que en discurso memorable el joven diputado Ernesto Padilla había impedido en
1904 la sanción de la ley de divorcio.
Pero no es menos cierto que
en ese lapso el laicado católico, colectivamente considerado, no fue una fuerza
computable en la vida política de la Nación. Inclusive el intento fallido de
crear una Universidad confesional demostró hasta qué punto la mentalidad
anticatólica -alimentada en buena medida por la masonería- seguía dominando en
la esferas de la cultura y del poder.
El primer signo de que tan
dolorosa ausencia llegaba a su fin fue la fundación de los Cursos de Cultura Católica, el 21 de a gosto de 1922. Cuando el
doctor Casares cumplió 80 años en 1975 la revista Universitas, órgano de esa Casa
de estudios, publicó un número especial en su homenaje y los Cursos fueron el
tema central desarrollado por todos cuanto colaboramos en ese recordatorio. Fue
sin duda una feliz idea del director de la revista y decano de la facultad, Dr.
Santiago de Estrada, elegir esta particular forma de expresarle a Casares
nuestra adhesión y nuestro reconocimiento. Fue feliz por un doble motivo. En
primer lugar porque la irreductible modestia del personaje principal hubiera
rechazado todo testimonio exclusivamente referido a su persona. En segundo
lugar porque su nombre y su figura estaban tan indisolublemente unidos a esa
obra que, evocar su alcance y sus proyecciones, era como recordarlo a él mismo.
Muchos de los presentes en
este acto recordaran esas páginas y no es del caso incurrir aquí en citas
fatigosas o en conceptos reiterativos. Baste decir que ellas pusieron de
relieve desde los más diversos ángulos el influjo decisivo que los Cursos
tuvieron en la renovación producida en el seno del catolicismo y que más
adelante habría de proyectarse sobre vastos sectores de la vida Argentina.
Para comprender mejor el alcance
de esta transformación preciso es retrotraerse a la época anterior. El panorama
no era por cierto reconfortante.
Como ya hemos dicho la enseñanza
estaba en manos del liberalismo. Los profesores eran indiferentes y hostiles.
Los programas de enseñanza ignoraban la religión y las entidades privadas no
podían expedir títulos. La jerarquía eclesiástica estaba trabada por el
Patronato, y la supuesta unión entre la Iglesia y el Estado se reflejaba apenas
en los Tedeums patrios y en algunas insignificantes migajas del presupuesto.
Muy pocos varones adultos asistían a Misa y raros comulgantes se acercaban al
altar. Las vocaciones religiosas eran escasas y la mayoría del clero no era
argentino.
Este escenario cambio
prodigiosamente en un plazo no mayor de diez años, y no cabe duda que fue la Providencia
quien eligiera a los Cursos y sus figuras más representativas para que, por su
intermedio, el Espíritu Santo derramara sus dones sobre nuestra Patria.
Resulta notable comprobar en qué medida un núcleo tan pequeño,
carente casi por completo de recursos económicos, desprovisto de medios de
publicidad, mirado inclusive con cierta desconfianza en las propias filas,
pudiera ser uno de los factores determinantes de una transformación tan
profunda y tan extensa.
Esta desproporción entre
causa y efecto, aparte de su razón sobrenatural, revela el poder de la
inteligencia para influir en los acontecimientos históricos. La primacía del
intelecto se ha manifestado para bien o para mal en todos los cambios
sustanciales de la sociedad y han estado siempre presentes en la propia vida de
la Iglesia. Justamente en estos días se conmemora la influencia que, sobre el
destino de Europa, tuvo la obra cultural emprendida por los monjes de Occidente
al cumplirse los quince siglos del nacimiento de San Benito.
La renovación católica del la
cual el doctor Casares fue uno de los principales artífices tuvo las más
variadas expresiones. Tan variadas fueron que algunas hasta pudieron parecer
contradictorias.
Por una parte el movimiento de los Cursos significo una vigorosa
revalorización de las fuentes más puras
de la ortodoxia doctrinaria. Fueron en efecto los Cursos el primer centro
donde los laicos a través de clases regulares y conferencias especiales
tuvieron acceso a la filosofía tomista, a la Historia de la Iglesia, a su
espiritualidad y a su Liturgia.
Para profundizar más esa
enseñanza, a partir de 1936 empezó a funcionar una Escuela de filosofía donde
tuvimos maestros de la talla de Sepich, Castellani y Derisi. A la Biblioteca
originariamente donada por el doctor Lamarca se incorporaban permanentemente
nuevos volúmenes donde se reflejaba en sus vertientes más nobles la vigencia perdurable
y universal del pensamiento católico. Los más nuevos no alcanzamos a oír al Padre
Gillet. Pero el Curso de teoría del conocimiento que nos dictara Jacques
Maritain y la lecciones que por más de un año nos impartiera el ilustre
dominico Garrigou Lagrange completaron la formación filosófica que habíamos
recibido de nuestros queridos profesores argentinos.
Así pues, nuestra fe y
nuestra doctrina estaban basadas en principios inconmovibles. Sin embargo y
aquí surge la paradoja feliz, la fidelidad inquebrantable de los principios se
conjugó con una capacidad de apertura que antes hubiera parecido insólita hacia
otras corrientes ideológicas, sea para recoger y asumir lo que tenían de
rescatable, sea para denunciar sus errores, pero sobre la base de un
conocimiento serio y objetivo de sus enunciados. Establecido con claridad el
rigor dogmático de los postulados básicos, se abrió la más amplia libertad para
acoger toda creación cultural que a ellos no fuera explícitamente opuesta
Gracias a ese espíritu de libertad en lo opinable, los Cursos se
convirtieron en un gran centro de creación intelectual y estética. Esta
fecundidad fue particularmente notable en la Literatura y en las Artes
plásticas. Muchos de nuestros escritores y de nuestros poetas -recodemos al
pasar los nombres de Bernárdez y Marechal- provenían de movimientos
vanguardistas, pero su productividad literaria no se vio constreñida, muy por
el contrario al reagruparse en torno al viejo tronco, sus ramas, una vez más,
reverdecían.
Lo mismo cabría decir de la
pintura y del dibujo. Con talento creador y técnicas novedosas Basaldúa,
Ballester Peña, Juan Antonio y Víctor Dehelez marcaron rumbos por los que luego
transitarían nuevas generaciones de artistas.
También del grupo formado en los Cursos surgió un periodismo de
muy alta calidad intelectual. A ella se agregó la notable presentación tipográfica
que debimos a la colaboración diligente y generosa de un gran artesano de la
imprenta: Francisco Colombo.
Así fueron apareciendo a la vera de los Cursos, pero con plena
independencia mutua, muchas revistas: Signo, Criterio, Numero, Baluarte, sol y
Luna y desde luego Ortodoxia (que ella sì fue órgano oficial de la institución).
No podemos dejar de rendir aquí un especial homenaje a Criterio que después de
más de medio siglo continuó siendo la publicación católica de alta jerarquía
que quisieron sus fundadores.
Las revistas que hemos mencionado
aparte de la obra de ilustración que cumplieron, dieron otro fruto, tal vez no
deliberadamente buscado, pero no por eso menos fecundo: sirvieron para unir con
proyectos comunes a generaciones diferentes. El abismo que separa a las
generaciones es una tragedia de la vida contemporánea, aquí y en muchas partes
del mundo. Nuestras modestas revistas fueron desde este punto de vista un
verdadero crisol. En ellas el pensamiento profundo de Carlos Sáenz se daba la
mano con el humor jocundo y travieso pero nunca frívolo de Braulio Anzoátegui,
las sesudas meditaciones políticas de Samuel Medrano se conjugaban con los
ensayos críticos de Mario Pinto, los versos de Dondo, de Jijena y de Etcheverry
Garay se entrelazaban con los fantaseos geniales de Jacobo Fijman y con la
prosa mística de Dimas Antuña.
No nos hemos apartado del tema al hacer esta reseña, porque en
el centro mismo de tan rica actividad estaba la persona del doctor Tomas
Casares. Sus absorbentes tareas en otros campos no fueron óbice para que
promoviera, estimulara, acompañara y ayudara decididamente a ejecutar con el
aporte de su inteligencia, de su voluntad y de su imaginación todo este formidable
esfuerzo.
Cosa curiosa: suelen ser las personas muy ocupadas las que
disponen de tiempo para realizar lo que los ociosos no consiguen hacer. Casares
fue de ello ejemplo típico. Cuidó celosamente sus obligaciones judiciales y
docentes. Compartió con solicitud indefectible la parte que le correspondía en
la jefatura del hogar y los pequeños y grandes problemas que entraña. Recibió
con frecuencia a sus amigos y los visitó cada vez que necesitaban su
presencia... Esto solo hubiera bastado a cualquier persona corriente para dar
por cumplido sus debe res para con el prójimo y la sociedad.
Pero el doctor Casares no era
una persona corriente. Hizo a la perfección todo lo que le exigían sus deberes
de estado. Pero además de eso y casi me atrevería a decir por arriba de eso
sintió como uno de los imperativos más fuertes de su conciencia la vocación de apostolado, en el sentido
más estricto del vocablo fue específicamente realizada por él en el campo de la
cultura y mediante el instrumento que proporcionaron los Cursos.
Tanto desde la presidencia de
la institución como fuera de ella, su figura fue el centro motor que impulsaba
las iniciativas, seguía de cerca su ejecución, concebía los proyectos y
vigilaba, con la colaboración diligente del secretario perpetuo Osvaldo Dondo,
los asuntos cotidianos. Si Casares no hubiera seguido la carrera judicial (esta
actividad suya en los Cursos lo de muestra) no cabe duda de que hubiera sido un
competente hombre de gobierno.
Tenía para ello todas las
aptitudes necesarias. La primera era el don de mando, de ese mando que más por
la coacción se ejerce a través del ejemplo persuasivo. Todos sabían que no
exigía a los demás sino una parte pequeña de lo que él se exigía a sí mismo y
por eso todos estaban dispuestos a dar más de lo que pedía. Era la encarnación
viva del proverbio “suaviter in modo fortite in re”, no perdía la calma ni adoptaba
actitudes estridentes. Pero sus decisiones eran claras y categóricas y fueron
siempre acatadas por el respeto y el afecto que rodeaba su autoridad.
El doctor Casares no nos
perdonaría que en este Acto evocativo de su obra omitiéramos los nombres de dos
personalidades que compartieron con él y a su mismo nivel, la misión de hacer
de los Cursos uno de los grandes centros de ilustración de esa época. Nos
referimos a Atilio Dell’ Oro Maini y a Cesar E. Pico.
Dell’Oro Maini que, con el
andar de los años, adquiriría notoriedad nacional e internacional, había compartido
con Casares la obra fundacional de los Cursos, cuya creación -según recordó
Medrano- bullía ya en su cabeza desde algunos años atrás. Por eso su aporte a
la revitalización del catolicismo no podría ser olvidada, inclusive por quienes
tuvieron más tarde con èl serias discrepancias políticas.
En cuanto a Cesar Pico, poco
podría agregarse a la semblanza que de esta figura impar trazara hace algunos
años José María Estrada. Recordemos apenas que a través del Convivio donde se
manifestó su centelleante talento y el estilo socrático de su docencia. Pico,
el “cura Pico” o el “Vicepapa” -como algunos cariñosamente lo llamaban- ejerció
un doble magisterio, intelectual y moral, que todavía perdura entre los que
fueron sus discípulos y que confirió una nota de originalidad genial a las
ideas que con tanto fidelidad como libertad profesaba.
Hemos tratado hasta ahora de
contemplar al doctor Casares en su entorno, es decir en el medio del que fue
figura central. Ha llegado el momento de decir algo sobre él mismo, sobre su
persona humana tal como las vemos en nuestro permanente recuerdo.
Los que lo conocieron en vida
recordaran los rasgos de su imagen corporal. De mediana estatura, de silueta
fina y erguida, de mirada suave tras los infaltables lentes, de frente ancha,
ampliada por una calvicie precoz pero nunca total, de palabra nítida y acento
afable, su voz se volvía especialmente cálida en el dialogo personal. Sin
poseer la sonoridad potente del orador de barricada, su palabra tenía la
dimensión justa que corresponde a la Cátedra, esa Cátedra que él enalteció en
tres universidades. Tenía una elegancia natural realzada por sobrio pero
cuidado atuendo. Tenía en general un gran dominio sobre sus emociones, pero dos
veces pudimos testimoniar que éstas lo superaban. La primera fue durante la
tarde memorable en que la juventud universitaria adhería al Congreso Eucarístico
Internacional de 1934. Casares era, en ese acto, el orador principal y allí
pronunció la más lograda y elocuente pieza oratoria que le hemos escuchado.
Hizo allí la apología de la filosofía de Aristóteles y de Santo Tomás, y señaló
su conformidad con la razón natural y con la verdad revelada. Pero hacia el
final en un conmovedor “crescendo” destacó la primacía del amor sobre el intelecto
y refiriéndose al propio doctor Angélico dijo que las páginas más sublimes de
la Suma se desdibujaban en comparación con los Himnos y Secuencias que el
propio Santo Tomas había compartido al preparar el Oficio litúrgico del
Santísimo Sacramento.
La segunda y última vez que
la emoción lo dominó en público fue al finalizar el acto en que se le entregó
el primer ejemplar del número de Universitas dedicado a los Cursos e indirectamente
a él. Fue sin duda una ordalía la que los amigos del doctor Casares le
impusimos con ese homenaje. Pero al propio tiempo, sus ojos humedecidos
traducían su gratitud inmensa al sentir volcarse sobre su persona ese don de la
amistad al que tan sensible era y que en ese momento se manifestaba con las
muchas presencias para el tan queridas.
Casares no era hombre de
ágora, de plaza pública. Amaba prontamente al prójimo, como, lo manda el
Evangelio, pero no gustaba mucho de la multitud. Por eso su ámbito natural era
la intimidad. La intimidad de la familia primero, la intimidad de los amigos
después. Y por encima de una y otra, la intimidad con Dios.
De todas las notas que
configuraron la personalidad de Tomas Casares, no cabe duda que la religiosidad
fue el rasgo prevaleciente. Tenía una fe inconmovible, sólidamente respaldada
por su vasta ilustración pero profundamente alimentada por el amor. Era un
hombre de oración, y no faltaron amigos que sin querer, lo sorprendieron mientras
repasaba las cuentas del Rosario en algún alto de su tarea judicial. Había un
perfecto equilibrio en su piedad, tan alejada del vergonzante disimulo como de
la vana ostentación. Su amor a la Iglesia se manifestaba en la docilidad filial
con que recibía sus enseñanzas y en el respeto que le inspiraban sus Pastores,
aceptó los cambios introducidos por el Concilio Vaticano II como un valor
entendido, ni siquiera pasó por su cabeza la idea que podía hacerse otra cosa
que obedecer y obedecer generosamente.
Dijimos que la amistad ocupo
un lugar importante en la vida de Casares. Por eso, entre los momentos más
felices de su existencia figuraba –nos atrevemos a suponerlo- esas veladas
nocturnas que se hacían en su casa de la calle Melo y a las que su promotor, el
inolvidable Mario Mendioroz, llamaba humorísticamente “cavernas”. Allí nos
encontrábamos, sin periodicidad fija, un grupo rotativo de amigos algunos
infaltables, otros ocasionales, pero nunca pasaron de 10 cada reunión. Era el
número ideal para el coloquio sin apartes. Nos reuníamos en la espaciosa Biblioteca,
cubierta de libros hasta el techo, y platicábamos a veces hasta bien entrada la
noche. No teníamos agenda ni había monopolio de la palabra.
Conversábamos sobre lo que se
nos venía en mente, desde los temas más trascendentales hasta los episodios más
pasajeros. El repertorio de anécdotas era inagotable y el dueño de casa las
proveía en abundancia. Pese a su apariencia exterior un tanto solemne, el
doctor Casares tenía un sentido del humor, una vis cómica que constituía probablemente,
la faceta más inédita de su personalidad. No solo sabía contar los cuentos con
gracia sino que también disfrutaba con juvenil gozo de las historias –ciertas o
inventadas- que narraban sus amigos. Pero siempre, aún en las charlas más
ligeras, se mantenía la dignidad del tono y se extraía la sabia moraleja.
Durante los largos años en
que realizamos estas tenidas una cosa me quedo estrechamente gravada. Casares
nunca habló mal de nadie. Alguna rara vez lo vi enojado, inclusive indignado.
Pero esos sentimientos no se referían a personas sino a situaciones. Monseñor
Derisi en la hermosa nota que escribió para Universitas, dice que la vida de
Casares fue una consagración total y amorosa a la Verdad. Por eso, el único que
podía llegar a alterarlo era el error malévolo, es decir, la mentira. Pero si
bien era inflexible en la defensa de le Verdad, tenía una indulgencia compasiva
para juzgar a los que flaqueaban.
Tenía un gran coraje moral y no le faltó ocasión para ponerlo a prueba. Sufrió pérdidas dolorosas en su noble y fecundo hogar y las afrontó con admirable entereza. En todas las altas funciones que desempeñó puso el deber por encima de toda otra consideración, inclusive de la opinión que otros pueden ha era tenido de sus actitudes.
La larga y armoniosa vida del
doctor Casares tuvo un ocaso digno de su existencia. Había celebrado sus bodas
de oro junto a la digna mujer que Dios le había dado, rodeado de una larga
descendencia. Había cumplido los 80 años en pleno vigor físico y mental como
San Pablo había combatido el buen combate.
Estaba listo para partir y lo
hizo con la naturalidad y con la alegría de quien emprende un viaje anhelado. Por
eso, en la suave sonrisa que iluminó su rostro durante las horas postreras y en
la paz esperanzada que impregnó sus palabras de despedida, no era un final lo
que se advertía. Era un comienzo, era la alborada de una nueva vida, la vida de
la eterna bienaventuranza"
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