Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

21 de mayo de 2017

HOMO EST CAPAX DEI: LA THEOSIS

EL LÍMPIDO CROAR DE LAS RANAS EN LA CIÉNAGA

Reflexión del Monasterio del Cristo Orante acerca del Evangelio Dominical del VI Domingo de Pascua:

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
«Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos.
Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito
para que esté siempre con ustedes:
el Espíritu de la Verdad,
a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce.
Ustedes, en cambio, lo conocen,
porque Él permanece con ustedes y estará en ustedes. 
No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes.
Dentro de poco el mundo ya no me verá,
pero ustedes sí me verán, porque yo vivo y también ustedes vivirán.
Aquel día comprenderán que Yo estoy en mi Padre,
y que ustedes están en Mí y yo en ustedes. 
El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama;
y el que me ama será amado por mi Padre,
 y Yo lo amaré y me manifestaré a él.» 

(Jn. XIV, 15-21)




«La razón más alta de la dignidad humana
consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios.
El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor,
es conservado siempre por amor;
 y no vive plenamente según la Verdad
si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» 
(G.S. 9,1).

La mitad de una verdad no es una verdad a medias; es una mentira. 

El aforismo es conocido. Y abrumadoramente cierto.
 
No obstante, cuando el embaucador se encuentra acorralado, acusado de mentiroso, suele manotear este recurso: bueno, lo que digo no será toda la verdad; la verdad completa será más grande; pero no es falso lo que afirmo.

A lo que hay que retrucar con vigor: ¡sí es falso! Pues en su parcialidad configura una mentira. Es tan falaz su defensa como si yo dijera tener 20 años… los cuales ciertamente tengo, pero muchos más también. La mitad de una verdad es una mentira.

La verdad de nuestra Fe es ciertamente compleja, polifacética, como un diamante de muchas caras. Pero esto no nos exime del inesquivable deber de tener que anunciarla en su totalidad. La túnica sacerdotal no se rasga: es de una sola pieza.

Todo esto es bueno refrescarlo a la hora de plantear la vocación del Hombre. ¿Qué es el Hombre? ¿Qué es el Hombre para que pienses en él?, le pregunta el salmista a Dios.
Desde la verdad completa, hemos de afirmar con claridad y vigor que el Hombre es más que el hombre. O mejor dicho: que el Hombre no está llamado a ser hombre, a ser meramente hombre, sino a ser Dios.

Una formulación del hombre que no diga esto, y así, con todas las letras, no dice una verdad incompleta, a medias, sino una mentira.
Y es esa la gran denuncia que solemos hacer de ciertos humanismos que luchan y promueven una serie de valores humanos muy dignos de ser defendidos y cultivados… pero que si no van por más (y un más que es infinitamente más) mienten la vocación y dignidad a la que ha sido llamado el Hombre. 

El Hombre es la única creatura que está llamada por su Autor a ser más de lo que es. Toda creatura puede desarrollarse, pero esto es siempre un incremento del mismo ser ya recibido: un cerro, un árbol, un conejo pueden crecer pero siempre seguirán siendo eso: un cerro, un árbol, un conejo. 

El Hombre, en cambio, fue creado Hombre pero en orden a ser más que hombre. Y no un poco más, sino para ser infinitamente más que Hombre: para ser Dios.

Los Padres amonedaron una expresión que es brújula crucial para no desvariar en esto: homo capax Dei: el hombre es capaz de Dios. Y no refiere sólo a una capacidad de conocerlo, de entenderlo; este capax (que es un genuino hápax en toda la creación) alude a un potencial, a una posibilidad real de ser como dioses. De ser divinizados. 

Y ese es el fin del Hombre, esa es su capacidad, su aforo, su precio y su premio: la divinización, la theosis, como decían los antiguos.

Volvamos al comienzo del planteo: toda propuesta de vida que apunte a menos que eso, agravia, denigra, rebaja la vocación del hombre. 

Y por eso, es falsa, es mentirosa. Una estafa.

Todo el horizontalismo inmanentista focalizado en que el hombre alcance su desarrollo temporal (en el comer, vestir, los derechos ciudadanos, el estudio, salud, la paz social, etc)… si además no insiste (doblando el brío y el entusiasmo) en ofrecerle Vida divina, vida eterna, es un planteo mentiroso, de un reduccionismo casi imposible de imaginar. Imposible, pues no hay modo de medir cuánto sea ese cesante dejado de lado…

Por eso hace tanto bien el Evangelio de hoy, hablándonos de esta Vida divina fluyendo por dentro nuestro en su abrumadora infinitud. Es respirar aire fresco, puro; inhalar profundamente el único horizonte veraz de la dignidad humana.

Alguno podría objetar: vale ir paso a paso; primero humanizamos al hombre, elevándolo de una vida bestial, inhumana, hasta la estatura de lo humano. Para luego recién, lanzarlo a las alturas místicas de la divinización. 

Suena muy luminoso el argumento. 

Pero esconde una trampa tremenda. Pues esa búsqueda de lo humano (además de no terminar de alcanzarse nunca) termina conspirando contra el proyecto de divinización. Cuando el Hombre se focaliza sólo en ser Hombre y va alcanzando cometidos, corre el riesgo de contentarse con ello y de perder de vista el horizonte de la divinización. Como un renacuajo experto en nadar perdiera entusiasmo por croar…

Valga delatar también otro espejismo: que la divinización no es una suerte de peldaño que se da después de una larga serie de escalones previos humanos… No es la plenitud de lo humano. No es el Hombre perfecto en su punto Omega, ni el Superhombre. La divinización es perpendicular a estas búsquedas horizontales y Dios la ofrece al corazón del hombre en cualquiera de sus curvas.

Ahí están los santos para corroborarlo: los hay ricos y pobres, cultos y brutos, muy cuerdos y medio locos; lo mismo da. La divinización no viene después de la humanización, como una suerte de posgrado. Es la irrupción vertical de lo divino en esta vasija de barro en toda su fragilidad. Como desciende un rayo de luz cenital en el calvero de un bosque. La horizontalidad jamás deviene verticalidad: jamás. Aunque, por una ilusión óptica, el camino que se pierde en el horizonte parezca erguirse…

En todo caso, si hay una experticia en humanidad que pudiera arrogarse la Iglesia es la de ser experta en que el hombre no sea hombre sino más que hombre; experta en hacer que el Hombre sea Dios por participación.

Como el enólogo sabe de vides en orden al vino y no por botánica; o el sacerdote toma el Cáliz lleno de vino en orden a transformarlo en Sangre salvífica, así la Iglesia sabe de humanidad. 

La divinización deja atrás la antigua condición, como la crisálida abandona su capullo. Y si bien es cierto que “la gracia supone la naturaleza” ese “soporte” no actúa sino como lo hace la materia en los sacramentos. 

No hay ícono sin bosque de cedros, ciertamente. Pero no está en el árbol la perspectiva invertida del ícono, sino tan sólo su plano soporte.

La predicación de nuestro Señor es inexorablemente clara al respecto: jamás se detiene en minucias humanas; en cómo aportarnos calidad de vida meramente humana, ni cómo solucionarnos el hambre o las guerras. Nos habla, sin ambages, de recibir la Vida intradivina; de recibir ese mismo Espíritu que es el Aliento con que Dios mismo respira.

Un grueso gotón de Sangre divina cae sobre el inerme cuenco de barro y lo embebe y tiñe y enciende y transforma… haciéndolo una nueva creatura. Como el gusano se vuelve alado, como el renacuajo al fin brinca y canta, así el Hombre, alcanzado por el Aliento divino, accede a las alturas de la Vida misma que Dios vive en Sí. 

Para ese fin de amor fue creado. Y nada, absolutamente nada menos que eso puede saciarlo. 

Toda oferta inferior a eso, es una estafa. Una brutal estafa.
La misma sórdida voz que alguna vez susurró: estira tu mano al árbol y seréis dioses, hoy, con el mismo propósito, invierte la estrategia: aléjate del Madero y conténtate con ser hombre.

Respira en nosotros, Señor, tu divino Espíritu, para que seamos, entre medio del Amor con que el Padre y Tú se aman eternamente.
Danos ser en Ese Espíritu. Que nada nos separe de permanecer en Ti como Tú estás en el Padre.

Que nada ni nadie, Señor y Dios mío, nos distraiga de lo único necesario: de ser amados por tu Padre y por Ti 

Que la viña nos refiera al vino, el cedro al ícono y la viscosa ciénaga, al límpido croar estival de las ranas. 

Tú en nosotros, nosotros en Ti, de vuelo al Padre como crisálida en anástasis.


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