EL DESCUIDO EN LA PRÁCTICA RELIGIOSA
REVISTE UNA GRAVEDAD MAYÚSCULA
Monseñor Salvador D. Castagna,
Arzobispo emérito de Corrientes, Argentina
1.- Sin fe no hay vida
cristiana.
La
mediocridad, en la que el mundo actual mantiene sumergidos a sus habitantes,
constituye el gran obstáculo a la fe cristiana.
A partir de la Resurrección, Cristo no podrá ser visto sino por la fe. Así lo aprenden sus seguidores o discípulos durante aquellos días previos a la Ascensión. El deseo de verlo - como antes - sufrió la desilusión manifestada por Tomás al negarse a creer que el Maestro muerto en la Cruz había resucitado. ¡Qué claro lo afirma el Señor, cuando reitera lo que ocurrirá después de la Resurrección!: “Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero ustedes sí me verán, porque yo vivo y también ustedes vivirán” (Juan 14, 19).
Este texto parece tener como referente el aducido por el Apóstol San Pablo: “El justo vivirá por la fe”. El tema de la fe, que está ocupando el espacio principal en estas sugerencias, no parece despertar mediático interés. Sin embargo, tanto en la enseñanza de Jesús, como en la predicación apostólica, ocupa el lugar central. Sin fe no hay vida cristiana.
Sin adhesión personal al Misterio profesado, el mundo no distinguirá el mensaje que le ofrece el Evangelio y la necesidad que tiene de él.
2.- La cizaña de la
incredulidad se mezcla con el trigo de la fe.
El mal que causa la avalancha de males sobre la humanidad, se llama: incredulidad. Se caracteriza por su clandestina difusión, como la cizaña mezclada con el trigo. La referencia bíblica de la parábola del trigal, amenazado por la siembra maligna de la cizaña, incluye la descripción de una situación actualmente innegable. Su acción invade subrepticiamente todos los órdenes, y debilita a la misma Iglesia. Todo tipo de deserción, en la práctica religiosa, constituye un debilitamiento de la fe.
Es preciso, a la luz de las palabras del mismo Jesús, comprender su sentido: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras” (Juan 14, 23-24). La fidelidad a la Palabra - que es el mismo Cristo - es esencial a la fe. La fe está viva por el amor, o por la fidelidad a Cristo. Cuando el Señor elogia la fe de alguien, reconoce la sincera adhesión del mismo a su divina persona. Es la fe que todo lo logra, hasta el traslado de una montaña al mar, comparada al lozano florecimiento de la humildísima mostaza (Mateo 17, 20).
3.- El trágico descuido
de la práctica religiosa.
Todos debieran examinarse, si se
declaran cristianos, acerca de la práctica de su fe. De ella
depende su auténtica identidad social y religiosa. Me refiero a todo bautizado,
sea sacerdote, consagrado o laico.
La fe, exclusivamente alimentada por la práctica religiosa que le corresponde, logra una identificación que destaca al creyente en su compromiso en medio de los desafíos y riesgos de un mundo en conflicto - como el nuestro - y, por ende, necesitado de continua conversión.
El descuido, en la práctica religiosa - lectura y escucha de la Palabra, celebración de los sacramentos y oración - reviste una gravedad mayúscula. Se acaba de producir una confusión, entre la legítima libertad religiosa y la existencia virósica de expresiones calificadas “religiosas”, frontalmente opuestas a la fe cristiana de la mayoría. No se entiende que en ciertas determinaciones oficiales - mediante directivas emanadas del orden nacional - se intente equiparar el sincretismo religioso, que encubre el umbandismo, con la fe católica y otras denominaciones cristianas.
La Iglesia Católica se destaca por su defensa de la libertad religiosa y de conciencia de todos los ciudadanos pero, reclama, en resguardo de sus propios fieles - mayoría en la Argentina - que no se los desoriente con un discurso oficial confuso, como acaba de ocurrir, con el pretexto de un incomprensible “pluralismo cultural”.
4.- Su fuente de
alimentación es Cristo.
Para que la fe mantenga su
pureza original necesita el acceso a las fuentes que garanticen la pureza de su
alimentación. En la Iglesia Católica son los Pastores quienes, mediante la
predicación de la Palabra y la celebración de los sacramentos, ponen al
servicio de los fieles el alimento que corresponde.
De allí la necesidad del ejercicio del ministerio sagrado al servicio de las diversas comunidades. Incluye, ciertamente, la conveniente formación, espiritual e intelectual de sus responsables. Se producen empeñosos esfuerzos para que esa asistencia sea eficaz, pero, con frecuencia se invierten los valores. Jesús, con su ejemplo de fidelidad al Padre, remarca el valor de la fidelidad personal - o el amor - para decidir quién lo representará.
Ocurre así en el clásico diálogo con Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?” después de repetir por tres veces la misma demanda, le dirige el siguiente encargo: “Apacienta mis ovejas” (Juan 21, 15-17). Los Santos Apóstoles extraen de su amor a Cristo la fuerza evangelizadora que los impulsa hasta el martirio. Aquella jerarquía de valores mantiene hoy íntegra su validez, con particular urgencia.
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