CRISTO VINO AL MUNDO PARA LLEVARNOS CON ÉL AL PADRE
LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR AL CIELO
“Descendiste del Cielo como rocío vivificante,
has traído el perdón y el desierto floreció.
Subes al Cielo como incienso perfumado:
llévanos tras de Ti, a los que te aclamamos.”
San Efrén
Henri de Lubac, fue un agudo, audaz y honesto teólogo jesuita. Importan estos tres adjetivos, elegidos con precisión, para poner en relieve lo que sigue: este gran estudioso de la Patrística fue uno de los precursores y adalides de la gran reforma eclesial del último Concilio. Esgrimía en favor de la mentada reforma con la Patrística en la mano, mostrando cuánto se había alejado la Iglesia moderna de aquel modelo brioso, ígneo, cautivante, con que los Padres subían a los hombres de sus tiempos a la nave alada de la Iglesia, arrastrada en vuelo nupcial ad Patrem.
Digo “agudo, audaz y honesto” pues en su vejez no se cansó de avisar que la cosa había salido distinta a lo planeado... que no, que no era “eso” lo que habían soñado, debatido, cavilado, diseñado con los ojos puestos en los Padres. Un auténtico “arrepentido”, como se dice hoy. Una frase emblemática que quedó de aquel viejo, cansado y defraudado jesuita es la que hoy me interesa destacar para lumbre de la fiesta de la Ascensión. Y dice literalmente así:
“Cristo no vino al mundo para venir al mundo.
Vino al mundo para llevarnos al Padre.”
O en otra expresión análoga, unos años luego:
“Cristo no vino a hacer obra de Encarnación; sino a hacer obra de Redención.”
Pero dejemos al viejo jesuita francés y retrocedamos algunas cuantas lunas. Egeria es una audaz peregrina, que allá por el 380 visitó Tierra Santa desde la Galia romana, narrando con minucioso detalle su intrépido periplo. Estando en Jerusalén participó de la Liturgia que la comunidad cristiana iba formalizando: una magnífica procesión con cánticos y antorchas se realizaba en la víspera de la fiesta de la Ascensión hasta la gruta de Belén, para emprender la marcha desde allí hasta el monte de los Olivos, al lugar exacto de la Ascensión del Señor. La intención del gesto litúrgico era nítido: vincular estrechamente los extremos del arco de la Encarnación. Soldar la gruta con el monte, la hondura del Belén con la plateada copa del olivar. Para que se hiciera patente —en el secreto idioma litúrgico— la profunda convicción de aquellos cristianos: descendió para ascender; descendió solo, para ascender arrastrando en vuelo una multitud.
Ya no en gesto litúrgico sino en verba doctrinal, las homilías de Navidad de los Padres —san León Magno, por caso, Papa en la época de Egeria— se empeñan en afianzar esta inmatizable verdad: se hizo pobre para enriquecernos, se hizo esclavo para liberarnos, se anonadó para exaltarnos, bajó para subirnos. Ese es el Commercium, el admirable intercambio: Dios se hace hombre para que el hombre pueda ser dios. Lo demás es espuma, prescindibles ribetes del barroco. Como insistirán sobre todo los Padres griegos: la “sarkosis” es para la “théosis” (la encarnación es para la divinización).
San Agustín, muy pocos años después, lo dirá así:
“¿Quién es ese que asciende? El mismo que descendió. Has descendido para sanarme, has ascendido para elevarme. Si me elevo a mí mismo caigo;… si me levantas tú, permanezco alzado…A ti que te levantas digo: Señor tú eres mi esperanza, tú que asciendes al Cielo; sé mi refugio.” “¡Llévame tras de Ti, corramos, subamos!”, como remata el Cantar.
Tal vez no sea tanto como batallar en favor del verde de las hojas, pero ciertamente corren tiempos eclesiales en que esta verdad fontal y crucial ha sido un tanto erosionada y borroneada. ¿A qué vino Cristo? ¿Vino a venir o vino a llevar?
Vino para llevarnos,
hay que responder con nítida dicción y tono firme.
Pero mejor, que lo explique Dios mismo. Nada de Papas, Doctores, peregrinas ni jesuitas arrepentidos: Dios mismo.
Veamos: este diáfano arco, esta tersa elipse de un Dios saliendo de Sí para rescatar al hombre, cargarlo sobre Sí, y llevarlo hasta Sí, atraviesa la Escritura entera.
Tal vez la imagen más gráfica y plástica sea la de Isaías 55: como la delgada llovizna, como la muda nieve desciende de los cielos, así desciende este Dios Logos. Y lo hace para que, una vez empapada la tierra, fecundada y germinada, retorne a Dios; mas no retorne vacía (non revertetur ad Me vacuum, dice la Vulgata, en exquisita eufonía), sino que retorne —al Padre, al Eterno mundo intradivino— habiendo cumplido la misión encomendada: rescatarnos.
En parecido registro, el Libro de la Sabiduría (Sab 18,14) va a hablar de esta misma Palabra divina —“Omnipotente”, dirá— que en el momento atmosférico preciso —cuando un peculiar silencio todo lo envolvía y la noche llegaba a su cenit— se lanza, saltando desde el Trono Real, cual implacable guerrero, sobre la ciudad tomada, sobre “la tierra condenada al exterminio”.
Permítanme apretar aquí “pausa”, detener un instante la secuencia del magnífico relato bíblico, para volver a decir lo ya dicho: solemos quedarnos con esta sola medialuna del arco; solemos leer este texto en el contexto navideño y detener aquí el relato... sin percibir la brutal amputación, el bestial truncado de un movimiento que inicia ahora su curva más bella y determinante: entrar a la ciudad tomada, y sacar de allí —como en aquella noche paradigmática Yahvé sacó de Egipto a su Pueblo— a los rehenes y cautivos. Arrebatárselos al enemigo. Dos imágenes bellísimas diademan este texto: la primera es que este guerrero divino “tocaba el cielo mientras pisaba la tierra” estableciendo una suerte de puente y de descarga de su poderío. La otra imagen imponente, es que este intrépido Guerrero-Rescatista, “llevaba en su vestido talar todo el universo y la majestad divina, coronando su cabeza (Sab 18, 24).
Y así como estos dos ejemplos, tantos otros pasajes del Antiguo Testamento aportan —en ese empeño pedagógico de Dios por multiplicar ejemplos e imágenes para explicarse— a que el hombre grabe en la retina de su corazón, casi en un solo golpe de vista, este movimiento divino, de descenso y ascenso, que se ha llamado con justísima precisión “Salvación”. Cuando este Plan llega a su concreción final y determinante, y el Hijo se lanza cual rayo al vientre purísimo de una Virgen, todas estas sombras y figuras aguardan y reclaman que este Movimiento salvífico en Carne describiera en verdad la elipse completa anunciada y profetizada. Podría uno decir —parafraseando un famoso texto de san Bernardo— que Henoc y Elías, arrebatados por Dios; Jacob, con la fresca memoria de su Escala; David, recordando docenas de pasajes de su Salterio; Salomón con su recién citado Guerrero; Isaías y su meteorológico gráfico de lluvias y condensaciones, Ezequiel y su carro de fuego... todos aguardaban expectantes que ese Belén cumplido en el tiempo desembocara en Ascensión.
Ni la mismísima Resurrección tiene un sentido “acabado” sin esta escena, que es la auténtica “resolución” del fraseo que se inicia el 25 de marzo con la Anunciación y Encarnación. La anástasis que se inicia la madrugada de Pascua halla en esta escena del monte de los Olivos su plenitud de sentido y de concreción. ¡Ahora sí —dicen los impacientes espectadores del Antiguo Testamento—, ahora sí que se cumple todo cuanto hemos avisado!
Lo habían avisado ellos, no menos que el mismísimo Señor(Jn 16,28):
“Salí del Padre y vine al mundo;
ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre.”
¡Esa es la sagrada Elipse! Así lo remarca, no menos, ese prístino poema que hace de Obertura al Evangelio de san Juan: se inicia con un Logos junto al Padre, que se hace Carne en el centro mismo del poema, para emprender su resolutivo Retorno al seno del Padre, donde concluye el itinerario.
O, con pluma paulina, es esta misma la música del Himno de la Carta a los Filipenses (2, 6-11), al que el gregoriano supo expresar tan bien con sus fraseos y planeos desde las agudas alturas al grave abismo de muerte y muerte de Cruz, desde donde se inicia un inefable remolino de ascenso —musical y conceptual— del Deus exaltavit illum (Dios lo exaltó) para Gloria del Padre.
Esta es nuestra Fe; esta es la Fe de la Iglesia. En su insobornable integridad, en su inamputable unidad. Atar en amoroso nudo el Niño Jesús al Cristo ascendiendo gloriosamente, es la astucia “gestáltica” para entender la Verdad completa. Para percibir “la figura” del proyecto salvífico.
Y entendiéndola, dejarse apoderar por ella.
¿Dejarse apoderar? ¿Qué significa esto?
Se nos ha ido —por fuerza mayor— demasiado tiempo explicando este verdor foliar, cuando es ahora que llega lo más sabroso del Misterio de esta Fiesta. O al menos, lo que más nos incumbe en primera persona.
Este Cristo, que vemos partir, no parte solo, sino que “sube a lo Alto llevando cautivos”, como dice san Pablo (Ef 4,8), viendo el cumplimiento del salmo (67, 19).
Y este cautivo, destinatario del gerundio, soy yo.
Así como Pablo, personalizando la redención, dice: Cristo murió por mí, uno debe poder decir: Cristo sube a los Cielos llevándome a mí.
La angélica demanda a los Apóstoles, de no quedarse nostalgiosos mirando el cielo (Hech 1,10) —y que el secularismo pretendió forzar interpretando ramplonamente como consigna de no ocuparse ya del cielo sino del suelo— lo que en verdad está objetando es la mirada apenada, la vista lamentada de quien, quedándose, despidiera al que parte.
Varones de Galilea —más bien parecen decir—: ¡qué se quedan aquí mirando el cielo: déjense subir con Él, déjense arrebatar también como Él y con Él!
Como glosa san León Magno: la vista física despide al que parte; mas la mirada espiritual, la visión de la Fe, parte con Él e ingresa sin conflictos en el mismo Cielo y Diestra paterna.
He aquí que se da la hermosura más excelsa de la vocación recibida, y en la que debería írsenos todo deseo, todo empeño, todo orante anhelo: dejarme arrebatar por aquel que “pasa” en su carro alado.
Su paso es furtivo (¡es la Pascua, es la Pascua del Señor!). Como un ave rapaz se echa raudamente sobre su presa para remontarla, así el Señor con nosotros. La verdad más profunda, más pura, más cristalina del cristianismo tiene este escueto nombre: rapto de amor.
Nieva silenciosamente sobre el Monte Umbrío. Las tórtolas, ya crecidas, extienden sus plateadas alas, revestidas al fin de oro inmarcesible. En la punta del peñasco, aguardan. ¿Qué aguardan? El paso del Carro de Dios, con sus caballos ígneos, que emprende vuelo nupcial del Sinaí hasta su Eterno Santuario. ¿Quién, Señor, quién nos diera alas de paloma para volar tras de Ti?
Pero sin hablar, sin pronunciar palabra, pasas, Señor. Pasas en majestuoso ascenso, en torbellino de fuego; y tu Brazo poderoso, estirándose desde el adentro del inefable Vórtice, empuña con suavísima firmeza mi diminuta mano extendida. Llévame tras de Ti, llega a balbucear el alma; y antes que diga el “Ti” ya ha sido arrancada del acantilado. Vértigo y Viento la embargan. Ella ya no es ella; o es más ella que nunca: mas Otro, en un Rapto, liberándola de toda cautividad, la ha hecho su cautiva.
Como Jesús en la Sinagoga de Nazaret, también aquí, en pleno Vuelo ascendente, anoticia el Señor: hoy se cumple esta Palabra; hoy se cumple esta escena evangélica. Y de ese “hoy” vive el cristiano. En ese “hoy” se despliega cada una de nuestras diminutas plegarias. Como dice Jean Corbon —ese magnífico liturgista oriental— del Misterio de la Ascensión pende toda la oración de la Iglesia.
Pues este arco inmenso de la Salvación aludido, se da tanto en la macro-escala de la Historia Universal, como en la escala intermedia de nuestra vida completa. Pero también —y no hay nada más bello que esta filigrana de encaje— se da en la micro-escala de cada experiencia mística cotidiana.
Cada vez que rezamos, cada vez —por poner el ejemplo emblemático— que intentamos nuestra humilde Lectio divina, inclinados con todo el ser sobre el sacro Texto... cual tórtola apostada al borde del peñasco, aguardamos al divino Raptor, en su alado Carro, dispuesto a arrebatarnos a lo Alto. Sobre el ripio suelto de cada versículo, aguardamos al Venado divino, al ágil Cervatillo, Pastor montañés, dispuesto a cargarnos sobre Sí o bien otorgarnos “pies de cierva” para adentrarnos a los Lugares Altos, a las Praderas eternas de la Libertad y la Amplitud.
Ante cada palabra orante vemos, como Moisés, las Espaldas de Dios. Pero no se trata —como anota san Elredo— de un Dios que nos dé las espaldas: sino de un Dios que nos carga a sus Espaldas, nos asume, y nos lleva consigo...
Cada madrugada en que inclinamos nuestro oído atento sobre la Escritura, se cumple Isaías LV, se escucha el bramar del Merkabah —el Carro de Fuego— de Ezequiel, se realiza el Salmo; y sobre todo: se cumple el Gran Arrebato del monte de los Olivos, donde el Río de Fuego que brota del Trono de Dios y del Cordero, como un Jordán retornando a su Surgente, derrama su Cántico al Pozo Eterno del Seno del Padre. Flujo y reflujo del eterno Río trinitario...
Entender la plegaria como Rapto divino —como la misteriosa Acción divina de “ser-arrebatado”— es el único modo de salvarla de ser una mera astucia humana; de ser, sin más, el ingenioso modo de encauzar los deseos humanos de trascendencia. Sólo porque hay en verdad un Raptor, porque hay en verdad un alado Carro de Fuego, es que el “sursum corda” de nuestras cotidianas liturgias es algo más que un vago y vano imperativo kantiano, o una mera arenga optimista (¡arriba ese ánimo!)... Porque hay Ascensión, el “levantemos el corazón” es la escueta consigna por colocarnos en la punta del acantilado, para ser arrebatados al Paso del que Asciende. En definitiva, orar o es una quimera, o es —en el cuerpo o fuera de él, Dios lo sabe— “el rapto al tercer cielo, al Paraíso” (IICor 12,2) donde presenciar —aunque es de noche— lo inefable.
Christus raptus est: este es nuestro Cristo, “el Hijo raptado a Dios” (Ap 12,5); este es el auténtico León alado, que sube, planeando sobre las alas del Viento —en un continuo y perpetuo Presente— a los Cielos eternos, arrancando de cuajo mi existencia, para atravesar —¡conmigo!— el velo del templo, el fuego querubínico del portal celestial y (con)sentarme en la Asamblea divina.
El Dios que se encarnó sin ti —diría Agustín— no sube a los Cielos sin ti.
Y ocurre entonces —pues ocurren cosas en el Cielo, valga avisar—, acontece la escena para la cual hemos sido creados, la instancia en que reposan todos nuestros afanes y anhelos, todas nuestras inquietudes y tormentos, nuestra sed toda: acontece entonces —insisto: en un presente continuo— que este Caudillo y Señor nuestro, ante el Trono de Dios, “no se avergüenza en llamarnos hermanos” (Heb 2,11). Y entonces nos es dado ver —cada madrugada, por las hendijas de cada versículo bíblico— a este divino Guerrero ensangrentado, desensillarme de su vuelo, y —parados ambos ante el Padre celestial— oírle decir, con tono solemne: “Henos aquí, a Mí y a este hijo que Tú me has dado” (Heb 2,13)...
P. Diego de Jesús
Ascensión del Señor
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