LA ORACIÓN Y LA
MISERICORDIA
"La Ecclesia orans"
Recibimos la Acción misericordiosa de Dios, la
guardamos
y la rebalsamos en obras de misericordia.
Somos destinatarios (primero), depositarios
(luego)
y dispensadores (al fin) de esta realidad divina.
Quien invirtiera
estos roles y abordara el Año de la Misericordia desde el hombre, confundiendo
torpemente el sacro misterio de la Misericordia con la plana solidaridad
autogestada, seguirá aportando setentismo horizontalista y secularizante a la
vida de la Iglesia.
“Aquel que tiene poder para devolverle la vida a
los que están muertos,
y no lo hace, es un asesino”.
y no lo hace, es un asesino”.
San Silvano
del Monte Athos
Esta lapidaria
sentencia, de uno de los monjes más grandes que ha dado el siglo pasado, más
que hacer de epígrafe, pretende ser una suerte de pedal de fondo, continuo, que
le otorgue clave y tono a cuanto intentaremos balbucear.
En el decurso
de este año de la Misericordia hemos insistido a tiempo y destiempo, a diestra
y siniestra (vasta siniestra) sobre el peligro de devaluar la categoría
“Misericordia” a una realidad meramente humana, horizontal. Para gritar con el
salmista y el Profeta: ¡Tú eres Dios, sólo Tú eres Dios! ¡Y sólo Tú eres
Misericordia, sólo Tú!
La
Misericordia es una realidad divina. Y todo lo divino es Dios mismo. Con el
Prólogo de Juan podemos decir que En el Principio era la Misericordia y la
Misericordia estaba junto a Dios y la Misericordia era Dios. Y la Misericordia
se hizo Carne y la ejerció entre nosotros. Y nosotros hemos conocido su Poder,
su Acción, su kenótico Movimiento por el que fuimos alcanzados y transformados.
Y sólo por
eso, como un auténtico rebalse de lo recibido, somos capaces de misericordia.
Así como Dios se hace hombre para que el hombre pueda ser divinizado, la
Misericordia se hace Carne, para que toda carne pueda tener entrañas de
misericordia. Por sobreabundancia de lo recibido.
Esta verdad no es ocioso recordarla con insistencia, pues es erosionada y
devaluada a diario por el gravitante poder del antropocentrismo antropotrópico.
Recibimos la
Acción misericordiosa de Dios, la guardamos y la rebalsamos en obras de
misericordia. Somos destinatarios (primero), depositarios (luego) y dispensadores
(al fin) de esta realidad divina.
Quien
invirtiera estos roles y abordara el Año de la Misericordia desde el hombre,
confundiendo torpemente el sacro misterio de la Misericordia con la plana
solidaridad autogestada, seguirá aportando setentismo horizontalista y
secularizante a la vida de la Iglesia. Ofrecerá una impostación, una torpe
mueca, entregará papel pintado sin reservas.
En cambio,
cuando las obras de Misericordia son la genuina entrega del tesoro divino
recibido, ésta tiene el inconfundible poder transformante propio de lo divino.
No es una palmadita al hombro de conmiseración humana: es la Luz divina
actuando en el otro.
Esto vale para todas las obras de misericordia. Esas que la Iglesia catalogó
prolijamente en 7 obras materiales y 7 obras espirituales. Todas son
participación en la misma y única Misericordia divina.
No obstante, estas catorce especies de obras, están planteadas a modo de peldaños, escalones, ascendentes en su grado de participación de lo divino. “Ascenso y descenso del alma por la misericordia”, diría Marechal… De allí que el ejercicio de la misericordia se ha de iniciar dando pan al hambriento y agua al sediento, pero sin detenerse en el ascenso hasta llegar a la plegaria por vivos y muertos como cumbre y plenitud de la misericordia posible.
Hablemos un
poco más en concreto y con precisión de este oficio. De este poder de
intercesión. Se trata del poder más excelso que haya recibido el hombre. El
diminuto humano, elevado a la insólita categoría de hijo de Dios (o sea, a la
categoría de Dios), cobra potestad para modificar el rumbo de los designios
divinos.
Esta es la tesis clave del asunto. Sin la cual la súplica, la intercesión se
nos pulveriza entre los dedos y queda reducida a un placebo tranquilizante.
Esto, jamás formulado así por la Iglesia, no obstante, se cuela por sus
hendijas como un invisible gas letal que va adormilando primero y matando luego
a los orantes de brazos levantados.
Y esto exige, ante todo, un examen de conciencia para revisar mi Fe sobre esta
verdad: ¿creo o no creo que el que pide recibe, que al que llama se le
responde, que todo cuanto supliquemos en su Nombre será escuchado y atendido y
concedido? ¿Creo o no creo?
Creemos en
definitiva que es más efectivo visitar a un enfermo o a un preso o incluso
corregir al errado o consolar al triste, porque esta catorceava obra nos
resulta… un tanto exigua, nimia, vaporosa. Casi un eufemismo de caridad.
(Y nos cuesta rezar, nos “pesa” esta carga, no tanto por el peso mismo de la tarea, sino por el peso de la desconfianza. No es el peso que soporta Atlas sino el peso de Sísifo…).
(Y nos cuesta rezar, nos “pesa” esta carga, no tanto por el peso mismo de la tarea, sino por el peso de la desconfianza. No es el peso que soporta Atlas sino el peso de Sísifo…).
Cuando en verdad, la súplica, pasando por uno de tantos hobby de gente sobrada
en tiempo, es el punto de apoyo de la palanca que mueve al mundo y secretamente
lo ilumina. La plegaria, decía san Juan Clímaco es conversación con Dios y
conservación del mundo.
Como Abraham negociando con Dios el rescate de Sodoma, o María en Caná. (El
primer milagro de Cristo es simultáneo al primer acto suplicante de la Iglesia,
dirá Newman).
Somos elevados
a la dignidad de causa en los Designios divinos.
Ciertamente no
yerra Platón al insistir que “es imposible corromper a los dioses comprando su
benevolencia”. Comprar no. Sino que Él ha resuelto, libérrimamente, regalar
este poder a los hombres. A los hombres divinizados.
“Si ves a tu
hermano pecar... reza por él y le darás vida” (1Jn 5,16). No hay pecado de
omisión que pueda competir en gravedad con el abismo de este poder otorgado. De
aquí el epígrafe que encabeza este texto, que de algún modo condensa en
lapidaria sentencia todo cuanto hay para decir.
Va de nuevo:
“Aquel que tiene poder para devolverle la vida a los que están muertos, y no lo
hace, es un asesino”. Impactante es la fuerza con que lo expresa el gran
maestro copto Matta el Meskin (Mateo el pobre), en un corto tratadillo titulado
La oración por los demás: una grave responsabilidad: “si por un motivo
cualquiera dejas de rezar por los pecadores que viven a tu alrededor y omites
suplicar en su favor, morirán en su pecado. La negligencia en la oración llega
así a su colmo y provoca las más graves consecuencias. El pecador muere en su
propio pecado por no haber despertado tú su alma. ¿Cómo podrás justificarte, si
has descuidado rezar por él y le has privado del manantial de Vida del que Dios
te ha hecho responsable?”
En verdad:
escalofriante...
Somos, todos,
la Ecclesia Orans, la Iglesia Orante, Esposa del Omnipotente. Ella es la nueva
Dalila que ha robado el secreto del poder del corazón a su Amado.
Hay un
misterio adicional, que es el de la sustitución vicaria. Un misterio por el
cual asumo lo ajeno y me hago cargo. Vale y aplica para muchos asuntos. También
para la plegaria. La oración “por” los otros puede hallar en ese “por” no sólo
un sentido direccional, destinatario, sino sustitutivo, “en-lugar-de”. Rezo por
Fulano, que no sabe rezar, o que no puede rezar o que no quiere rezar. Rezo en
lugar de aquellos que no tienen Fe. Y que por tanto, como decía Chesterton,
padecen esa máxima desgracia del ateo: no saber a quién agradecer cuando las
cosas salen bien. O rezo por aquellos que hundidos en el fango del pecado no se
atreven a levantar los ojos al Cielo…
Y aquí hay
algo crucial: es mi carencia raigal la que genera una empatía, un pathos, que
me permite abrazar al mundo y clamar por él. Desde las honduras de la fisura
primordial, llorando a las puertas cerradas del Edén, es que se hace posible la
lacrimosa súplica universal. En definitiva, la oración por los otros es genuina
cuando los otros ya no son otros sino otro-yo.
La súplica
audaz, intrépida, insistente, infatigable, es como una flecha encendida, una
saeta al Corazón de Dios. Como elfos diestros debemos recargar cada aurora
nuestra aljaba y, una por una, estirar la flecha en el arco y lanzarla sin
ambages.
Claro que para
que esto cobre el verdadero relieve que merece, es crucial entender el grado de
urgencia en que vive la Humanidad. Sin esto, sería como hacer una égloga del
buen soldado y de su invalorable misión… ¡sin hipótesis bélica alguna! Pues no
es el caso. Urge entender que estamos en guerra. En una guerra sangrienta y
atroz. Urge entender que el Mundo no está quieto y sereno en un punto de paz y
equilibrio (y no por una guerra interplanetaria, como se decía en los sesenta o
por una tercera guerra mundial como se dice hoy). El tema es mucho más
profundo.
El cosmos
entero, el orden creado yace en un abrupto plano inclinado volcado hacia el
caos y descomposición final. Sólo una ínfima cuña, katejón, evita la caída
libre al abismo. Y esa cuña es la plegaria de los santos.
¡Arde el mundo
en llamas!, arengaba santa Teresa a sus monjas para que no desfallecieran en la
irremplazable misión de intercesión. Si Moisés baja los brazos, gana Amalek; si
los levanta, gana Israel. Es así de simple. De escalofriantemente simple. Por eso,
digámoslo de nuevo: quien haya recibido como don, el poder de revivir un muerto
y no lo revive, es responsable de esa muerte. La plegaria es ese poder de
resucitar muertos. La no-plegaria es fratricidio.
Ascenso y
descenso del alma por la misericordia; subiendo y bajando por los catorce
peldaños. El dinamismo sinérgico que este ejercicio grácil es uno de los rasgos
identitarios de lo cristiano. Pues, una vez reconocidos los catorce escalones,
comienza la danza, el subir y bajar cuál ágil cervatillo, fusionando las obras
materiales con las espirituales. Es el secreto más exquisito de lo cristiano:
una misericordia encarnada, hilemórfica dirían los antiguos, desmarcada tanto
de macilentos asistencialismos como de piedades fantasmagóricas.
En cuerpo y
alma. En carne y pneuma.
Helder Camara
decía en los años setenta que no se le podía anunciar el Evangelio a quien
tenía hambre; que primero había que darle de comer y luego recién hablarle de
Dios. La sentencia cuenta con esa peculiar luz (intensa, ciertamente) propia de
los engañosos sofismas del Enemigo. La falacia es fatal. Y la trampa radica en
el maldito “o-una-cosa-o-la-otra” con que se disgrega, se desgarra todo lo
cristiano, cuya experticia es la de unir, vincular, sumar, superponer, lo uno
con lo otro. ¡Háblale de Dios mientras le das de comer! Que si esperas a
resolver lo primero para abordar lo segundo, eso segundo no llegará jamás.
Pero no sólo por esto. Sobre todo para que las obras de misericordia tengas
cuerpo y alma, tengan carne y espíritu y no sean ni cadáveres asistencialistas
ni fantasmas piadosos. La oración por los demás unge y anima cualquier otra
obra de misericordia, otorgándole la vitalidad y el brío que sólo ella puede
darle.
Ejemplifiquemos.
Es bueno darle
una limosna al mendigo. Un billete sano, de los que dejan agujero en la
billetera, no de los que estorban. Ese es un peldaño. Y es bueno, a la noche,
al hacer mis oraciones, recordarlo y rezar por él. Otro peldaño. Pero el gran
desafío de una misericordia completa y encarnada es poder, al entregarle el
billete, decirle: ¿conoce el Padrenuestro? ¿Podremos rezar juntos uno, yo por
sus intenciones y Usted por las mías?
Eso es
sinergia.
Eso es
espíritu encarnado.
Eso es
cristianismo.
Visito un
enfermo y le llevo flores, una revista, mi mejor sonrisa, compañía… y doy el
salto al piso catorce: ¿estás para que recemos juntos un par de avemarías? Y si
está muy mal, uno le dice: yo las rezo, vos, por adentro, acompañalas…
Ad ínvicem,
decían los antiguos. Una bella expresión con que solía concluirse una carta:
oremus ad ínvicem. No hay débito mayor que nos debamos los unos a los otros. No
hay pecado de omisión más brutal, más abisal, que éste. Tenemos poder de
devolver la vida a los muertos: Dios nos libre de no devolvérsela, pues se nos
dirá en el Juicio: ¡asesino! Y nosotros intentaremos un “¿cuándo Señor, cuándo?
Si yo jamás empuñé un arma”. Y resonará entonces, como un trueno ensordecedor,
la sentencia athonita: Aquel que tiene poder para devolverle la vida a los que
están muertos, y no lo hace, es un asesino.
Diego de Jesús
Las
Victorias, Buenos Aires, invierno 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario