Discurso al Congreso
de los hombres de Acción Católica del Papa Pío XII
(Domingo, 12 de
octubre de 1952, en la inauguración
de un templo en Roma dedicado al Papa San León Magno, al cumplirse 1500 años de
cuando Atila se retira y no ataca Roma gracias a la intervención de este Papa
en el otoño del año 452).
En este año 2017, en que coinciden tres
aniversarios cruciales:
Ø Los 500 años del inicio de la Reforma protestante
("Cristo sí, Iglesia
no"),
Ø los 300 años de la fundación de la Masonería
moderna
("Dios sí,
Cristo no")
Ø y los 100 años de la Revolución comunista en Rusia
("Dios ha muerto o, mejor
dicho, nunca ha existido")
Recordamos un discurso profético del Papa Pacelli,
que hace referencia a estos tres axiomas tan actuales.
Al contemplar esta
magnífica reunión de hombres de Acción Católica, la primera palabra que viene a
nuestros labios es de agradecimiento a Dios por habernos regalado un
espectáculo tan grandioso y devoto; después, de reconocimiento a vosotros,
queridos hijos, por haberlo querido realizar ante nuestra mirada exultante.
Nos sabemos bien
cuáles nubes amenazantes se espesan sobre el mundo, y sólo el Señor Jesús
conoce nuestra continua ansiedad por la suerte de una humanidad de la que Él,
Supremo Pastor invisible, quiso que Nos fuésemos visible padre y maestro. Ella
mientras tanto procede por un camino que cada día se manifiesta más arduo,
mientras parecería que los medios portentosos de la ciencia debiesen, no
digamos «cubrirlo de flores», pero al menos disminuir, si no directamente
extirpar, el cúmulo de cardos y de espinas que lo obstruyen.
De vez en cuando
sin embargo –para confirmarnos en esta preocupada ansiedad– Jesús en su bondad
quiere que las nubes se rasguen y aparezca triunfante un rayo de sol; signo de
que incluso las nubes más oscuras no destruyen la luz, sino que solamente
esconden su fulgor.
Y he aquí ahora un
pacífico ejército de hombres militantes en la Acción Católica Italiana;
cristianos vivos y vivificantes; pan bueno y a la vez preciosísimo fermento en
medio de la masa de los otros hombres; ciento cincuenta mil, la mayor parte
padres de familia, que viven su bautismo y se esfuerzan para hacerlo vivir a
los otros. No sois todos.
Cientos de miles de
hombres católicos, retenidos están aquí presentes con el ardor de su espíritu,
de su fe, de su amor. Hombres maduros y de toda condición: gerentes,
profesionales, empleados, docentes, obreros, trabajadores del campo, militares:
todos hermanos en Cristo, todos unidos como en un solo latido de un solo
corazón.
Quisiéramos que
también vosotros pudierais admirar la estupenda visión que se ofrece en este
momento a nuestros ojos; anhelaríamos que sintieseis en lo profundo del alma
con cuánto amor Nos quisiéramos –si fuese posible– descender en medio de
vosotros y abrazaros a todos, como si fueseis uno solo.
¡Queridos hijos! Habéis venido a Roma para festejar los treinta años de
vuestra Unión –la primera de las Asociaciones Nacionales de Acción Católica–.
Hace cinco años, los hombres que coincidieron en la Urbe eran setenta mil; hoy
ese número se ha duplicado y es algo más que un símbolo del multiplicado fervor
de vuestra vida cristiana.
Hoy a mediodía un
nuevo acorde de campanas se ha agregado al anillo sonoro de todos los bronces
sagrados de la Urbe, que saludan a María e invitan a los fieles a honrarla. En
aquella hora vosotros habéis querido hacernos a Nos, Obispo de Roma, un don
particularmente grato. En el corazón de un barrio densamente poblado de nuestra
querida Ciudad, por impulso de vuestro incansable Asesor Eclesiástico Central,
sobre los diseños de un joven arquitecto miembro de la Acción Católica, ante la
admiración de cuantos han podido observar la complejidad del proyecto y la
rapidez de la ejecución, gracias a la habilidad y a la tenacidad de los
trabajadores, vuestra Unión ha hecho surgir, con todos los edificios y las
obras anexas, una iglesia bella y espaciosa, sede de parroquia, dándole el
nombre de San León Magno.
Nos estimamos que
no herimos a nadie diciendo que de este Pontífice, grande entre los grandes,
pocos conocen su intrépida actividad por el bien civil y social de Roma y de
Italia, para conservar la pureza de la fe y para reordenar y reforzar la
organización eclesiástica; quizás no muchos recuerdan que una gran parte de su
actividad fue gastada en la lucha contra la herejía monofisita, que negaba en
Cristo dos naturalezas, la humana y la divina, realmente distintas, sin fusión
ni mezcla.
Pero todos saben
que, mientas Atila, rey de los hunos, descendía victorioso en Italia,
devastando la Venecia y la Liguria, y se aprestaba a marchar sobre Roma, el
Papa León reanimó al Emperador, al Senado y al pueblo, todos presas del terror;
después partió inerme y fue al encuentro del invasor sobre el Mincio. Y Atila
lo recibió dignamente y se alegró tanto de la presencia del summus
sacerdos, que renunció a toda acción de guerra y se retiró más allá del
Danubio. Este hecho memorable ocurrió en el otoño del año 452, de donde Nos
estamos felices de conmemorar aquí solemnemente con vosotros el decimoquinto
centenario.
¡Queridos hijos,
hombres de Acción Católica! Cuando nos enteramos de que el nuevo templo debía
ser dedicado a San León I, salvador de Roma y de Italia de la avalancha de los
bárbaros, nos ha venido el pensamiento de que quizás vosotros queríais
referiros a las condiciones actuales. Hoy no sólo la Urbe e Italia, sino el
mundo entero está amenazado.
Oh, no nos
preguntéis cuál es el “enemigo”, ni cuáles vestimentas usa. Él se encuentra en
todas partes y en medio de todos; sabe ser violento y furtivo. En estos últimos
siglos ha tratado de realizar la disgregación intelectual, moral y social de la
unidad en el organismo misterioso de Cristo. Ha querido la naturaleza sin la
gracia; la razón sin la fe; la libertad sin la autoridad; a veces la autoridad
sin la libertad.
Es un “enemigo” vuelto cada vez más concreto, con
una falta de escrúpulos que deja todavía atónito: Cristo sí, Iglesia no.
Después: Dios sí, Cristo no. Finalmente el grito impío: Dios ha muerto; más bien:
Dios nunca ha existido.
Y he aquí el
intento de edificar la estructura del mundo sobre fundamentos que Nos no
dudamos en señalar como principales responsables de la amenaza que se cierne
sobre la humanidad: una
economía sin Dios, un derecho sin Dios, una política sin Dios.
El “enemigo” se ha
esforzado y se esfuerza para que Cristo sea un extraño en la Universidad, en la
escuela, en la familia, en la administración de justicia, en la actividad
legislativa, en el consenso de las naciones, allí donde se determina la paz o
la guerra.
Él está
corrompiendo el mundo con una prensa y con espectáculos que matan el pudor en
los jóvenes y las jóvenes y destruyen el amor entre los esposos; inculca un
nacionalismo que conduce a la guerra.
Vosotros veis,
queridos hijos, que no es Atila quien presiona a las puertas de Roma; vosotros
comprendéis que sería vano, hoy, pedir al Papa que se mueva y vaya a
encontrarlo para detenerlo e impedirle sembrar la ruina y la muerte.
El Papa debe, en su
puesto, vigilar, orar y prodigarse incesantemente, a fin de que el lobo no
termine de penetrar en el aprisco para secuestrar y dispersar la grey
(cfr. Juan 10,12); también aquellos que comparten con el Papa
la responsabilidad del gobierno de la Iglesia hacen todo lo posible para
responder a la espera de millones de hombres, los cuales –como expusimos el
pasado febrero– invocan un cambio de ruta y miran a la Iglesia como el válido y
único timonel. Pero esto hoy no basta: todos los fieles de buena voluntad deben
conmoverse y sentir su parte de responsabilidad en el éxito de esta empresa de
salvación.
¡Queridos hijos,
hombres de Acción Católica! La humanidad actual, desorientada, perdida,
descorazonada, tiene necesidad de luz, de orientación, de confianza.
¿Vosotros queréis
con vuestra colaboración –bajo la guía de la sagrada Jerarquía– ser los
heraldos de esta esperanza y los mensajeros de esta luz? ¿Queréis ser
portadores de seguridad y de paz? ¿Queréis ser el gran y triunfal rayo de sol
que invita a despertar del sueño y a trabajar con fuerza? ¿Queréis convertiros
–si a Dios le place así– en animadores de esta multitud humana, en espera de
vanguardias que la precedan?
Entonces es
necesario que vuestra
acción sea ante todo consciente. El hombre de Acción
Católica no puede ignorar lo que la Iglesia hace y pretende hacer. Él sabe que
la Iglesia quiere la paz; que quiere una más justa distribución de la riqueza;
que quiere levantar la fortuna de los humildes y de los indigentes; sabe que
Cristo, Dios hecho hombre, es el centro de la historia humana; que todas las
cosas han sido hechas en Él y para Él. Él sabe que la Iglesia, cuando augura un
mundo distinto y mejor, piensa en una sociedad que tenga por base y fundamento
a Jesucristo con su doctrina, sus ejemplos y su redención.
En segundo lugar es
necesaria que vuestra
acción sea iluminadora. En vuestras fábricas, en vuestras
oficinas, en las calles, en los lugares donde obtenéis la sana recreación o el
necesario descanso, os encontraréis casualmente con hombres “que tienen ojos
para ver y no ven” (Ezequiel 12,2). ¡Hoy, por ejemplo, se encuentra
pobre gente persuadida de que la Iglesia, que el Papa, quieren la explotación
del pueblo, quieren la miseria, quieren –parecería inimaginable– la guerra! Los
autores y propagadores de estas horrendas calumnias logran escapar de la
justicia de los hombres, pero no podrán sustraerse al juicio de Dios. ¡“Vendrá
un día…”! ¡Señor, perdónalos! Entretanto sin embargo es necesario aprovechar
toda ocasión para abrir los ojos a esos ciegos, a menudo más víctimas de engaño
que culpables.
Además, es
necesario que vuestra
acción sea vivificante. La Acción Católica no será realmente
tal si no actúa sobre las almas. Las grandes reuniones, los magníficos desfiles
y las manifestaciones públicas son ciertamente útiles. ¡Pero ay con confundir
los instrumentos con los fines para los cuales deben ser utilizados! Si vuestra
acción no llevase la vida del espíritu adonde está la muerte, si no buscase
sanar esa misma vida donde está enferma, si no la fortificase donde está débil,
sería en vano. Sabemos que vuestra Presidencia General ha preparado un programa
de trabajo “capilar”, para volver eficiente la presencia de los católicos
militantes en cada lugar y con todas las personas entre las cuales viven. De
esa “base misionera”, como se ha querido llamarla, sed por lo tanto vosotros
los principales componentes y propulsores.
Vuestra acción sea también unificadora. Estad unidos
entre los miembros de una misma Asociación; unidos entre las diversas
Asociaciones; unidos con las otras “ramas” de la Acción Católica. Pero estad
unidos y haceos promotores de unión también con las otras fuerzas católicas,
que combaten vuestras mismas incruentas batallas y tienden a vencer en vuestra
misma lucha.
¡Queridos hijos!
¿Queréis ser fuertes? ¿Queréis ser, con la ayuda de Dios, invencibles? Estad
prontos para sacrificar al bien supremo de la unión, no digamos los caprichos
–es evidente–, sino también cualquier idea o programa que pudiese pareceros
genial. La unión, sin embargo, no es uniformidad. Ésta destruiría la variedad
de las fuerzas; variedad que no tiene solamente un valor estético, sino que
también acarrea ventajas estratégicas y tácticas de primerísimo orden.
Vuestra acción sea finalmente obediente. Ninguno más que
Nos desea que el laicado salga de un cierto estado de minoría de edad, hoy más
que nunca inmerecido, en el campo del apostolado. Pero, por otra parte, es
evidente la necesidad de una obediencia pronta y filial, siempre que la Iglesia
habla para instruir las mentes de los fieles y para dirigir su actividad. Ella
cuida bien de no invadir la competencia de la Autoridad civil. Pero cuando se
trata de cuestiones que afectan la religión o la moral es deber de todos los
cristianos, y especialmente de los militantes de Acción Católica, cumplir sus
disposiciones, comprender y seguir sus enseñanzas.
Quisiéramos añadir
que también en el seno de la Acción Católica es necesario observar una estricta
disciplina entre los varios grados de las Asociaciones. Cuando de hecho se
tiene en frente a un ejército de férrea organización, ¿a qué peligros se
expondría una milicia desordenada, en la cual cada uno se creyese autorizado a
juzgar y a actuar según su propio arbitrio?
Y ahora, antes de
concluir estas palabras nuestras, quisiéramos confiaros una “consigna”. Vosotros
ciertamente recordáis que en el pasado mes de febrero hemos dirigido a los
fieles de Roma una cálida exhortación, a fin de que el rostro incluso externo
de la Urbe aparezca brillante de santidad y de belleza. Debemos decir que clero
y pueblo están trabajando ardientemente para que no resulten vanas nuestras
esperanzas y no sea frustrada nuestra confianza. Pero Nos hemos expresado al
mismo tiempo el augurio de que el potente despertar, al que hemos exhortado a
Roma, sea “pronto imitado por las diócesis cercanas y lejanas, a fin de que a
nuestros ojos sea concedido ver volver a Cristo no solamente las ciudades, sino
las naciones, los continentes, la humanidad entera”. Para este que podríamos
llamar “segundo tiempo” Nos contamos con los hombres de Acción Católica, con
toda la Acción Católica.
Entonces, mientras
los impíos siguen difundiendo los gérmenes del odio, mientras gritan aún: “No
queremos que Jesús reine sobre nosotros”: «nolumus hunc regnare super nos»
(Lucas 19,15), otro canto se elevará, un canto de amor y de
liberación, que exhala firmeza y coraje. Él se elevará en los campos y en las
oficinas, en las casas y en las calles, en los parlamentos y en los tribunales,
en las familias y en la escuela.
¡Queridos hijos,
hombres de Acción Católica! Dentro de algunos instantes Nos impartiremos con
toda la efusión de nuestro corazón paterno la Bendición Apostólica a vosotros,
a vuestros seres queridos, a vuestras obras, a vuestras Asociaciones. Después
retomaréis vuestro camino, volveréis a vuestros hogares, reencontraréis vuestro
trabajo. Llevad a todas partes vuestra acción iluminadora y vivificante. Y sea
vuestro canto un canto de certeza y de victoria.
Christus vincit!
Christus regnat! Christus imperat!
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