“El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo que, al
encontrarlo,
un hombre, lo oculta y gozoso del hallazgo, va vende cuanto tiene y compra aquel campo”
un hombre, lo oculta y gozoso del hallazgo, va vende cuanto tiene y compra aquel campo”
(Mt 13, 44).
BREVE
PREDICACIÓN ACERCA DE LA IMPORTANCIA DE UN SANTO DESEO: “¡BUSCAD LAS COSAS DEL CIELO!”
Amados
hermanos en Cristo Jesús:
San Gregorio Magno, yendo a lo más profundo de estas palabras del Señor, nos enseña un sentido alegórico que él - como testigo privilegiado de la Tradición - nos trasmite desde la misma fuente divina:
“El
tesoro escondido en el campo es el “deseo del Cielo”, el campo es la doctrina
de las cosas de Dios” (1).
En este valle de lágrimas, el hombre se
encuentra atrapado por las cosas queriendo levantar vuelo a una felicidad que
no puede encontrar. Y he aquí que Jesús nos revela este secreto, del que San
Pablo se hace eco una y otra vez:
“Buscad
las cosas del Cielo no las de la tierra”.
Esta es el principio de la admirable
sabiduría de los santos, poner nuestro tesoro y todo nuestro c orazón en el
Cielo, en ese encuentro definitivo con la Santísima Trinidad, con la Bienaventurada
Virgen María, con los ángeles y santos, en la felicidad incomparable e
inacabable del Cielo.
Ya a los Patriarcas del Antiguo Testamento en los albores de
la revelación, Dios les había enseñado a amar la Patria Celestial (2) y a
caminar sobre la tierra como “peregrinos y forasteros” (3) para tender a ella.
Jesús ha querido instruirnos sobre esta
enseñanza de capital importancia de muchas maneras, con palabras explicitas y
con parábola. “En su predicación todo va
inmediatamente ordenado a la vida eterna” (4) dice un gran maestro de la
vida espiritual.
El Señor, que nos ha conquistado la
Jerusalén Celestial (5), nos invita a alegrarnos y a vivir con regocijo (6)
porque, por su gracia, ya desde esta tierra somos sus ciudadanos (7).
Por eso nos exhorta a corresponder a su
gracia y a esforzarnos (8) por alcanzar la bienaventuranza:
“Buscad
primero el Reino de Dios y su Justicia, y todo lo demás se os dará por
añadidura.”
(Mt 6, 33)
Los apóstoles y toda la Tradición de la Iglesia trasmitiendo
la enseñanza de Jesús e inspirados por el Espíritu Santo no se cansan de
explicarnos y exhortarnos a acoger esta pedagogía divina. San Pablo tiene
innumerables citas en este sentido; he aquí una magistral:
“Buscad
las cosas de arriba donde esta Cristo sentado a la diestra de Dios Padre,
aspirad a las cosas de arriba no a las de la tierra.” (Col 3, 1-2)
Los Padres de la Iglesia enseñan
tenazmente a practicar esta actitud vigilante y así poder
tender, con todas nuestras acciones y toda nuestra vida, a la Bienaventuranza, al
encuentro definitivo con Dios.
Para enamorarnos de la bienaventuranza
iremos al caudaloso torrente de gracia de la Tradición. Permítanme leerles dos
textos de San Agustín, como una muestra pequeña de los innumerables pasajes en que los
Padres de la Iglesia nos enseñan cómo la más genuina Tradición ha tenido
siempre como fundamento esta búsqueda fervorosa de encontrarse ya
definitivamente con el Señor.
“Aquello
que nos dice el Apóstol: “Orad sin Cesar” (9), ¿qué otra cosa puede significar
sino que debemos desear incesantemente la vida dichosa, que es la vida eterna,
la cual nos ha de venir del único que la puede dar? Deseemos siempre la vida
dichosa y eterna, que nos dará nuestro Dios y Señor, y así estaremos siempre
orando. Pero, con objeto de mantener vivo este deseo, debemos, en ciertos
momentos, apartar nuestra mente de las preocupaciones y quehaceres que, de
algún modo, nos distraen de Él y amonestarnos a nosotros mismos con la oración
vocal, no fuese caso que, si nuestro deseo empezó a entibiarse, llegara a quedar
totalmente frío y, al no renovar con frecuencia el fervor, acabara por
extinguirse del todo”
(10).
“Toda
la vida del cristiano es un santo deseo. ¿Qué haces, pues, en esta vida, si aún
no has conseguido el premio? “Solo una cosa busco: olvidando lo que me queda
atrás y lanzándome hacia lo que veo por delante, voy corriendo hacia la meta
para conseguir el premio de la asamblea celestial.” Tal es nuestra vida:
ejercitarnos en el santo deseo. Ahora bien, este santo deseo esta en proporción
directa de nuestro desasimiento de los deseos que suscita el amor del mundo” (11).
La razón última del deseo del Cielo es el encuentro con el
amor de los amores, Cristo. La virtud Teologal de la Caridad es esencialmente
este deseo del Cielo, ya que ella busca el encuentro pleno y definitivo con el
Señor. Los santos han vivido de un ardiente amor a la bienaventuranza, ya que
ir al Cielo es ir a donde está el Señor y la bienaventuranza es ver al Amado,
encontrarse con Él. Los santos han buscado no poner el corazón en otra cosa que
no sea Jesús y el encuentro definitivo con Él.
“Si hay algún bien que el
cristiano debe desear ardientemente, ese bien es Dios mismo contemplado cara a
cara y amado sobre todas las cosas, descartada la posibilidad de pecar”
(12).
El deseo de la visión beatifica debe ir
creciendo en el cristiano hasta que exista cierta “proporción entre la
intensidad del deseo y el valor del objeto deseado, y en este caso el valor es
infinito” (13).
Este ardiente deseo del Cielo se sigue
a la contemplación infusa de los misterios de la fe que acontece en el camino
de todos a la santidad. La Caridad perfecta, que nos hace entrar inmediatamente
en el Cielo sin pasar por el purgatorio terminado el tiempo que la providencia
nos tenga reservado aquí en la tierra, es esencialmente este vivo deseo de la
visión beatifica.
El deseo del Cielo es lo primero y más importante en la vida
espiritual ya que nada enciende más el amor que pensar en encontrarse con el
amado. Como dicen los místicos, nada enciende más el amor del alma que ama que
pensar en el encuentro próximo con el amado que está loco de amor por ella.
Aquella oración insistente de los santos esperando la parusía: “¡Ven, Señor
Jesús!” es expresión perfecta del amor a la Bienaventuranza. Esta oración nos
da luz y fuerza inigualable para crecer en Caridad y en todas las virtudes,
preparándonos así al encuentro del Señor cuando vuelva por segunda vez. ¡La
única oración del cristiano podría ser: Ven, Señor Jesús!
El materialismo en nuestros días se hace eco repitiendo de
mil maneras aquella acusación que nos hacía el materialismo de Marx, de que la
religión es el opio de los pueblos, porque nos hace pensar en una vida futura
olvidándose de la presente. Nada más falso, cuanto más pensemos en el Cielo,
más podemos hacer en la tierra como la vida de los santos lo atestigua. Santa
Teresa afirmando esta verdad decía con bella poesía “Que muero porque no muero”
(14) y precisamente por este amor tan grande al Cielo fue capaz de hacer tanto
en la tierra. Su Caridad le hacía descubrir a Dios en todo, incluso escondido
entre las ollas (15) y por ella no descuidaba los deberes mas ordinarios de la
vida cotidiana. Ella describiendo la Caridad decía: “Dichoso el corazón
enamorado que en solo Dios ha puesto el pensamiento por Él renuncia a todo lo
creado, y en Él halla su gloria y su contento; aun de sí mismo vive descuidado,
porque en su Dios está todo su intento, y así alegre pasa y muy gozoso las olas
de este mar tempestuoso” (16).
El tesoro escondido es de tan alto precio que nunca podremos
pensar, ni exhortar, ni predicar suficientemente sobre la necesidad de “vender
cuanto tenemos para comprar aquel campo”. Ante todo romper con el pecado y con
la ocasión próxima de pecado.
Nos viene a la memoria espontáneamente las
Palabras del Señor: “No se puede servir a dos señores” (17)… “Si tu ojo es
ocasión de pecado, arráncatelo. si tu mano es ocasión de pecado, cortártela”
(18)… “Sed santos como Yo soy santo” (19)… o aquella lista larga que hace San
Pablo de los que no entraran en el Reino de los Cielos: “¿No sabéis acaso que
los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni
los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los
ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces
heredarán el Reino de Dios” (20)… y también nos viene a la memoria
espontáneamente aquello que enseñaba San Juan Bosco a rezar como un grito de
guerra en la tentación: “Morir antes que pecar”.
Pidamos a la Bienaventurada Virgen María la sabiduría que
pidió Salomón, que nos hace juzgar todo desde el Cielo, nos hace discernir todo
en función de si nos acerca o nos aleja del Cielo, de si nos lleva o no a Dios…
Pedimos a la Bienaventurada Virgen María que nos enseñe “la sabiduría de Dios,
misteriosa, escondida, que Dios predestinó, antes de los siglos para nuestra
gloria, sabiduría que ninguno de los príncipes de este mundo conoció –ya que de
haberla conocido nunca habrían crucificado al Señor de la Gloria–, sabiduría
que, según esta escrito: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni paso por el corazón del
hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman” (21).
Fray Guido Casillo OP
Notas:
1: San Gregorio Magno, In evangelia homiliae 11, y Catena Aurea de Santo Tomás en Mt 13, 44
2: Hb 11, 16
3: Hb 11, 13
4: Fr. Reginald Garrigou-Lagrange OP, Las tres edades de la vida interior, cap. 1.
5: Ap 21-22
6: Mt 5, 12
7: Lc 10, 20 ; Fil 3,20 ; Lc 17, 21: “El Reino de Dios está dentro de vosotros”
8: Lc 16, 16
9: Cf 1Tes 5, 17; Ef 6, 18. Es un precepto del Señor mismo, Lc 21,36
10: San Agustín, Carta 130 “a Proba”, En Lit de las hs T IV, p 368 y 373.
11: San Agustín, Sobre la 1Jn, Tratado 4: PL 35, 2008-2009, En la Lit de las hs, T III, p 218.
12: Fr Reginald Garrigou-Lagrange OP, Las tres edades de la vida interior, cap. 1.
13: Fr Reginald Garrigou-Lagrange OP, Las tres edades de la vida interior, cap. 1.
14- 16: Santa Teresa de Ávila.
17: Mt 6, 24
18: Mt 5, 29
19: Lv 20, 7
20: 1 Co 6, 9-10. Cf. También Ef 5, 5 y Ap 22, 15.
21: 1 Co 2, 7-9.
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