En la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús,
la Iglesia celebra la
JORNADA DE ORACIÓN POR LA SANTIFICACIÓN DEL CLERO.
Aquí un documento con muchas reflexiones fructuosas para este día.
Invocando la jaculatoria tradicional:
¡SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS, EN VOS CONFÍO!
CONGREGACIÓN
PARA EL CLERO
CARTA CON OCASIÓN DE LA JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LA SANTIFICACIÓN DE LOS SACERDOTES
«El
sacerdote, alimentado con la Palabra de Dios,
es testigo universal de la caridad de Cristo»
Queridos
amigos sacerdotes:
La Jornada
mundial de oración por la santificación de los sacerdotes, que se celebra
en la inminente solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, nos brinda la ocasión
de reflexionar juntos en el don de nuestro ministerio sacerdotal, compartiendo
vuestra solicitud pastoral por todos los creyentes y por la humanidad entera, y
de modo específico por la porción del pueblo de Dios encomendada a vuestros
respectivos Ordinarios, de los que sois valiosos colaboradores.
El tema
de este año -"El sacerdote, alimentado con la Palabra de Dios, es testigo
universal de la caridad de Cristo"- se encuentra en sintonía con el
magisterio reciente del Papa Benedicto XVI y, en particular, con la
exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (22 de
febrero de 2007). En ella el Santo Padre escribe: "No podemos guardar
para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Este amor exige por su
naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de
Dios, encontrar a Cristo y creer en él. Por eso la Eucaristía no es sólo fuente
y culmen de la vida de la Iglesia; lo es también de su misión: "Una
Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera" (Propositio 42)"
(n. 84).
1. Hombre
de Dios, hombre de la misión
Llevar a
Dios a los hombres es la misión esencial del sacerdote, misión que el ministro
sagrado ha sido capacitado para realizar porque él, que ha sido elegido por
Dios, vive con Él y para Él. El Santo Padre, en su discurso durante la sesión inaugural de la V
Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe (13
de mayo de 2007), que tuvo por tema: "Discípulos y misioneros de
Jesucristo, para que nuestros pueblos en él tengan vida", dijo,
dirigiéndose a los sacerdotes: "Los primeros promotores del
discipulado y de la misión son aquellos que han sido llamados "para estar
con Jesús y ser enviados a predicar" (Mc 3, 14)... El
sacerdote debe ser ante todo un "hombre de Dios" (1 Tm 6,
11) que conoce a Dios directamente, que tiene una profunda amistad personal con
Jesús, que comparte con los demás los mismos sentimientos de Cristo (cf. Flp 2,
5). Sólo así el sacerdote será capaz de llevar a los hombres a Dios, encarnado
en Jesucristo, y de ser representante de su amor" (n. 5: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 25 de mayo de 2007, p. 11).
Esta
verdad se encuentra expresada en un versículo de un salmo sacerdotal que en
otros tiempos formaba parte del rito de admisión al estado clerical:
"El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu
mano" (Sal 15, 5). Sabemos por el Deuteronomio (cf. Dt 10,
9) que, después de la toma de posesión de la Tierra prometida, cada tribu era
beneficiaria -por sorteo- de una porción de la misma, cumpliéndose así la
promesa divina hecha a Abraham. Sólo la tribu de Leví no recibía terreno
alguno, pues su tierra era Dios mismo.
Ciertamente,
la afirmación tenía también una razón práctica: los sacerdotes no vivían,
como las demás tribus, del cultivo de la tierra, sino de las ofrendas. Con
todo, esa aserción del salmista es signo y símbolo de una realidad más
profunda: el verdadero fundamento de la vida sacerdotal, la base de la
existencia del sacerdote, la tierra de su vida es Dios mismo. La Iglesia ha
visto en esta interpretación veterotestamentaria la explicación de lo que
significa la misión sacerdotal siguiendo a los Apóstoles y en comunión con
Cristo mismo.
Benedicto
XVI dijo al respecto: "El sacerdote puede y debe decir también hoy
con el levita: "Dominus pars hereditatis meae et calicis mei".
Dios mismo es mi lote de tierra, el fundamento externo e interno de mi
existencia. Esta visión teocéntrica de la vida sacerdotal es necesaria
precisamente en nuestro mundo totalmente funcionalista, en el que todo se basa
en realizaciones calculables y comprobables. El sacerdote debe conocer
realmente a Dios desde su interior y así llevarlo a los hombres: este es
el servicio principal que la humanidad necesita hoy" (Discurso a la Curia romana con ocasión de las
felicitaciones navideñas, 22 de diciembre de
2006: L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 29 de diciembre de 2006, p. 7).
Si en una
vida sacerdotal se pierde esta centralidad de Dios, se vacía todo el fundamento
de la actividad pastoral, y con el exceso de activismo se corre el peligro de
perder el contenido y el sentido del servicio pastoral.
Entonces
podrían crecer el protagonismo y las extravagancias erróneas. En vez de la
sustancia, se darían sucedáneos. Se correría en vano, agotándose sin progresar.
Sólo
quienes han aprendido a "estar con Cristo" se encuentran preparados
para ser "enviados por Él a evangelizar" con autenticidad (cf. Mc 3,
14). Un amor apasionado a Cristo es el secreto de un anuncio convencido de
Cristo. "Sé hombre de oración antes de ser predicador", decía san
Agustín (De doctrina christiana, IV, 15, 32: PL 34,
100), al exhortar a los ministros ordenados a ser discípulos de oración en la
escuela del Maestro.
La
Iglesia, al celebrar la solemnidad del Sagrado Corazón de
Jesús, invita a todos los creyentes a elevar la mirada de la fe "a
Aquel que traspasaron" (Jn 19, 37), al Corazón de
Cristo, signo vivo y elocuente del amor invencible de Dios y
fuente inagotable de gracia. Lo hace exhortando a los sacerdotes a buscar en sí
mismos este signo, en cuanto depositarios y administradores de las
riquezas del Corazón de Cristo, y a derramar el amor misericordioso de Cristo
en los demás, en todos.
Verdaderamente,
"la caridad de Cristo nos apremia" (2 Co 5, 14), escribe
san Pablo. "Si quieres amar a Cristo, extiende tu caridad a toda la
tierra, porque los miembros de Cristo se encuentran en todo el mundo", nos
recuerda san Agustín (Comentario a la primera carta de san Juan, X,
5).
Por esto, todo sacerdote debe tener espíritu misionero, es decir, espíritu verdaderamente "católico"; debe "recomenzar desde Cristo" para dirigirse a todos, recordando lo que afirmó nuestro Salvador, que Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tm 2, 4). El sacerdote está llamado a encontrarse con Cristo en la oración y a conocerlo y amarlo también en el camino de la cruz, que es el camino del activo y abnegado servicio de la caridad.
Sólo así
se demuestra y testimonia la autenticidad de su amor a Dios y se refleja en
todos el Rostro misericordioso de Cristo. "La belleza de esta imagen
resplandece en nosotros, que estamos en Cristo, cuando nos manifestamos hombres
buenos en las obras", nos decía san Cirilo de Alejandría (Tractatus ad
Tiberium diaconum sociumque, II, in divi Johannis Evangelium).
2. Para
ser testigo auténtico de la caridad de Cristo en la sociedad
La misión
que el sacerdote recibe en la ordenación no es un elemento exterior y
yuxtapuesto a la consagración, sino que constituye su finalidad
intrínseca y vital: "La consagración es para la misión" (Juan
Pablo II, exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis, 24).
"Amor
a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde
encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios", escribió el
Santo Padre (Deus caritas est, 15). En la
Eucaristía -que es el tesoro inestimable de la Iglesia-, de modo especial al
actuar como generosos ministros del Pan de vida eterna, se nos
invita siempre a contemplar la belleza y la profundidad del misterio del amor
de Cristo y a comunicar el ímpetu de su Corazón enamorado a todos los hombres
sin distinción, especialmente a los pobres y a los débiles, a los más pobres
entre los pobres, que son los pecadores, en un servicio de caridad continuo,
humilde y, la mayor parte de las veces, oculto.
El espíritu
misionero es parte constitutiva de la forma eucarística de la existencia
sacerdotal. Al respecto escribe el Santo Padre: "La misión primera y
fundamental que recibimos de los santos Misterios que celebramos es la de dar
testimonio con nuestra vida. El asombro por el don que Dios nos ha hecho en
Cristo infunde en nuestra vida un dinamismo nuevo, comprometiéndonos a ser
testigos de su amor. Nos convertimos en testigos cuando, por nuestras acciones,
palabras y modo de ser, aparece Otro y se comunica" (Sacramentum caritatis, 85).
El
sacerdote está llamado a hacerse "pan partido para la vida del
mundo", a servir a todos con el amor de Cristo, que nos amó "hasta el
extremo": así la Eucaristía llega a ser en la vida sacerdotal lo que
significa en la celebración. El sacrificio de Cristo es misterio de liberación
que nos interpela y provoca continuamente.
Todo sacerdote
ha de sentir en sí mismo la urgencia de ser realmente promotor de justicia y de
solidaridad entre los hombres: ante ellos el sacerdote está llamado a
testimoniar a Cristo mismo. Alimentados con la Palabra de vida, los
sacerdotes no pueden quedarse fuera de la lucha por la defensa y la
proclamación de la dignidad de la persona humana y de sus derechos universales
e inalienables.
A este respecto escribe
Benedicto XVI: "Precisamente, gracias al Misterio que
celebramos, deben denunciarse las circunstancias que van contra la dignidad del
hombre, por el cual Cristo ha derramado su sangre, afirmando así el alto valor
de cada persona" (ib., 89).
Descubriremos
el verdadero sentido del amoris officium, de la caridad pastoral de
la que nos habla san Agustín (cf. In Iohannis Evangelium Tractatus 123,
5: CCL 36, 678): la Iglesia, como Esposa de
Cristo, quiere ser amada por el sacerdote del mismo modo total y exclusivo como
Cristo, Cabeza y Esposo, la ha amado. Comprenderemos la motivación teológica de
la ley eclesiástica sobre el celibato en la Iglesia latina y de su relación de
conveniencia profundísima con la sagrada ordenación: como don inestimable
de Dios, como singular participación en la paternidad de Dios y en la
fecundidad de la Iglesia, como inmensa energía misionera, como amor más
grande, como testimonio del Reino escatológico ante el mundo. Así, el celibato,
aceptado con decisión libre y amorosa, se convierte en entrega de sí en Cristo
y con Cristo a su Iglesia y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia en
el Señor y con el Señor (cf. Presbyterorum ordinis, 16; Pastores dabo vobis, 29).
Podemos
preguntarnos: ¿cuáles son estos ámbitos del testimonio sacerdotal de la
caridad de Cristo?
A). Ante
todo, la misión, el kerigma y la catequesis de
los jóvenes y de los adultos, de los cercanos y de los alejados. En ella se
transmite de forma completa y clara el mensaje de Cristo. En los tiempos
actuales es urgente un conocimiento adecuado de la fe, como está bien
sintetizada en el Catecismo de la Iglesia católica, con su Compendio.
Se trata
de no escatimar esfuerzos en la búsqueda de los católicos alejados y de los que
conocen poco o nada a Cristo. A este respecto, recientemente, el Papa Benedicto
XVI, dirigiéndose a los obispos de Brasil, dijo: "La educación en
las virtudes personales y sociales del cristiano, así como la educación en la
responsabilidad social, también forman parte de la catequesis. (...) Debemos
ser fieles servidores de la Palabra, sin visiones reductivas ni confusiones en
la misión que se nos ha confiado. No basta observar la realidad desde la fe
personal; es necesario trabajar con el Evangelio en las manos y arraigados en
la auténtica herencia de la Tradición apostólica, sin interpretaciones
motivadas por ideologías racionalistas" (Discurso durante el encuentro y celebración de
Vísperas con los obispos de Brasil, 11 de mayo de 2007, nn.
4 y 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española,
18 de mayo de 2007, p. 11).
En este
campo no bastan los lugares tradicionales de la catequesis -las clases,
conferencias o cursos de Biblia y teología-; es necesario abrirse a los otros
nuevos areópagos de la cultura global: además de la
prensa, la radio y la televisión, es preciso recurrir más al correo
electrónico, a los sitios de internet, a las páginas, a las
video-conferencias, y a muchos otros nuevos sistemas, para comunicar de modo
eficaz el kerigma a gran número de personas.
La misma
presencia, incluso externa, del pastor, con una actitud consecuente con lo que
es, debe ser una catequesis para todos. Quizá a veces hemos subestimado
demasiado este aspecto, que a la gente sin duda agrada y que, si es expresión
de contenidos, no constituye formalismo sino una forma capaz de comunicar una
sustancia.
B). Otro
ámbito de este testimonio es la promoción de las instituciones
eclesiales de beneficencia que, en varios niveles, pueden prestar un
valioso servicio a las personas más necesitadas y débiles. "Si
las personas con quienes se encuentran viven una situación de pobreza, es
necesario ayudarlas, como hacían las primeras comunidades cristianas,
practicando la solidaridad, para que se sientan amadas de verdad", recordó
recientemente el Santo Padre en
el encuentro antes mencionado (ib., n. 3).
"Debemos
denunciar a quien derrocha las riquezas de la tierra, provocando desigualdades
que claman al cielo (cf. St 5, 4)", escribió Benedicto
XVI y prosiguió afirmando: "El Señor Jesús, Pan de vida eterna, nos
apremia y nos hace estar atentos a las situaciones de pobreza en que se halla
todavía gran parte de la humanidad: son situaciones cuya causa implica a
menudo una clara e inquietante responsabilidad por parte de los hombres" (Sacramentum caritatis, 90).
C). Promover
la cultura de la vida. Por doquier, los sacerdotes, en comunión con sus
Ordinarios, están llamados a promover una cultura de la vida que permita, como
afirmaba Pablo VI, "remontarse de la miseria a la posesión de lo
necesario, (...) la adquisición de la cultura, (...) la cooperación en el bien
común, (...) hasta el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores
supremos y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin" (Populorum progressio, 21). Al respecto
será necesario poner de relieve, en la formación de los cristianos laicos, que
el desarrollo auténtico debe ser integral, es decir, orientado a la
promoción de todo el hombre y de todos los hombres, sugiriendo los medios
necesarios para suprimir las graves desigualdades sociales y las enormes
diferencias en el acceso a los bienes.
D). La
formación de los fieles laicos. A los fieles laicos, formados en la escuela
de la Eucaristía, se les ha de exhortar y ayudar cada vez más a asumir directamente
sus responsabilidades políticas y sociales en coherencia motivada con su
bautismo. Todos los hombres y mujeres bautizados deben tomar conciencia de que
en la Iglesia han sido configurados con Cristo sacerdote, profeta y pastor, por
el sacerdocio común de los fieles. Deben sentirse corresponsables de la
construcción de la sociedad según los criterios del Evangelio y, en particular,
según la doctrina social de la Iglesia. "Esta doctrina, madurada durante
toda la historia de la Iglesia, se caracteriza por el realismo y el equilibrio,
ayudando así a evitar compromisos equívocos o utopías ilusorias" (Sacramentum caritatis, 91).
Como ha
recordado en repetidas ocasiones el Sucesor de Pedro, a los fieles laicos
corresponde la responsabilidad especial de cambiar las estructuras
injustas y erigir las justas, sin las cuales no puede
sostenerse una sociedad justa, produciendo el consenso necesario en los valores
morales y la fuerza para vivir según el modelo de estos valores (cf. Benedicto
XVI, Discurso en la sesión inaugural de la V Conferencia
general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, n. 4).
E. Apoyo
a la familia. Todos los sacerdotes están llamados a sostener a la
familia cristiana promoviendo de diversas maneras, según los diferentes
carismas vocacionales y la misión que se os ha encomendado, una pastoral
familiar adecuada y orgánica en vuestras respectivas comunidades
eclesiales (cf. Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 47). Es
particularmente necesario sostener el valor de la unidad del matrimonio como
unión para toda la vida entre un hombre y una mujer, en la que, como marido y
mujer, participen en la amorosa obra de creación de Dios.
Por
desgracia, numerosas doctrinas políticas o corrientes de pensamiento siguen
fomentando una cultura que hiere la dignidad del hombre, ignorando o poniendo
en peligro, en diversa medida, la verdad sobre el matrimonio y sobre la
familia. El sacerdote debe proclamar en nombre de Cristo, sin cansarse, que la
familia, como formadora por excelencia de las personas, es indispensable para
una verdadera "ecología humana" (cf. Juan Pablo II, Centesimus
annus, 39).
3. Feliz
de alzar la copa de la salvación invocando el nombre del Señor (cf. Sal 115,
12-13)
Juan Pablo II, en su carta a los sacerdotes para el Jueves santo de 2002, exclamaba: "¡Qué vocación tan maravillosa la nuestra, mis queridos hermanos sacerdotes! Verdaderamente podemos repetir con el salmista: "¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre" (Sal 115, 12-13)" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de marzo de 2002, p. 7).
Esta copa
es la copa de la bendición (cf. 1 Co 10,
16), la copa de la nueva alianza (cf. Lc 22,
20; 1 Co 11, 25).
San
Basilio comenta al respecto: "Así pues, ¿cómo pagaré al Señor? No
con sacrificios ni holocaustos..., sino con toda mi vida. Por eso dice el
salmista: "alzaré la copa de la salvación", llamando
copa al padecer en la lucha espiritual, al resistir al pecado hasta la
muerte" (Homilía sobre el salmo 115: PG 30, 109).
Como han
experimentado tantos sacerdotes santos en el ejercicio heroico de su
ministerio, así se nos invita también a nosotros a sacar de la Eucaristía la
fuerza necesaria para testimoniar la Verdad, sin titubeos, "sin irenismos,
sin falsas componendas, para no diluir el Evangelio", como recordó
Benedicto XVI en su encuentro con los obispos de Alemania (Discurso en el seminario de Colonia, 21
de agosto de 2005).
En
sociedades y culturas a menudo cerradas a la trascendencia, ahogadas por
comportamientos consumistas, esclavas de antiguas y nuevas idolatrías,
redescubramos con asombro el sentido del Misterio eucarístico. Renovemos
nuestras celebraciones litúrgicas para que sean signos más elocuentes de la
presencia de Cristo en nuestras diócesis, especialmente en nuestras parroquias;
saquemos tiempo para el silencio, para la oración y para la contemplación
adorante de la Eucaristía, a fin de tener en nosotros de verdad espíritu
misionero vibrante.
Juan
Pablo II dijo a nuestros hermanos en el episcopado de Portugal:
"Como centinelas de la casa de Dios, velad, apreciados hermanos, para que
en toda la vida eclesial se reproduzca de algún modo el ritmo binario de la
santa misa con la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística. Os sirva de
ejemplo el caso de los dos discípulos de Emaús, que sólo reconocieron a Jesús
al partir el pan (cf. Lc 24, 13-35)" (Discurso a los obispos de Portugal en visita "ad
limina Apostolorum", 30 de noviembre de 1999, n.
6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17
de diciembre de 1999, p. 12).
En la
Eucaristía se encierra el secreto de la fidelidad y la perseverancia de
nuestros fieles, de la seguridad y la solidez de nuestras comunidades
eclesiales, en medio de las aflicciones y dificultades del mundo. En nuestra
pastoral, que consta de palabras y Sacramento, debemos evitar los escollos del
activismo, de hacer por hacer, y hemos de superar los ataques del laicismo y el
secularismo donde Cristo no tiene voz ni lugar, llevando el Pan de
vida eterna.
Pensamos
en la importancia misionera de nuestras parroquias, que
constituyen como el tejido de unión de nuestras diócesis (cf. Código de
derecho canónico, can. 374, 1).
Pensamos
en cada parroquia, que es una comunitas christifidelium y que
no puede serlo si no es una comunidad eucarística y abierta a
los más alejados, es decir, si no es una comunidad apta para celebrar la
Eucaristía con espíritu misionero, en la que se encuentran la raíz viva de su
edificación y el vínculo sacramental de su estar en plena comunión con toda la
Iglesia (cf. Juan Pablo II, Christifideles laici, 26).
Pensamos
en los párrocos, que no pueden menos de ser sacerdotes ordenados,
porque hacen y dicen en la liturgia eucarística y en la liturgia de la Palabra
lo que ellos "propiamente", "por sí mismos", no pueden
hacer ni decir; en efecto, actúan y hablan "in persona Christi capitis".
Pensamos en todos los sacerdotes, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos, que
redescubriendo la entrega radical de sí mismos, ínsita en su ministerio
ordenado, pueden repetir con palabras de Juan Pablo II: "Ha llegado
el tiempo de hablar valientemente de la vida sacerdotal como de un valor inestimable
y una forma espléndida y privilegiada de vida cristiana" (Pastores dabo vobis, 39).
De este
modo, la Iglesia de la Palabra y de los sacramentos será necesariamente la
Iglesia del ejercicio incansable del sacerdocio ministerial; será la Iglesia
del sacerdote santo, del sacerdote que ama, en la raíz de su alma, de todo su
ser, la llamada que ha recibido del Maestro, para comportarse en todo momento
como ipse Christus.
Benedicto
XVI, en su discurso del 11 de mayo de 2006 a los
obispos de la Conferencia episcopal de Quebec, Canadá, en visita ad
limina Apostolorum, dijo: "Sin embargo, la disminución del
número de sacerdotes (...) en ciertos lugares pone en peligro de manera
preocupante el lugar de la sacramentalidad en la vida de la Iglesia. Las
necesidades de la organización pastoral no deben poner en peligro la
autenticidad de la eclesiología que se expresa en ella. No se debe restar
importancia al papel central del sacerdote, que in persona Christi
capitis enseña, santifica y gobierna a la comunidad. El sacerdocio
ministerial es indispensable para la existencia de una comunidad eclesial. La
importancia del papel de los laicos, a quienes agradezco su
generosidad al servicio de las comunidades cristianas, no debe ocultar
nunca el ministerio absolutamente irreemplazable de los sacerdotes para la vida
de la Iglesia" (L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 19 de mayo de 2006, p. 7).
Los
sacerdotes debemos esforzarnos por hacer que resplandezca nuestra verdadera
identidad ontológica de ejercer un ministerio gozoso, aun en medio de las más
arduas dificultades, un ministerio ardientemente misionero porque deriva de
nuestra identidad; y, juntamente con todos los fieles, debemos ocuparnos de
orar incansablemente al Dueño de la mies para que mande obreros a su mies. Las
vocaciones existen, pero nosotros debemos fomentar su respuesta positiva con
estos medios, con los medios que nos enseñó el Señor y no con otros.
Esta es
la Iglesia que queremos que vuelva a florecer y dé nuevos frutos, en su
vitalidad y en su actividad. Es la Iglesia de la misión divina, la
Iglesia in statu missionis.
Nos
dirigimos a María, Reina de los Apóstoles y Madre de los sacerdotes.
A ella nos encomendamos nosotros mismos, nuestro ministerio pastoral y a todos
los sacerdotes. Que María nos ayude a ser, como ella, sagrarios y ostensorios
de Jesús buen Pastor.
Vaticano,
15 de junio de 2007, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.
+ Cardenal
Cláudio HUMMES, o.f.m.
Prefecto
+ Mauro
PIACENZA
Arzobispo titular de Vittoriana
No hay comentarios:
Publicar un comentario