Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

21 de junio de 2019

LA PAZ DE CRISTO EN EL REINO DE CRISTO


LA PAX ROMANA – LA PAZ DEL MUNDO
LA PAZ DE CRISTO



El imperio romano garantizó durante mucho tiempo una relativa paz y seguridad. Precisamente la que posibilitó la rápida difusión del cristianismo y, luego, su unificación. Fue a lo largo de las famosas vías imperiales -maravillas de la ingeniería de la época- por donde se desplazaron los descalzos pies de esos apóstoles que describe el Libro de los Hechos.

La relativa paz romana, conquistada a fuerza del valor y la disciplina de las legiones, fue la que permitió que los apóstoles anunciaran a todo el mundo la verdadera paz del Reino definitivo. Curioso: fue el ejército romano el que abrió los caminos de la Paz cristiana.

Vean, hoy, cuando se habla de paz -y allí está la ONU y las ONG solidarias constantemente hablando de ella- se piensa inmediatamente en la ausencia de la guerra externa, del combate de las armas.

Y está bien, pero quede claro que esa paz, buena o mala, no es aquella que viene a traer y que nos da Cristo. Esta Paz de Cristo prescinde de si hay o no tiros –mejor que no los haya, como regla general-. Es una realidad interior que se anida en el corazón del hombre y que le da la gracia. Paz que hace, más allá de los avatares y problemas de este mundo, más allá de los sufrimientos y las dificultades, aún en medio de las tribulaciones, que el corazón del hombre ancle en la seguridad del amor de Dios y en la promesa del Reino, de la Vida eterna.

Es esa paz y tranquilidad que, en medio del dolor y la dificultad, nos viene a traer la Palabra de Dios, el consejo de una buena alma cristiana, el hablar con un sacerdote o una religiosa santos, el abrir el Evangelio. ¡Cuántas veces, en medio de una pena, uno toma, por ejemplo, la “ Imitación de Cristo” y todo vuelve a su cauce, todo se tranquiliza.

Quid hoc ad aeternitatem?” decía San Luis Gonzaga, “¿qué relación, qué importancia, tiene esto con lo eterno?” 

¿Qué son todos los sufrimientos de este mundo –afirmaba San Pablo- con lo que Dios, en el Cielo, nos tiene preparado”?

Dios me ama, ha muerto por mí en la Cruz, ha vencido al dolor y a la muerte. Él se ocupa de mí. ¿Cómo no tener paz?

Pero ¿cómo tener paz, en cambio, cuando mi corazón está dividido detrás de mil mezquinas ambiciones que cambian todos los días al compás de la moda y el lábil norte de mi veleta corazón? ¿Cómo tener paz cuando el infinito desear de felicidad con el cual fui creado lo vuelco al exiguo tiempo de este mundo y a sus insignificantes bienes y, para peor, me topo frecuentemente con sus muchos males? ¿Qué paz puede tener mi corazón en este mundo de envidias, de egoísmos, de pasiones incontroladas, de apetitos multiplicados por la propaganda, de divorcios íntimos y familiares, de falta de fines unificantes, de carencia de ideales nobles y horizontes grandes que hagan mi vida digna de ser vivida?

Por eso no confundamos la Paz de Cristo con la que nos quieren vender los políticos o los seguidores de Mahatma Ghandi. Desde principios del siglo XX el marxismo ha falseado la propaganda de paz, solamente para desarmar a Occidente y a los países cristianos.

La paz no es lo contrario de la guerra. Paz no es rendirse, como tampoco, en la vida cristiana, se logra la paz interior sin lucha, sin combate contra el mal, contra la fuerza maligna del egoísmo, de las pasiones desordenadas, de la pereza, de la concupiscencia, del mundo ensañado contra Cristo. Ser cristiano es luchar. No se pude ser cristiano sin hombría, virilidad y fuerza.

Hay una falsa paz que solo sirve para engordar los vientres, cebar las bajas pasiones y castrar cerebros y reciedumbres.

A esa paz nos llama el mundo, en falso diálogo, para conquistarnos sin lucha.

Pero a esa paz no nos llama Cristo.

El pensamiento dominante del mundo globalizado acecha y avanza. Y resurge constantemente de sus propias cenizas, en odio a lo cristiano, como ocurrió en otros tiempos.

Y porque el cristianismo era lucha y combate interior -¡el más difícil!-, por eso, rápidamente, se transformó en una religión de soldados. Fueron las legiones romanas las primeras en convertirse en masa. No los sibaritas que llenaban sus arcas, vientre y vejigas en Roma y las grandes y opulentas ciudades del imperio. Eran los hombres de lucha y de trabajo, las clases medias que peleaban con sus empeños de cada día, los habitantes de los campamentos y de los cuarteles. Esos fueron los primeros cristianos.

Por eso, se convirtió el imperio. Y, cuando la Roma corrupta que buscaba la falsa paz a toda costa, cayó, subsistió en el cristianismo porque los nuevos conquistadores eran los mismos soldados germanos, francos, longobardos y visigodos, en los cuales los romanos decadentes habían declinado la responsabilidad de las armas, pero que ya, gracias a Dios, eran cristianos o estaban cercanos a hacerlo.

Por supuesto que nadie quiere inútiles guerras y, menos, entre hermanos. Pero no es el achanchamiento y la pachorra de la falsa paz lo que las evita, sino la vigilia de las armas.


Quede claro que no es en el pacifismo de la prosperidad liberal, ni en el puro ejercicio de la fuerza, ni en el voto, ni en la charlatanería de diputados y senadores, ni en el estómago y las glándulas satisfechas, ni en constituciones de papel, donde encontraremos la verdadera paz, sino en Cristo Jesús.

¡La Paz de Cristo en el Reino de Cristo! Ésa es la consigna ascética, apostólica y mística.

(Tomado de un sermón de Mons. Gustavo Podestá, 1980)





No hay comentarios:

Publicar un comentario