LA PAX ROMANA – LA PAZ DEL MUNDO
LA PAZ DE CRISTO
El imperio romano garantizó
durante mucho tiempo una relativa paz y seguridad. Precisamente la que
posibilitó la rápida difusión del cristianismo y, luego, su unificación. Fue a
lo largo de las famosas vías imperiales -maravillas de la ingeniería de la
época- por donde se desplazaron los descalzos pies de esos apóstoles que describe el Libro de los Hechos.
La relativa paz romana,
conquistada a fuerza del valor y la disciplina de las legiones, fue la que
permitió que los apóstoles anunciaran a todo el mundo la verdadera paz del Reino
definitivo. Curioso: fue el ejército romano el que abrió los caminos de la Paz
cristiana.
Vean,
hoy, cuando se habla de paz -y allí está la ONU y las ONG solidarias constantemente
hablando de ella- se piensa inmediatamente en la ausencia de la guerra externa,
del combate de las armas.
Y
está bien, pero quede claro que esa paz, buena o mala, no es aquella que viene
a traer y que nos da Cristo. Esta Paz de Cristo prescinde de si hay o no tiros
–mejor que no los haya, como regla general-. Es una realidad interior que se
anida en el corazón del hombre y que le da la gracia. Paz que hace, más allá de
los avatares y problemas de este mundo, más allá de los sufrimientos y las
dificultades, aún en medio de las tribulaciones, que el corazón del hombre
ancle en la seguridad del amor de Dios y en la promesa del Reino, de la Vida
eterna.
Es
esa paz y tranquilidad que, en medio del dolor y la dificultad, nos viene a
traer la Palabra de Dios, el consejo de una buena alma cristiana, el hablar con
un sacerdote o una religiosa santos, el abrir el Evangelio. ¡Cuántas veces, en
medio de una pena, uno toma, por ejemplo, la “ Imitación de Cristo” y todo vuelve a su
cauce, todo se tranquiliza.
“Quid hoc ad aeternitatem?” decía
San Luis Gonzaga, “¿qué
relación, qué importancia, tiene esto con lo eterno?”
“¿Qué son todos los sufrimientos de este mundo –afirmaba San Pablo- con lo que Dios, en el Cielo, nos tiene preparado”?
“¿Qué son todos los sufrimientos de este mundo –afirmaba San Pablo- con lo que Dios, en el Cielo, nos tiene preparado”?
Dios
me ama, ha muerto por mí en la Cruz, ha vencido al dolor y a la muerte. Él se
ocupa de mí. ¿Cómo no tener paz?
Pero
¿cómo tener paz, en cambio, cuando mi corazón está dividido detrás de mil
mezquinas ambiciones que cambian todos los días al compás de la moda y el lábil
norte de mi veleta corazón? ¿Cómo tener paz cuando el infinito desear de
felicidad con el cual fui creado lo vuelco al exiguo tiempo de este mundo y a
sus insignificantes bienes y, para peor, me topo frecuentemente con sus muchos
males? ¿Qué paz puede tener mi corazón en este mundo de envidias, de egoísmos,
de pasiones incontroladas, de apetitos multiplicados por la propaganda, de
divorcios íntimos y familiares, de falta de fines unificantes, de carencia de
ideales nobles y horizontes grandes que hagan mi vida digna de ser vivida?
Por
eso no confundamos la Paz de Cristo con la que nos quieren vender los políticos
o los seguidores de Mahatma Ghandi. Desde principios del siglo XX el marxismo
ha falseado la propaganda de paz, solamente para desarmar a Occidente y a los
países cristianos.
La
paz no es lo contrario de la guerra. Paz no es rendirse, como tampoco, en la
vida cristiana, se logra la paz interior sin lucha, sin combate contra el mal,
contra la fuerza maligna del egoísmo, de las pasiones desordenadas, de la
pereza, de la concupiscencia, del mundo ensañado contra Cristo. Ser cristiano
es luchar. No se pude ser cristiano sin hombría, virilidad y fuerza.
Hay
una falsa paz que solo sirve para engordar los vientres, cebar las bajas
pasiones y castrar cerebros y reciedumbres.
A
esa paz nos llama el mundo, en falso diálogo, para conquistarnos sin lucha.
Pero
a esa paz no nos llama Cristo.
El
pensamiento dominante del mundo globalizado acecha y avanza. Y resurge
constantemente de sus propias cenizas, en odio a lo cristiano, como ocurrió en
otros tiempos.
Y
porque el cristianismo era lucha y combate interior -¡el más difícil!-, por
eso, rápidamente, se transformó en una religión de soldados. Fueron las
legiones romanas las primeras en convertirse en masa. No los sibaritas que
llenaban sus arcas, vientre y vejigas en Roma y las grandes y opulentas
ciudades del imperio. Eran los hombres de lucha y de trabajo, las clases medias
que peleaban con sus empeños de cada día, los habitantes de los campamentos y
de los cuarteles. Esos fueron los primeros cristianos.
Por
eso, se convirtió el imperio. Y, cuando la Roma corrupta que buscaba la falsa
paz a toda costa, cayó, subsistió en el cristianismo porque los nuevos
conquistadores eran los mismos soldados germanos, francos, longobardos y
visigodos, en los cuales los romanos decadentes habían declinado la
responsabilidad de las armas, pero que ya, gracias a Dios, eran cristianos o
estaban cercanos a hacerlo.
Por supuesto que nadie quiere
inútiles guerras y, menos, entre hermanos. Pero no es el achanchamiento y la
pachorra de la falsa paz lo que las evita, sino la vigilia de las armas.
Quede
claro que no es en el pacifismo de la prosperidad liberal, ni en el puro
ejercicio de la fuerza, ni en el voto, ni en la charlatanería de diputados y
senadores, ni en el estómago y las glándulas satisfechas, ni en constituciones
de papel, donde encontraremos la verdadera paz, sino en Cristo Jesús.
¡La Paz de Cristo en el Reino de
Cristo! Ésa es la consigna ascética, apostólica y mística.
(Tomado de
un sermón de Mons. Gustavo Podestá, 1980)
No hay comentarios:
Publicar un comentario