POEMA AL PAN EUCARÍSTICO
Del escritor argentino Francisco Luis Bernárdez (1900-1978)
Custodia del
Congrego Eucarístico Internacional de Buenos Aires, del año 1934.
Expuesta en el
maravilloso Retablo Mayor de la Catedral Metropolitana de Buenos Aires
obra realizada en
el año 1774 por el tallista vasco Isidro Lorea, muerto en las Invasiones
Inglesas.
Yo, que lo miro con mis ojos,
sé que este Pan es el Señor de cielo y tierra.
Yo, que lo gusto con mi boca,
sé que este Pan es el Señor que nos espera.
Sé que la Forma de las formas
vive feliz en este trozo de materia.
Y que esta harina inmaculada
no es otra cosa que su Carne verdadera.
Sé que la Luz que no se apaga
brilla desnuda en esta luna siempre llena.
Y que la Voz de las alturas
duerme callada en esta boca siempre quieta.
Sé que el océano sin fondo
cabe sin mengua en esta gota que destella.
Y que la selva sin orillas
está encerrada en esta brizna carcelera.
Sé que el volcán inextinguible
se manifiesta en esta chispa de inocencia.
Y que el amor inenarrable
tiembla escondido en esta lagrima serena.
Durante siglos lo esperamos
comiendo a obscuras el manjar del viejo rito.
Y señalando nuestras puertas
con una sangre que era sangre y era símbolo.
Aquel cordero misterioso
nos daba fuerzas y valor para el camino.
Y con las huellas de su sangre
cerraba el paso a la traición y al exterminio.
Cuando los tiempos maduraron,
el firmamento dio su fruto prometido.
Y otro Cordero vino al mundo
para pagar al buen pastor nuestros delitos.
Antes de ser sacrificado,
quiso enseñarnos el supremo Sacrificio.
Y en este Pan maravilloso
se repartió de corazón entre sus hijos.
Desde aquel día lo tenemos
como alimento, como escudo y como alivio.
Y su poder nos une a todos
en una grey, en un pastor y en un aprisco.
¿Quién al mirarlo no se acuerda
del que llovió sobre la vieja caravana?
¿Quién al gustarlo no se acuerda
del que comimos en la tierra solitaria?
La sed y el hambre nos movían
hacia el magnífico país del pan y el agua.
Pero la fe de nuestros pasos desfallecía
en el desierto bochornoso .
Como la tierra estaba sorda,
quisimos ver si el cielo azul nos escuchaba.
Y el cielo azul nos dio con creces
lo que la tierra desdeñosa nos negaba.
Nubes de pan se deshicieron
sobre el rencor de la llanura desolada.
Y poco a poco la cubrieron
con vestiduras de alegría y de abundancia.
Con la virtud de aquel sustento
fuimos llegando sin dolor al agua santa.
Y, por el agua que renueva,
dimos al fin con este Pan que no se acaba.
Su luz, que alumbra y alimenta,
brilla sin tregua en el Altar y en la Custodia.
Y desde el fondo del Sagrario
se multiplica sin descanso en ondas infinitas.
Cruza los muros de materia
que la separan de los seres que ambiciona.
Vence las puertas que resisten
a la profunda caridad que la devora.
Pisa el umbral de las tinieblas,
entra en la ciega obscuridad, busca en las sombras.
Y al fin reposa en nuestras almas,
que son estrellas apagadas y remotas.
Infunde Paz en las que sufren;
deja su brillo de piedad en las que lloran.
Y a todas juntas las abraza
con un amor incomprensible para todas.
Después ajusta el movimiento
de nuestras almas al del Sol que la ocasiona.
Y con el Sol que la difunde
concierta el ansia incontenible de sus órbitas.
La Luz penetra en los lugares más silenciosos
y en los sitios más obscuros.
Y va llegando con sus rayos
hasta los últimos rincones de este mundo.
En los más fríos y olvidados
abre con honda caridad su blanco puño.
Y de su mano bienhechora
deja caer una semilla en cada surco.
Luego de haberlos fecundado,
vuelve cantando hacia su sol eterno y puro.
Y en su reflujo melodioso
va cosechando nuestros seres, uno a uno.
Rumbo a su nido fulgurante,
cruza de nuevo los umbrales y los muros.
Pero esta vez lleva consigo
nuestros más íntimos destellos, que son suyos.
Bien abrazada con nosotros,
entra por último en el cielo sin crepúsculo.
Y se confunde con el Astro
que está escondido en este Pan que miro y gusto.
Retablo Mayor de la Basílica porteña del Santísimo Sacramento en Plaza San Martín
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