La idolatría filantrópica
JM de Prada
El periodista español escribe
una breve nota en el diario ABC de Madrid, en alusión a la noticia de varios
abusos sexuales cometidos por integrantes de la organización Médicos sin
Fronteras en Haití.
Con su pluma magistral, atisba a esbozar
una de las idolatrías más presentes en la actualidad:
el espíritu sin trascendencia y la virtud huérfana
de principios,
que acaba contaminando los sentidos y
espiritualizando la carne;
el espíritu se vuelve «sensible» y con frecuencia
también «sensual».
17 de
febrero de 2018
LOS reiterados casos de abusos
sexuales perpetrados por miembros de una conocida organización filantrópica
merecen ser expuestos como un caso flagrante de lo que San Agustín llamaba el
«tedio de la virtud», que es tal vez la enfermedad más monstruosa de la vida
moral (y también, por cierto, la base constitutiva de las sociedades modernas).
Toda forma de vida virtuosa convertida en mera disciplina (esto es, huérfana de
un principio que le dé sustento y sentido), engendra tedio y acaba siendo la
más sutil y venenosa forma de depravación. Toda forma de amor al prójimo, si no
tiene abierta una ventana al amor ascendente, acaba pervirtiéndose. En cambio,
cuando no falta esa ventana, el amor es inmarchitable, según se nos cuenta en
el segundo canto del Paraíso: mientras Dante contempla a Beatriz, Beatriz
contempla las esferas celestes; y así Dante puede «elevar su agradecida mente
hacia Dios».
Lo explicaba maravillosamente Gustave
Thibon: «Todo lo que el hombre diviniza, por el hecho mismo de que lo separa de
Dios, lo impregna de nada. (…) Sólo podemos creer en la profundidad de las
cosas finitas en la medida en que las sabemos salidas de Dios y no las
confundimos con Dios». Cuando falta esta premisa, el amor a las cosas finitas
(empezando por el amor al prójimo) degenera en abstracción o en idolatría.
Cuando degenera en abstracción se convierte en proclama retórica de amor a la
Humanidad, olvidándose del hombre concreto; cuando degenera en idolatría
convierte al ser humano concreto en un ídolo. La primera de estas perversiones
filantrópicas, tan frecuente entre los demagogos, nos la explica a la
perfección Dostoievski cuando pone en boca de un personaje de Los hermanos
Karamazov: «Amo a la Humanidad; pero, para gran sorpresa mía, cuanto más amo a
la Humanidad en general, menos amo a la gente en particular». La segunda
perversión es todavía más sinuosa y retorcida, más hipócrita y malvada.
Se trata de amar ensimismadamente al
ser humano concreto, al que se deja de ver como alguien salido de Dios, para
convertirlo en un dios. Este amor idolátrico es una ilusión típicamente
neurótica: el hombre contemporáneo, después de matar a Dios, siente que su vida
interior es paupérrima y terriblemente cutre; y entonces necesita adornarla
divinizando a sus semejantes.
Del mismo modo que en el alumbrado
del siglo XVI había un exceso vital mal regulado por el espíritu, en el
filántropo hay una carencia vital compensada por una ilusión espiritual. Pero,
¡ay!, estas ilusiones espirituales que divinizan al ser humano acaban desarrollando
lo que Dostoievski denominaba «sentimientos mixtos»: el espíritu, alimentado de
supercherías, acaba contaminando los sentidos y espiritualizando la carne; el
espíritu se vuelve «sensible» y con frecuencia también «sensual». No estamos ya
ante la sensibilidad afinada por el ideal, como ocurre en los místicos; sino
ante la sensibilidad entremezclada y confundida con el ideal. Este tipo de
«sentimientos mixtos» no los padecen tan sólo los filántropos; también son muy
típicos de cierta tartufería religiosa. Clarín los retrató magistralmente en el
personaje del canónigo Fermín de Pas.
Y, en algunos casos extremos, estos
«sentimientos mixtos» pueden convertir el ídolo venerado en juguete sexual. Así
les ocurrió a muchos alumbrados, que terminaron organizando orgías disfrazadas
de retiros de oración. Así les ha ocurrido a estos filántropos. La banalidad
contemporánea trata de presentar estos casos como «abusos machistas»; pero son
algo infinitamente más sutil y venenoso.
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