ENTRE EL ABISMO DE NUESTRO PECADO Y EL ABISMO DE LA
MISERICORDIA DE DIOS
Reflexión
del antiguo abad cisterciense André Louf referido a la conversión y la vida de
la gracia.
“Cuando
los autores espirituales hablan de la vida de la gracia en el hombre, emplean
fácilmente expresiones como ‘avanzar’, ‘progresar’, ‘subir más arriba’. Aparecen
así como tributarios de los esquemas filosóficos o humanistas relativos a la
perfección, que son los de su cultura.”
“Vale la pena notar como este
esquema de perfección está en contradicción con lo que propone el Evangelio.
Jesús expresó esta contradicción de manera lacónica pero penetrante en una
pequeña frase que repite varias veces en contextos diferentes: “El que se ensalce será humillado; y el
que se humille será ensalzado” (Mt 23,12; Lc 14,11; 18-14). Estos dos
modelos del esfuerzo espiritual, Jesús los plasmó en la persona del fariseo y del publicano. El fariseo
representa el camino de una perfección humana y secularizada; el publicano el
camino específicamente cristiano del arrepentimiento y la conversión que el
hombre no puede descubrir por sí mismo, sino al cual Dios lo lleva suavemente
como fruto de una elección gratuita y de la maravilla de la gracia”.
“La breve oración del
publicano, conocida en una cierta tradición, bajo el nombre de ‘oración de
Jesús’ lo expresa perfectamente: ‘Señor
Jesús, ten piedad de mí, pecador’.”
“Es también el grito de la
Iglesia, esposa de Jesús, compendio y resumen de toda oración. Pues al fin y al
cabo sólo hay este grito, y más allá el amor, el abrazo entre el Padre y el
hijo pródigo, entre Jesús y el publicano, la unión largo tiempo esperada, entre
el abismo de nuestro pecado y el abismo de la misericordia de Dios”.
"En el mismo instante en
el que el pecador es perdonado, acogido ´por Dios y restaurado en gracia, el
pecado, -¡oh maravilla de las maravillas!- se convierte en el lugar en que Dios
entra en contacto con el hombre. Hay que ir todavía más lejos y decir que no
hay otro lugar donde encontrar de verdad a Dios y donde reconocerlo, sino en la
conversión.
Antes Dios no era más que una
palabra, un concepto analógico, un presentimiento o vago deseo, el Dios de los
filósofos y de los poetas, pero no el Dios que se revela en un amor sin
límites”.
“Dios no es un déspota
caprichoso, pero tampoco un abuelito inofensivo. Es sencillamente Otro, y no
puede ser encerrado en nuestras categorías y nuestras imágenes. Misterio y
contradicción que superan nuestra comprensión superficial. Misterio que no se
puede captar y que solo muy progresivamente lo puede hacer aquel a quién le es
dado volver a encontrar a Dios en la conversión y en el amor.
La conversión es un volverse
totalmente, es una conmoción del corazón. Despliega en lo más profundo un proceso
espiritual, gracias al cual el corazón se libera de toda dureza y rigidez;
abandona el egoísmo y la ambición. Se libera de sí y se abandona a Dios. Acepta
ser al mismo tiempo objeto de su cólera y de su amor.
Cuando
un corazón se entrega así a Dios, la cólera de Dios se transforma en el mismo
instante en un brasero de amor y de ternura. Dios se convierte entonces con
toda verdad en un “fuego devorador”
(Dt 4,24) Quien permanece así en la conversión, adquiere el verdadero
conocimiento de Dios.
Porque
conoce en primer lugar su pecado. Se ve confrontado con la cólera de Dios, pero
al mismo tiempo descubre la grandeza y el peso del amor de Dios. No dejará
nunca de conocer su pecado para anunciar la misericordia de Dios. Este
reconocimiento no es solo confesión, sino también acción de gracias,
eucaristía. Sus lágrimas no son lágrimas de pena, sino de amor sin límites. Su
arrepentimiento es su alegría y su única alegría es su arrepentimiento. Ha
creído en el Amor, se ha entregado al Amor.”
André Louf.
“A
merced de su gracia”
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