MUCHO MÁS ME PESA HABER
OFENDIDO A UN DIOS TAN BUENO
Y TAN GRANDE COMO VOS
LOS MISERABLES
Meditación del Monasterio del Cristo Orante
El Hijo pródigo de Bartolomé Murillo (1670)
Empapado en un sudor frío me incorporé en la cama como si alguien me hubiera agarrado de los pelos y sentado. El pulso acelerado, la respiración agitada y el eco reverberante del filoso grito, del lacerante grito, que, una vez más, pulverizaba la recurrente y agobiante pesadilla, por llamarle así.
Me urge, antes de avanzar con el relato de los hechos, dejar asiento de un escollo ancestral del cavilar humano. Creo que a todos resulta claro que afirmar que Júpiter queda arriba o debajo de nuestro planeta Tierra es completamente arbitrario; o mejor dicho: es inadecuado, indebido. Pues fuera de nuestro campo gravitatorio ya no hay arriba ni abajo.
Lo mismo cabe decir (y esa es mi urgencia, para poder retomar mi relato) de la eternidad respecto al tiempo. Hablar de acontecimientos eternos como previos a nuestro presente o posteriores a él es, de nuevo, no sólo arbitrario sino indebido. La eternidad acontece por fuera del tiempo y la relación que guarda con él no admite las categorías de anterioridad o posterioridad.
Aclarado esto, retomo los sucesos. Este recurrente despertar de la pesadilla ante el estruendo de una Voz ubicua y visceral increpándome de miserable, es el hilo de Ariadna con que ingresar (y regresar) a ese centro interior en que acontecen cosas, ¡infinitas cosas!, que son ajenas al tiempo.
Allí es engendrado un Hijo eterno. Y allí también, este mismo Hijo, Rey y Señor, juzga la raza de los hombres. Allí (si es que se trata de un lugar) soy juzgado por el divino Juez eterno. Sus ojos son llamas de fuego. Su porte, inconmovible. Sus inmensas Manos sobre su falda denotan una calma contenida (o al menos es lo que me resulta).
Los tiempos verbales son verbos del tiempo. A falta de otros, usaré el presente para referirme a estos hechos eternos protagonizados.
Allí, una voz, con una celeridad desmedida, reporta mi conducta, como un tejedor escarda la lana. Hay un aire litúrgico en el estilo en que lo hace. Diría que es cantilado, en tono recto, pero me resulta muy impropio utilizar estos términos. Lo cierto es que se entona mi vida completa en un timbre agudo, ligero y monocorde.
Lo abisal, lo escalofriante, es que superpuesto a eso, otra voz, un bajo grueso y profundo, a un ritmo lento, menciona otra conducta: la del Señor, el Cristo Viviente. Pero no alude a los hechos consignados en los Evangelios (¡ojalá así fuera!), sino a las Acciones concretas con que el Señor intervino en cada asunto de mi vida.
Tardé en caer en la cuenta de que se trataba de la misma estructura litúrgica con que se rezan los improperios el Viernes Santo: hijo mío, qué te hice, ¿en qué te ofendí? ¡Respóndeme! Yo por ti hice esto y aquello, y tú, en cambio, me devolviste con esto otro.
No eran ejemplos sueltos, representativos de cada etapa de mi vida, sino la enumeración completa y exhaustiva de cada uno de sus gestos y de los míos, opuestos, vergonzosamente opuestos.
Las voces ambas se cruzaban y entretejían en un doloroso lamento. El Juez y Señor, con ojos bajos (como si fuera Él el reo juzgado), con un Rostro dolido pero sereno, a intervalos impredecibles abre su Boca para bramar con un estruendo inefable: ¡miserable!
Hay indignación en la afirmación, pero no en la voz. En su Voz sólo hay dolor. Infinito dolor.
Los portentos de Dios sobre mi diminuta vida continúan el curso de su grave y minuciosa letanía. Obras y prodigios, dones y favores, regalos y perdones, auxilios inauditos. Y el maldito contrapunto de mi miserable cinismo, ruin y vil, hecho pensamiento, palabra, obra y omisión.
El Señor te perdonó barbaridades sin nombre y tú no olvidas aquel vuelto que te deben. ¡Miserable!
El Señor te concedió desmesuradas dádivas y tú te niegas a hacer ese minúsculo favor. ¡Miserable!
El Señor ha orado por ti, día y noche sin descanso y tú no eres capaz de hacerle compañía despierto, siquiera una hora. ¡Miserable!
El Señor derrama su Sangre por Ti y tú esquivas el bulto al más insignificante sufrimiento. ¡Miserable!
La letanía era interminable. Cada vez que la Voz del Rey y Señor tronaba su lamento, parecían conmoverse los cimientos de mi ser. Ese “Miserable” era un látigo de fuego que destrozaba mis entrañas.
Entendí que no había expresión más filosa, más lacerante, más hiriente que esa. Ojalá me dijera rebelde contumaz, estúpido o maldito, necio o malvado. Pero no: el acento era otro, pues el dolor del Ofendido era otro. Era la asimetría, el contraste, la vileza con que devolver mal por bien, odio por amor, golpiza ante el abrazo. Ese ¡miserable! (como aquel “¿por qué me pegas?” de la Pasión) parecía decir: no está el problema en que seas malo; lo intolerable, lo monstruoso, es que seas tan descaradamente ingrato, vil, innoble y rastrero con los dones recibidos. Tan desgraciado. Tan desaprensivamente cínico. Tan desalmado.
Eres exactamente eso: un miserable.
Es entonces cuando crece la angustia y el horror, ya no por los desaciertos cuanto por haber ofendido a un Dios tan bueno y tan grande como Tú. Y en un rapto de locura, pido el secreto milagro. Y en esa ínfima fisura que se da entre la sentencia y su ejecución se interpone mi Kyrie Eleison, como una lanza abriendo un Costado de eternidad. Y la sombra de la abeja sobre la baldosa vuelve a moverse, como en aquel patio de Praga. Por un milagro secreto, vuelve a haber tiempo. Para clamar misericordia. Y paso del estupor a la súbita gratitud. Y entiendo que el tiempo no tiene más razón de ser que ese: suplicar misericordia.
Sudado y sentado en la cama, aún puedo escuchar el hiriente y herido “Miserable”. Pero sin improperios. “¡Misericordia!”, grité. ¡Miserable!, se me respondió. ¡Misericordia Señor!, retomé. Miserable siervo, devolvió… Como un ritmo cardíaco, el tiempo recobraba su pulso y color al son de estos diástoles y sístoles de miseria y misericordia. Un progresivo alivio fue creciendo hasta tornarse bálsamo y consuelo.
Seguía habiendo indignación en la afirmación… pero en su Voz ya sólo había ternura y compasión.
Y lo entendí: en esa escueta fisura del Juicio, tajo en la eternidad, mientras se mueva la sombra de la abeja, se nos otorga gemir misericordia desde la candente miseria.
Cuando el pecado ya no es la mera infracción a un reglamento y pasa a ser el acto miserable, desgraciado y cruel con que devolver odio por amor; cuando pecado es la misteriosa y desalmada iniquidad que nos hace devolver con mal el bien recibido, nace la moral profunda.
Hay que hacer el paso del pecado como mera picardía y travesura, frutos del límite y la debilidad, al pecado como el sórdido y macabro hábito de dar vinagre al que tiene sed. Hay que entender de una buena vez, que la esencia del pecado, eso que lo torna tan tenebroso, no es el error o desacierto, sino la inexplicable ofensa a un Dios tan bueno y tan grande como Tú. Sin más motivo que la crueldad.
Nosotros, desalmados, los Miserables, escondidos dentro de tus Llagas, Señor, mientras se prolonga este milagro secreto, clamamos piedad, gemimos por misericordia.
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