Para construir el "edificio" lógico y exigente de la doctrina cristiana es necesario volver siempre a Santo Tomás de Aquino
“Muchos
naufragios en la fe y en la vida consagrada, pasados y recientes,
y muchas
situaciones actuales de angustia y perplejidad,
tienen en su origen una crisis
de naturaleza filosófica.
Es necesario cuidar con extrema seriedad la
propia formación cultural.
El Concilio Vaticano II ha insistido en la necesidad
de tener siempre a Santo Tomás de Aquino como maestro y doctor,
porque sòlo a
la luz y sobre la base de la «filosofía perenne»,
se puede construir el
edificio tan lógico y exigente de la doctrina cristiana”.
San Juan Pablo II, a los sacerdotes y religiosas de la parroquia San Pio V (28 de octubre de 1979).
Tomás de Aquino,
el Santo de la Verdad
Mons. Adolfo S. Tortolo V.O.T.
Artículo publicado en la revista Mikael
(Paraná, Entre Rios) (1974)
I. LA SANTIDAD
Quizá ninguna palabra
sea tan privativa de Dios como la palabra Santidad. "Yo soy Santo; solo
Dios es Santo", no son expresiones de un simple atributo. La Santidad de
Dios es mucho mas. Es ei medio vital en que vive Dios necesariamente, penetra
toda su realidad ad intra y toda su acción ad extra. Es el halo del misterio
que lo separa de todo. Pero es también lo absolutamente suyo.
Todas las culturas
han reconocido y reconocen la preeminencia del valor Santidad, y consienten en
que el santo es superior al héroe, al sabio y al genio. El mismo sentido
popular cuando quiere exaltar la bondad de alguien lo expresa todo diciendo: es
un santo.
Pero ¿en
qué consiste la Santidad? Santo Tomás de Aquino -cuya Santidad quisiéramos entrever-
nos señala dos elementos esenciales en la Santidad de Dios; negativo uno y
positivo el otro. La Santidad exige inmunidad de pecado y absoluta adhesión a
Dios o unión con Él. Es decir: adhesión total a Sí mismo.
Dios
y el pecado metafísicamente se rechazan y se oponen. En Dios no hay pecado ni
tiniebla alguna. Vive en un océano de pureza inmaculada y en un abismo de luz
incorruptible. Se extasía contemplando su límpida pureza. Ésta contemplación
eterna, siempre en acto, lo embebe en la unión fruitiva del amor a Sí mismo. En
esto consiste la Santidad de Dios.
Su
vida ad intra y su acción ad extra son santas, porque surgen de
la Fuente misma de toda Santidad. Una breve frase expresa bellamente esta
incuestionable realidad cuando afirma: “Dios santifica todo lo que toca”.
Esta
substancial Santidad de Dios se nos hizo visible y comunicable en Cristo. “El
Santo que de ti nacerá”… en el anuncio del Ángel marca el carácter específico y
sagrado de quien nacería de la “llena de gracia”. Desde ese instante, Cristo
Jesús, prototipo de toda Santidad, viene al mundo “lleno de gracia y de
verdad”, y “de su plenitud todos recibimos”.
Gracia
y Santidad se confunden entre sí. Por eso Cristo al comunicarnos su gracia nos
santifica, al santificarnos nos transforma en Él, al transformarnos en Él nos diviniza.
Nos introduce en la plenitud de vida que es Dios.
Ser
santo entraña aversión -odio es mejor-, pero aversión irreconciliable con el
mal y una adhesión total al bien. Ser santo equivale a vivir en el orden en que
vive Dios y al modo de Dios. Ser santo es elegir a Dios y mantener inmutable
esta elección, aun a costa de la vida. Ser santo significa estar en Dios; –inesse
in Deo– en grado sumo hasta lograr la fusión más plena en Él. Ser santo,
dentro de la mística paulina, es ser Cristo de algún modo.
Pero
al mismo tiempo ser santo es responder a una incuestionable exigencia de Dios ab
aeterno: “Sed santos porque Yo soy Santo”.
Todo
santo lo es en la medida en que participa de la Santidad de Dios y encarna en
sí aquellos elementos esenciales: inmunidad de pecado e inquebrantable o
absoluta unión con Dios. En este maravilloso proceso, en que Dios y el hombre
se adunan, hay constantes: la verdad, el amor, la gracia. La primacía la tiene
el amor.
Hay
también variantes: cada hombre, su libertad personal, su coyuntura histórica.
Interviene
Dios con su plan concreto sobre cada ser humano, así como sobre toda la
humanidad. La irrepetibilidad de los hombres nos advierte la irrepetibilidad de
los santos. Cada hombre es un mundo nuevo; pero el santo lo es muchísimo más.
La naturaleza configura distinto a cada rostro. Los rostros de la gracia son
más distintos todavía.
Cada
santo es una imagen viva de Cristo, gestada desde la profundidad de la gracia
y proyectada hacia afuera con el misterio de una misión personal volcada en su
corazón y puesta sobre sus hombros.
Esta
singularidad de cada santo puede ser llamada forma personal de Santidad. A la
pregunta en qué consistió la Santidad de San Francisco de Asís o de Santo
Tomás de Aquino, contestamos con la mirada puesta en ese rostro singular que
forjó la gracia en Francisco de Asís o en Tomás de Aquino.
II. LA SANTIDAD DE SANTO TOMÁS DE AQUINO
¿En
qué consistió la Santidad de Tomás de Aquino? A esta pregunta sólo se puede
responder de un modo aproximativo. Podríamos decir genéricamente que Santo
Tomás de Aquino vivió en el amor a la verdad, la verdad del amor.
Vivió
innegablemente el amor a la Verdad como misterio propio y como vocación
personal, sin otro interés ni otro compromiso que ella misma. Por eso. la hizo
conocer y la hizo amar. La intensa y fuerte luz de la Verdad proyectó la
totalidad de Tomás de Aquino hacia el Bien, al que se unió identificándose con
él como objeto de su amor.
El
fue con Dios el co-actor de su proceso personal, sin división, sin fisura, sin
interrupción, proceso de múltiples exigencias: a mayor verdad mayor amor. A
mayor amor mayor verdad.
Pero
en último análisis Verdad y Amor son Dios mismo, conocido y amado. Por eso su
sed de Verdad y de Amor fue infinita. Con esa Verdad y ese Amor comenzó a
vivir, animando la realización de su personalidad con el vigor de ambos. Marcó
su vida con el estilo espiritual de los perfectos y selló en ese mismo estilo
sus obras todas.
Volvamos,
pues, a la pregunta inicial: ¿en qué consistió la Santidad de Tomás de Aquino?.
El testimonio unánime de sus coetáneos afirma que desconoció la culpa. Poco o
nada el pecado tuvo que ver con él, no por falta de pasiones o de estímulos,
sino por un precoz ordenamiento de valores.
La
gracia necesita de la naturaleza. Y cuanto mejor es la naturaleza mejor será
la alianza de las dos y mejores serán sus frutos.
La
culpa, y sobre todo la culpa repetida, tara al hombre; lo corrompe. En estos
casos, asaz frecuentes, la gracia debe agotar su propia virtud curando
heridas, purificando zonas de la conciencia, borrando hábitos, disponiendo el
corazón del hombre a convivir con Dios. En el drama de los convertidos hay
mucho de esto.
En
cambio cuando el orden sobrenatural ancla en el niño, cuando sus potencias
vírgenes se dejan instrumentar por la gracia, cuando la gracia y la naturaleza
tempranamente se alían de un modo total y estable, en cierto modo se suprimen
los contrarios y se le restituye al alma la justicia e integridad originales.
La
historia de la Santidad nos presenta con relieves muy fuertes y personales a
dos santos que han vivido así desde la mañana de su vida: Santo Tomás de Aquino
y San Francisco de Sales.
Ambos
se entregaron a Dios entendiendo que esta entrega sólo podía ser absoluta e
incondicional. Ambos padecieron al iniciar la juventud una prueba crucial. La
magnitud de esta victoria les ahorró toda lucha futura. Radicados en una
pureza angelical, vivieron la “familiaritas divina” con la ingenua
espontaneidad del niño pequeño que se mueve y vive en el palacio de su padre.
Ambos mantuvieron un maravilloso equilibrio psicosomático. Ambos poseyeron de
un modo eminente el don de la paz interior y pudieron comunicarlo en
abundancia. Ambos personificaron una vida mística, tempranamente unitiva, más
allá de los fenómenos místicos. Ambos lo vivieron a Cristo internamente con
tal intensidad que ellos mismos se convirtieron en imágenes vivas del Señor;
en Cristos redivivos.
III. SANTO TOMÁS Y LA VERDAD
El
hombre está hecho para la verdad y para el bien. En escala ascendente, está
hecho para la Verdad absoluta y para el Bien supremo. Verdad y Bien que es
Dios.
Pero
Dios no suprime el ascenso y el esfuerzo en la búsqueda de la verdad natural.
Al contrario, los afirma. Todo el universo nació de Él, y en grados distintos
lo hace visible la creación entera.
Tomás
de Aquino busca la verdad por sí misma, sin compromiso intelectual alguno. Su
mente y su libertad interior son de un rarísimo metal humano. Aprendió a
preguntarse por el ser de las cosas: ¿qué es esto? para pasar de inmediato a la
pregunta: ¿para qué es esto? La verdad del ser y la verdad del fin. Y el fin
determina necesariamente en orden. Orden de ideas, orden de principios, orden
de vida, orden de conducta.
Desde
este simple punto de vista él puede remontarse -y se remonta- hasta el mismo
corazón de Dios. El itinerario de su mente para subir a lo alto o para
descender a lo más profundo está definitivamente trazado y sus trazos son
seguros.
La
cosmovisión, como la antropovisión, le son claras y perfectas. La luz y el
orden de la Redención les dan un nuevo sentido, un sentido superior: el
sentido teocéntrico. Dios, Principio y Fin de todo el universo.
Cuando
San Ignacio de Loyola escriba su Principio y Fundamento no hará otra cosa que
repetir un principio metafísico entrañado en toda la teología del Angélico. Los
modernos llaman a Santo Tomás “el genio del orden”. Pero más que genio debiera
llamarse el santo del orden esencial; orden que parte de la verdad y se
estructura en la finalidad de todo y de todos.
La
verdad, aprehendida por el hombre, concebida en su mente, no acaba con ser
imagen de la cosa conocida y su adecuación intelectual. La verdad exige una
respuesta. Pero cuando la verdad aprehendida es Dios, Dios irrumpe en la mente
humana como luz y la respuesta que pide es la aceptación total de Sí mismo. Es
indudable que las consecuencias de esta aceptación tienen un carácter absoluto
para el hombre.
El
miedo a la verdad es el miedo a la claridad de sus exigencias. El amor a la
verdad, la fidelidad a la verdad, revelan de un modo claro y terminante el
valor del hombre. El miedo, el desvalor.
Qué
raras son en la historia personalidades tan firmemente adheridas a la verdad
como lo es Santo Tomás de Aquino. Vive la verdad, la realiza, la transmite.
Este servicio fue para él un jugarse entero, casi siempre solo.
Aunque
de paso, cabe señalar aquí el rico y fuerte contenido de algunas frases
bíblicas, dirigidas no sólo al orden de la fe, sino también al orden
simplemente humano: amar la verdad, hacer la verdad, transmitir la verdad,
santificarse en la verdad. Estas expresiones y su contenido fueron el pan
cotidiano del Angélico.
Santo
Tomás de Aquino se desposó íntegramente con la Verdad. Se fusionó con ella. Fue
más feliz y afortunado que San Francisco de Asís, quien desposado con la
pobreza -su amada temporal- debió cambiarla en el umbral del cielo por la
opulencia divina. Santo Tomás, en cambio, se desposó con la Verdad y “la verdad
del Señor permanece eternamente”. En este desposorio se cumplió para el
Angélico el apotegma agustiniano: el hombre es lo que el hombre ama. “Amas cielo,
eres cielo. Amas Verdad, eres Verdad”.
La
verdad tiene sus propiedades, sus calidades propias. La verdad transforma en
ella porque transfunde sus propias calidades. La verdad es eterna, es
inconmovible, es imperturbable, es pacífica, es fecunda. Es incorruptible y
fiel, es inalterable. En qué forma extraordinaria se percibe la proyección de
la Verdad —vivida y convertida en alma propia— cuando se recuerda que el Verbo
de Dios, hecho carne, se definió a Sí mismo al decir: “Yo soy la Verdad”. En
última instancia sobre este módulo divino dejó correr el Angélico su pasión por
la verdad.
Santo
Tomás operó preferentemente en el ámbito de la Verdad revelada, de la que fue
heraldo y maestro. La verdad revelada le devolvió la llama serena de su fuego
con la luz y el sabor sobrenatural de la contemplación. La Verdad revelada hizo
de él uno de los más eminentes contemplativos. La nostalgia del cielo, la
nostalgia de la Trinidad, como herida en el alma, lo acompañó siempre.
IV. SANTO TOMÁS Y LA VIDA CONTEMPLATIVA
La
madurez espiritual suele manifestarse por la unidad interior, traducida en la
unificación de las potencias. Por un mismo acto se entiende y se ama.
La
vida moral de Santo Tomás, su virtud, la heroicidad de sus virtudes, es un
libro escrito para el cielo. Los testimonios recogidos en el proceso de
canonización aseguran la verdadera santidad de este “teólogo de Dios”. La ven
desde la cumbre, desde su santidad lograda. Desde allí desaparecen los
detalles.
La
piedra de toque es el amor, es la caridad. Los testimonios sobre la heroicidad
de sus virtudes son unánimes pero poco explícitos, si se exceptúa el testimonio
de su ferviente piedad eucarística, señalada concretamente por todos. Pero
están sus obras, de las que emerge su extraordinaria personalidad de santo,
inmerso siempre en una constante vida teologal.
Afirmamos
un primer presupuesto. Santo Tomás -el hombre de la Verdad- vivió lo que
escribió. Y lo vivió desde el lado de Dios, experimentalmente.
Su
vida teologal se caracteriza por la primacía de la contemplación y, como
consecuencia de ella, su nostalgia por el cielo.
Quien
afirma que su misión propia, su vocación, consiste en transmitir a los otros
las riquezas de las cosas contempladas, “contemplata aliis tradere“,
debe ser estudiado desde aquí: el hombre que ve a Dios y que padece a Dios. La
“visio Dei viventis et videntis” crea en el alma un supersentido: el
sentido de Dios. Sentido que sólo Dios puede comunicar al hombre como signo
del soberano amor con que Dios ama. Quien recibe este sentido queda
santificado, queda endiosado.
Contemplar
es entrar en las profundidades de Dios, en el abismo de su luz, no ya por el
impulso de la mente, sino por la atracción del amor.
A
la fórmula de Santo Tomás: “simplex intuitus veritatis” añade uno de sus
mayores discípulos: “sub influxu amoris” (Juan de Santo Tomás). La Fe
sola no contempla. Contempla el Amor operante bajo la dulce presión del
Espíritu Santo.
La
contemplación es toda una trama viva de Fe y de Amor. Es obra de Dios que se
ofrece a Sí mismo como Don divino para ser saboreado, para ser gustado.
Desde
el lado de Dios todo es simple, todo está dado, todo está a disposición del
alma para su fruición y su gozo. Desde el lado del hombre todo suele ser
complejo y arduo. Las disposiciones interiores del alma -positivas o negativas-
ejercen marcado influjo.
En
Santo Tomás de Aquino se dieron disposiciones positivas en grado sumo. Hasta
sus ancestrales estirpes contribuyeron a su calidad contemplativa. Su amor a la
verdad, su sentido del orden, su vida intelectual, su acendrado espíritu de
oración, su amor al silencio, dieron ese toque esencial que dispone plenamente
al “pati divina”.
Consciente
de que lo natural y lo sobrenatural no se yuxtaponen, sino que deben insertarse
vitalmente en la unidad, logró esa plenitud humano-divina semejante a la vida
teándrica del Señor.
Comenzó
a vivir aquello que él mismo llamaría en una síntesis poderosamente densa “la
gracia de las virtudes y de los dones”, abriéndose él mismo a las exigencias
de la Fe, del Amor y del Espíritu Santo, y dándose luego todo él mediante esa
entrega que en los místicos toma el nombre de pasividad.
El
mismo Dios es quien exige esta pasividad para realizar su obra, para penetrar
todo en toda el alma y ser Él conductor omnímodo de ella. La divinización del
alma, meta de la vida sobrenatural y de la acción propia de Dios exige este
ilapso de Dios en el hombre, este toque de “substancia a substancia” (S.
Juan de la Cruz). De este modo, transformado en Dios, participa el hombre no
sólo de la naturaleza divina, sino también hasta de las operaciones más arcanas
de Dios. No en vano el hombre es por gracia lo que Dios es por naturaleza (S.
Juan de la Cruz).
En
Santo Tomás esta transformación divinizante ocurrió en la mañana de su vida,
pura el alma, totalmente disponible a la acción de Dios. De ese haz de
misterios contenidos en “la gracia de las virtudes y de los dones” surgió su
vida mística. Por obra de esta gracia fue participando en el vivir y en el
obrar de Dios, y sobrepasado el cerco de la luz inaccesible, entró en consorcio
con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, y comenzó con Ellos el “sacrum
convivium“, incoado in via, consumado in patria.
Su
vida mística fue la de los perfectos casi ab initio. No necesitó de las
noches obscuras para purificar y afirmar sus virtudes teologales. Tampoco se
dieron en él los fenómenos místicos provocados por un incipiente e imperfecto
modo de convivir con Dios. Su adaptación a lo divino tuvo mucho de connatural.
Su experiencia mística nos recuerda la de María Santísima: sin asombros, sin
violencias, sin éxtasis.
Es
indudable que esa rara conjunción de lo humano y de lo divino, de lo natural y
de lo sobrenatural que se dio en él, hizo de Santo Tomás uno de los prototipos
de vida mística más acabados y de mayor relieve.
La
contemplación no es sólo la suprema actividad del alma, sino también la más
propia del hombre y la más deleitable -“operatio homini maxime proxima et
delectabilis“. Y subraya el Santo: “a la contemplación como a su propio fin
se ordena toda operación humana”.
La
contemplación es experiencia íntima de Dios por vía de amor. Tiende a la mutua
inserción entre el Dios contemplado y el alma contemplante. La Fe se proyecta
en luz y en verdad -una cuasi visión- y el Amor en unión que hace de Dios y del
hombre un sólo espíritu.
De
esta manera la contemplación deja de ser un acto y se convierte en una forma
de vida. Por esto mismo Santo Tomás no se contenta con atisbos de
contemplación: tiende a su plenitud como el niño a su condición de adulto.
Es
un principio clave en su vida el principio que categóricamente establece para
la actividad apostólica: sólo es válida aquella que deriva de la plenitud de la
contemplación.
Su
vida activa fue su magisterio. Vivió lo que enseñó. De este modo toda su
teología fue oración, fue conversación con Dios, fue contemplación de Dios. La
Trinidad, Jesucristo, la Eucaristía, la Gracia son temas que fluyen de él con
esa sobria unción de lo auténticamente sagrado. Temas gustados gracias a la
sobrenatural Sabiduría que colmó su espíritu.
Los
santos suelen tener un vocabulario propio, y un propio horizonte espiritual.
Se cumple en ellos la afirmación del mismo Jesús: “de la abundancia del corazón
hablan los labios”. Los santos hablan de lo que sienten, de lo que viven. La
insistencia en ciertos vocablos descubre un profundo filón del clima
espiritual que están viviendo. Así ocurrió en Santo Tomás. En todos sus textos
abundan estos substantivos, o sus correspondientes verbos o adjetivos; citados
al azar: fruitio, gaudium, desiderium, pax, patria, lumen, beatitudo, visio,
felicitas.
Son
substantivos que él vive, y de cuya substancia nutre su espíritu. Vocablos que
le son familiares por la riqueza mística común a los perfectos.
No
suya, pero sí de su tiempo y de su Escuela, y que él hizo suya, es esta
afirmación que contiene todo el misterio de la vida espiritual: “adhaerere
Deo et eo frui“. La vivió con intensidad insospechada. Este “frui”
ubicado en el mismo nivel que el “adhaerere” tiene una fuerza y un valor
universal.
Una
de sus oraciones termina con un final descriptivo que nos hace pregustar el
cielo: “Et precor Te, ut ad illud ineffabile convivium me perducere
digneris, ubi Tu cum Filio tuo et Spiritu Sancto, Sanctis tuis es lux vera,
satietas plena, gaudium sempiternum, iucunditas consummata, et felicitas
perfecta“.
V. LA NOSTALGIA DEL CIELO
Su
nostalgia del cielo fue nostalgia de Dios, ya que el cielo es Dios. Esta
nostalgia se dio en él —volvemos a compararlo con la Madre de Dios— al modo
como se dio en María Santísima.
Su
nostalgia no es febril, inquieta, o angustiante. Su corazón no late ni ansioso,
ni impaciente.
Ciertamente
tiene sed de Dios: “…quod tam sitio“. Pero es la sed metafísica del Bien
total y sumo. Se asemeja más a “la llama de amor viva que tiernamente hiere” de
San Juan de la Cruz que al “muero porque no muero” de Santa Teresa.
Sabe
que la gloria ha comenzado en él. La inchoatio gloriae no es el punto
geométrico que da comienzo a una línea. Es la posesión fruitiva de Dios, ya y
ahora, y que avanza como la luz del día al iniciarse el alba.
Su
espíritu está colmado con la luz y la presencia de Aquél a quien ama desde lo
más profundo de su ser. Su alma está en paz y goza en la posesión de su Bien
que lo sacia plenamente, aun cuando pide más de Dios.
Espera
en quietud imperturbable la próxima, la inminente revelación de Dios. Quiere
verlo, desea verlo porque lo ama. Y “el amor no se contenta sino con la
presencia”. Pero quiere verlo cuando Él lo quiera.
En
su nostalgia de Dios no está ansioso, pero acelera su paso a medida que su amor
crece. Siente en carne propia aquel principio que él mismo expusiera tantas
veces: “El movimiento es más rápido cuanto más se acerca al fin”. “Motus in
fine velocior“.
Su
nostalgia del cielo no es tedio ni cansancio, no es evasión ni angustia, no es
egoísmo ni refugio. Es la ley del retorno. Es volver al punto de partida, al
modo como el Hijo y el Espíritu Santo incesantemente retornan al seno del
Padre.
Una
de sus expresiones más sublimes, y que nos ofrece como apertura de su propia
intimidad espiritual, es la contenida en este himno: “Trina Deitas… per tuas
semitas duc nos, quo tendimus, ad lucem quam inhabitas”. Entre tanto espera
con esperanza teologal.
Cada
Santo tiene sus preferencias o sus afinidades con el mundo sobrenatural. No
sabremos hasta la eternidad cuál fue la suya. Sin embargo su recurso tan
frecuente a la visión beatífica -no como punto final de una lucha, de un drama
y ni siquiera de un destierro- sino como término de la ley de gravedad
espiritual, como invitación a la contemplación facial de Dios, su familiar
amistad con los Ángeles y los Santos, nos sugieren una profunda afinidad con el
mundo de la gloria. Una dulce y constante presión lo impulsa hacia la visión
facial de Dios.
Es
que su corazón ya era el cielo.
SÍNTESIS FINAL
Es
cierto que la piedad popular no venera mucho a Santo Tomás de Aquino, y puede
ser cierto que los teólogos no lo invoquen, pero la Divina Providencia
añadiéndole el nombre de Angélico, a la par del propio, consagraba a un
Arquetipo irrepetible. Y Arquetipo irrepetible por esa insólita fusión de
sabio, genio y santo.
Existe
una oración suya, llamada oración de oro, que diariamente recitaba ante el
Santísimo Sacramento, en la que la psicología, la ascética y la mística
componen la trama de un verdadero tisú espiritual. De ella fray Luis de Granada
hizo esta preciosa traducción:
“Oh
mi fino y amante buen Jesús, verdadero Dios escondido en este Sacramento,
dígnate despachar favorablemente mis ardientes súplicas.
Tu
beneplácito sea mi placer, mi pasión, mi amor. Concédeme que lo busque sin
descanso, lo halle sin tardanza, lo cumpla con amor. Muéstrame tus caminos,
enséñame tus sendas y dame a conocer hasta la definitiva salvación de mi alma
los designios que sobre mí tiene tu amantísimo Corazón”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario