LAS DOS MANOS DE DIOS PADRE
Una reflexión para el día de Pentecostés, donde se palpita la gran
sabiduría de la tradición cristiana entrelazada con la cultura griega y romana
en una admirable síntesis, de gran profundidad espiritual
Los Padres de la Iglesia solían graficar el misterio de la
Trinidad diciendo que el Padre tenía dos manos: su Hijo y el Espíritu Santo.
Quien más alentó esta imagen fue san Ireneo, explicando cómo la Redención no
podría darse sin la complementación con que ambos brazos divinos conjugan la
tarea, cada cual con su rol irreductible.
Alguno se atrevió a intensificar esto de los roles distintos, al punto de decir que casi eran roles opuestos aunque no contradictorios.
Y que gracias a esa divina oposición es que se da la magia de nuestra divinización.
Su Mano Derecha,
el Logos eterno, le aporta a la tarea Solidez, Rectitud, Firmeza, Justicia y
Justeza. Él es la Roca. Lo firme. Él es el sí, sí; no, no. La Espada sin
curvatura. La Solidez de la Verdad. Y encarnado, traduce con el peso de la
materia, esos mismos rasgos intradivinos.
Pero Dios tiene
otra Mano. Y es el Pneuma increado.
Su “forma de ser” (si me dan venia para decirlo así) es notablemente diferente.
Ya dentro de Dios mismo denota un rol bien otro: entre el Padre infinito y el
Hijo infinito, es Él quien sondea esas honduras abisales de la entraña misma de
Dios… Él es pura gracilidad, livianísima sutilidad, bellísima ligereza. Por eso
el lenguaje humano cuando intenta nombrarlo recurre a las imágenes del Aire,
del Fuego, del Agua, del Viento, del Aliento…
Así es Él en Dios y hacia fuera de Dios, cuando interviene, como Brazo divino, en la Obra redentora.
Son aquellas dos Manos del Padre, que Rembrandt, en su Regreso del Hijo pródigo se esmeró en pintar tan distintas.
Insistamos: sus
características tan diferentes son las que habilitan esta acción conjunta del
Hijo y el Espíritu en nuestros corazones. Pero ojo: podría imaginarse que al
ser fuerzas opuestas y de la misma intensidad, en la compensación se
neutralizan mutuamente, dejando en reposo el Obrar de Dios en nosotros.
Pues no. En absoluto.
La coincidencia de opuestos se traban en una sinergia paradojal donde los opuestos se potencian. Una espada encerada no la torna más blanda: gana en vigor; como la fonte mana y corre con más gracia sobre el contrapunto de su lecho pedregoso. El tornado embistiendo contra el firme acantilado no le resta a éste su vigor: le suma aplomo y firmeza. Las ráfagas de viento soplando sobre el fuego, no lo apagan: lo azuzan, lo enardecen, lo avivan…
Dicho con menos metáfora:
la Ley de Dios, traspasada por el Aliento del Amor divino, no la mitiga ni
atenúa: ¡al contrario!, alcanza un vigor y rigor descomunal. La filosa Palabra
de Dios, atravesada por el divino Pneuma, no se licúa ni se diluye: ¡al
contrario!, se intensifica. La Justicia divina abrasada por el Amor increado,
no es menos justa: ¡al contrario!
Lo dionisíaco y lo
apolíneo no se compensan o anulan entre sí: configuran un divino Torbellino
órfico, la maravilla de una Acción divina que precisa de lo recto y lo curvo,
lo sólido y lo líquido, lo suave y lo firme… pero no en un vaivén bipolar, sino
en la sinfónica simultaneidad de ambas Manos divinas.
Por eso necesitamos Pentecostés.
Y por eso
necesitamos que Pentecostés sea la plenitud de la Pascua.
La Iglesia siempre
se vio tentada de atarle una de las Manos a Dios. Creyendo que la
descompensación de fuerzas se resuelve inhibiendo lo dionisíaco o bien lo
apolíneo.
Y no. Hay que restablecer, sin intervencionismos, el libérrimo actuar conjunto de ambos Brazos del Dios Uno. Para que el tono muscular exacto, la afinación precisa de la paradoja cristiana recobre su “a punto”.
Una Iglesia
pneumática sin la robustez del Logos encarnado, es un macilento fantasma.
Una Iglesia cristológica, sin la sutilidad del Espíritu divino, es un pesado y torpe elefante.
En cambio, cuando el cristiano es movido por Ambas Manos de Dios, se da “eso” tan peculiar, tan inédito en la historia de las religiones, tan curioso como maravilloso: la conjunción de todos los opuestos posibles engarzados como una pieza de encaje, en la minúscula existencia de esta joya miniaturista que es el corazón humano divinizado.
Ocurre entonces lo inefable: el silencio de esta persona se torna elocuente, y al hablar dice el silencio; su veracidad es indulgente y su clemencia es abrumadoramente veraz; su amor es justísimo y su justicia, de una caridad exquisita. Alumbra como un cirio puesto en un lugar alto, desde el más secreto ocultamiento; la obediencia le otorga libertad, su pobreza lo hace rico, y su amor universal es tan concreto como un par de ojos donde se vuelca sin límites.
Logra lo imposible de impostar: ser aplomado y risueño, ser serio y afable, ser seguro y humilde. Áspero y cálido, calmo e imparable. Estable e imprevisible. Y no intercalando de a ratos lo uno y lo otro, sino en ese mágico “a-la-vez”.
El Hombre alcanzado por Cristo y el Espíritu es sereno y apasionado, profético y apacible. Es un niño anciano. Es lugareño y extranjero, comprometido y desentendido. Vive una cordura que es locura, y una fascinación por lo divino que es embriagadora sobriedad o sobria borrachera. Aplomo y desmesura se entresijan en apretada trama. Su alma es diminuta como un grano de mostaza y de una amplitud más vasta que el espacio estelar.
Está muerto pero vive. Lo embarga muy a la vez el temor y el amor, lo tremendo y lo fascinante, el llanto y el gozo.
Y su plegaria (tal
vez el rasgo más distintivo), su plegaria es tan sencilla como entramada:
balbucea rezos como un niño con la seriedad de un adulto. Es tan gratuita como
pretenciosa, tan pausada como insistente, tan confiada como retraída, tan
simple como un vaso de agua, tan compleja como un meduloso vino. Sus rezos son
sobrios y desmesurados. Audaces y comedidos. Disfruta su plegaria siendo su
mayor calvario: es su refugio y su tormento. Reza con muy pocas palabras… que
son incontables como las estrellas del cielo. Si valiera la sinestesia: en cada
plegaria ruge como una paloma, y arrulla como un león…
Heráclito lo llamó
bajo un término hoy tan banalizado: “Harmonía”. Y dice el presocrático que sólo
los dioses pueden otorgarla y que ésta no consiste en fusionar opuestos
irreductibles, sino en lograr que se den juntos.
¿Cómo es posible
encarnar tantos contrarios superpuestos?, ¿cómo pueden en el hombre darse
semejante cúmulo de abrumadoras paradojas?
El secreto es uno solo: no ser portador de un Cristo sin Espíritu ni de un Espíritu sin Cristo. Sino ser receptor del Aliento divino soplado por la Boca de Jesús, nuestro Orfeo, la Roca tallada por el Viento, Apolo ungido por Dioniso.
Sólo en ese soplido se nos concede la coincidencia de opuestos, pues es la Voz de Uno de la Trinidad y el Hálito del Otro. Y entre Ambos fraguan en el alma la forma trinitaria, haciéndola dios por participación.
El Can Cerbero ya
ha sido hechizado por el poder de la Lira de Orfeo. Su amada Eurídice ya ha
sido rescatada. Sopla aire fresco en Eleusis. Las ninfas todas claman por que
el Hijo de Apolo nos envié a Dioniso para que todo el Olimpo vuelva a Zeus y
vuelvan a haber héroes en la devastada tierra.
Veni Creator
Spiritus!"
Diego de Jesús
Monasterio del Cristo Orante, Mendoza.
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