EL MOLINERO
“Stat Crux, dum vólvitur orbis”
(la Cruz permanece mientras el mundo gira)
Meditación-cuento del
Monasterio del Cristo orante en el día de la Fiesta Litúrgica de la Exaltación
de la Santa Cruz.
No, no era olor a humedad. Al menos en esa acepción de encierro, de sótano lúgubre y sombrío. No. Claro que distaba mucho de saber a prado y rosas. El aroma aludía sin conflictos a un lugar entrañable, añejo y profundo. Aunque este terna de referencias humanas sólo ofrezca un pálido reflejo a lo entrañable, añejo y profundo del lugar en que me hallaba. Percibí una ligera familiaridad con el olor de la barrica en bodega. Sí, era olor a madera… a madera antiquísima, a roble estacionado, mezclado con… no sé qué vasta gama de sensaciones.
Si empiezo por los aromas no es porque sí, sino porque era el único de mis sentidos activo, al menos en ese primer compás.
Lo
corriente es, ante lo insólito, suponer la variable más cotidiana: estoy
soñando. Y no sabría decir por qué, pero no, no pasó ni por un instante por mi
cabeza esa posibilidad. Si algo me sentía –aunque no por los sentidos- era
despierto en un grado superlativo.
Y
ocurrió entonces lo que mi torpeza estropeará casi por completo al afrontar
esta desmedida pretensión por verbalizar lo inefable.
Ese
cúmulo de aromas intensos y vivaces fue creciendo y percibí ya con más nitidez
fragancias distinguibles: olí eso tan sutil como es la flor de la viña, olí
–insisto- madera, muchas maderas, olí sangre, olí sudor, olí piedra mojada, olí
harina, fuego, sal, aceite, y hasta agua limpia, que tan mal hacen en creer
muda en su aroma.
Y
cuando ese crescendo majestuoso llegó a su cumbre, como cuando tras la obertura
se levanta lentamente el telón y se alumbra progresivamente la escena del
primer acto, con cierta semejanza, mis sentidos todos fueron despertando y
recibiendo a la Realidad que ante mí acontecía. El negro absoluto fue cediendo
y mis ojos, como quien acostumbra la vista a la penumbra, comenzaron a percibir
el entorno, que nunca superó la media luz.
Si
bien no fue lo primero, pronto me vi a mí mismo. Y aunque resulte curioso, me
percaté de algo esencial: estaba yo ahí, era yo mismo. Moví las manos ante mí
como última corroboración y sí, era yo y respondía a mí mismo. Pude moverme, y
cuando crujió algo bajo mis pies me di cuenta de que llevaba un rato escuchando
sonidos que suavemente habían iniciado un fraseo sereno, constante, melodioso y
ritmado… pero a la vez algo salvaje e imprevisible.
Los
sonidos, al igual que los aromas, se superponían en una sinfónica gama de
procedencias: primaba el seco crujir de maderas. Digo, en volumen, no así en
protagonismo, pues por detrás de la firme percusión una serena y persistente
fricción de piedras de algún modo llevaba la melodía. Prosaica y preciosa a la
vez. Pero había más, mucho más, en la armonía sonora; recuerdo entre los
agudos: agua corriendo y engranajes de hierro silbando. Y sobre todo, ese pedal
de fondo, estable, macizo, pero a la vez grácil: como si un gravoso viento
soplara embravecido fuera de ese ámbito protegido. Pero no desentonaba ni
arruinaba la armonía musical: su lejano sonido y sobre todo su lejana bravura
ofrecía un fondo oscuro y compacto al cristalino sonar de piedra, herraje y
madera.
Mientras… mi vista ganó ciudadanía. Aunque es el día de hoy que todavía dudo si es que realmente vi o si mis demás sentidos, tan despabilados como exacerbados en su capacidad perceptora me hacían ver, por interpósito sentido, lo que creía ver “visualmente”. No lo sé.
Pero
las imágenes me acompañan desde entonces: en una serena penumbra me descubrí
parado sobre un delgado peldaño de una crujiente escalera caracol. Había polvo
en el aire; tanto, que me hizo acordar a ese aire denso que se genera en la
Liturgia cuando el incienso baña las ofrendas del altar. Pero no era humo: era
polvo. Y vi mucha madera: cruzada, encastrada, y sobre todo una robusta viga
vertical en constante movimiento. Mejor dicho: imperturbablemente quieta en su
eje, rotaba sobre sí cual potente perforadora.
Y
cuando me incliné para mirar hacia abajo, lo entendí todo, o mejor dicho,
entendí el escenario: ¡estaba en el interior de un molino de viento! Ni más ni
menos.
Allí
abajo, dos inmensas piedras recibían intacta la fuerza de la columna de madera
que traducía toda la bravura del viento recogida por las aspas, en la minuciosa
fricción con que la piedra superior giraba con incansable saña sobre la roca
basal. Algo se trituraba entre ellas: evidentemente –pensé- se trataría de
algún grano sometido a violenta molienda y que hecho harina se derramaba por
los laterales de la piedra. ¡En mi vida había visto una harina tan, tan blanca!
Pero ningún cernidor o lo que fuera parecía recogerla, sino que la molienda la
despedía casi como un surgente de agua mana a raudales sin coto ni mesura. De
modo que el piso completo del molino se veía como nevado, y entendí que esta
luminosa blancura era la que alumbraba –a media luz- todo el recinto.
Me
di cuenta entonces que mi mano derecha llevaba un buen rato entumecida y aferrada
a la baranda de la escalera. Me aflojé. Y pude entre los dedos leer al tacto
esa suavísima harina, que al frotarla con más esmero entre mis yemas –como lo
hacía la molienda- más que polvo me supo a aceite. Tiempo después (aunque
‘tiempo’ expresa muy mal el modo en que allí se hilvanaban los sucesos) me
percaté que esta molienda en escala entre manos, sabía más a caricia y braile
que a tortuosa tritura. Y sospeché así que tampoco la inmensa muela pétrea
ejercía ciega violencia.
Afuera
el viento sonaba cada vez más virulento: daba gusto sentirse protegido en ese
ámbito cálido y seguro. Supe después que afuera nevaba a rabiar en gélido
invierno. Mientras allí dentro, seguramente por la fricción de la molienda,
reinaba un calor envolvente y acogedor.
Si me fue dificultoso narrar los detalles externos que enmarcan aquella experiencia, más lo será abordar lo que sigue: mi experiencia interna. Cuál, mi sensación; cuál, mi ánimo, mi vivencia. Y es que, en insalvable conjunción, sentí gozo y dolor, sentí refugio y miedo, sentí paz y vértigo. Ganas de salir corriendo y de quedarme allí para siempre.
Si me fue dificultoso narrar los detalles externos que enmarcan aquella experiencia, más lo será abordar lo que sigue: mi experiencia interna. Cuál, mi sensación; cuál, mi ánimo, mi vivencia. Y es que, en insalvable conjunción, sentí gozo y dolor, sentí refugio y miedo, sentí paz y vértigo. Ganas de salir corriendo y de quedarme allí para siempre.
Y
lloré. A mares.
—
¿Por qué lloras? —escuché de una voz nítida y gruesa.
¬— ¿Quién eres? —pregunté haciendo caso omiso a la pregunta recibida.
— Soy el que pregunta por tus lágrimas —respondió la Voz con impecable lógica.
—No sé por qué lloro ni sé dónde estoy ni sé cómo llegué acá ni sé qué está pasando, ni sé… —no pude seguir con mi compulsiva ráfaga de nesciencia, pues el viento se había embravecido mucho más, al punto que crujía entero el entramado de cabios, durmientes y engranajes. La muela, muda y sonora, aceleraba su faena. Y no sé por qué, pero al ver su labor pensé en toda la virulencia del mundo, como expresándose en ese empecinamiento.
Y
mezclé –por imprevista asociación- la imagen de la molienda con la prensada de
uva, en esa masacre del lagar… Y bueno… es libre el lector de creerme o no, o
incluso de creer que aun sin intención de engaño, lo que luego vi responda
justamente a esa asociación que ya había hecho yo: y es que de la solera de la
molienda empezó a chorrear mosto o algo semejante. Espesos hilos púrpuras
drenaban por los cuatro costados de la inmensa piedra que ya no supe si molía
el grano de trigo o la uva del parral… o qué. Casi sin imagen, gravité y caí
sobre un solo concepto: sacrificio.
Fue
entonces que me asusté.
Y en vez de indagar por lo que extrañamente había visto, pregunté sin más:
—
¿Qué hago aquí?
La
respuesta demoró, pero llegó:
—Nada.
No te he traído aquí para que hagas algo. No siempre se trata de hacer.
Permanece y contempla.
—Es que…
—Permanece y contempla —me interrumpió con abrupta firmeza la Voz.
Bajé
la escalera y me acerqué hasta las piedras. Eran blancas e inmensas. Sólo la
inferior mostraba manchas como de sangre. Irradiaba un calor tal que la creí
una brasa incandescente.
Y aunque las piedras eran dos (no habría fricción posible sin esta otredad) parecían conformar un solo bloque de roca.
Su interacción me resultó, de nuevo, caricia y masacre a la vez. E imaginé el dorado e indefenso trigo, lleno de vida y sol, bajo el peso del…
— …del Amor del Padre y el pecado del Mundo —dijo con potencia la Voz, dejándome atónito, más que por la respuesta, por haber presenciado mi mudo pensamiento.
Asustado
y atraído apuré la pregunta:
—
¿Cuál es Vuestro nombre y por qué no os veo?
— Muchos son mis nombres y ninguno termina de nombrarme. Tú sólo dime “Molinero”. Y no me ves, no en razón de lejanía, sino de extrema cercanía. No me ves no porque interfieran muchas cosas entre tú y Yo, sino por todo lo contrario: ocurre que estás en Mí.
Yo soy Molino y Molinero, Muela y Molienda, Aspa y Volandera.
Y te he traído a mis entrañas, a mi mundo interior, para que permanezcas y contemples.
— ¿Contemple qué?
— El Amor más grande. En erupción. En plena faena. Los engranajes del Sacrificio.
Tras
decir esto, hizo silencio. Y retomó con Voz solemne y sonora:
—
“Stat Crux, dum vólvitur orbis” —sentenció en impecable latín— ¿entiendes esto?
— Sí, claro —apuré yo, con suficiencia—: La Cruz está, o mejor, permanece, mientras el mundo gira y gira… Es el lema de los cartujos… se lee también en el obelisco de la Plaza san Pedro.
—No te pregunté lema de quién era ni dónde lucía ni cuánto latín sabías. Te pregunté si entiendes. Y no entiendes. No se entiende. La clave está en el centro.
Pensé
en el centro del Molino. Su eje central por donde rotaba ese Leño frondoso
transportando la furia del viento hasta el altar de la molienda. Pero pensé
también, visto en planta, en el centro del Molino: la Muela, la Roca.
—
Entiendo que hay un doble centro, según cuál…
— ¡No entiendes! —fulminó cortándome en seco—. La clave está en el centro: en el centro de la frase. En el “dum”… Te traje a contemplar el “dum”… para que presenciaras este “mientras” en plena acción.
Y
agregó con tono afable, sereno y paciente:
—
Muchos lo han entendido –válidamente- como un contrapunto: el mundo gira,
desvaría, rodando y cambiando en hiperkinético desatino; en cambio: la Cruz,
firme, estable, no se mueve. Es la fidelidad de Dios en contraposición a la
volátil condición humana.
— Me recuerda la cúpula de las iglesias, donde la Cruz corona la esfera del mundo —intervine yo, ya casi como si se tratara de una charla de amigos debatiendo con crónica impericia asuntos subidos. Apoyé el codo sobre la Muela y me dispuse a dar cátedra:
—
Como en aquella novela de Chesterton…
— ¡El codo! —me interrumpió con Voz de trueno, haciendo crujir el molino entero—. Nadie toca la Roca y, menos, con esa naturalidad. Sólo el sacerdote la besa. Y a Chesterton déjalo en paz. Es cierto que el Mundo no podría hacer equilibrio sobre la punta de una cruz, cual una pelota sobre el dedo de un malabarista. Pero tampoco convence aplicar la cruz encima de la esfera, cual frutilla sobre un postre. El duelo se resuelve cuando la cruz atraviesa el orbe por completo, de polo a polo.
El
Molinero hizo una pausa. Por suerte, a mí se me habían acabado las ganas de
interrumpirlo o de salpimentarle sus enseñanzas. Sólo atinaba a mirar. A
“contemplar” como me había dicho. Pues las entrañas del Molino complementaban
con notable didáctica lo que el Molinero venía diciendo. La Voz me nombró por
mi nombre y agregó:
¬—
Se trata de que el mundo gire no a diferencia de la Cruz, sino que gire sobre
el eje de la Cruz. Desde estas entrañas del Molino podrás observarlo por ti
mismo. Hay una pieza crucial en todo este entramado de engranajes que ves. Y
está en el cabezal mismo del molino. En la encrucijada de las aspas se
concentra todo el dispersante furor de la energía eólica. Allí opera el alma
del molino: su función es transformar ese movimiento circular de las aspas en
un rectísimo torno capaz de horadar sobre un solo punto el centro del orbe.
Toda la dispersión centrífuga, todo el “vólvitur” del vueltear humano queda
concentrado sobre un punto, sobre un solo eje que absorbe la diáspora del
Hombre y lo enclava en su centro, su único centro, que es esta Muela, este
Sacrificio.
La
Voz viró sutilmente su timbre cuando añadió:
—
La blanca piedra de molino es signo de contradicción: puesta al cuello puede
hundirnos hasta el fondo del mar. Puesta en el centro de nuestras vueltas, nos
salva y alimenta, transformando nuestros vientos y suspiros en Pan de Vida
eterna.
—
¿Y por qué a mí, por qué yo debo presenciar esto? —animé, muy conmovido.
—
Porque te he visto pelear contra vientos y lo más grave: te he pescado
intentando atraparlos y encerrarlos. Y alcanza con que guardes en tu corazón
estas entrañas del molino para recordar siempre que sin viento no hay molienda,
y sin molienda no hay pan.
Estrella tus huracanes contra los brazos extendidos de esas aspas salvíficas, siempre dispuestas a recoger tus alocados bravíos y llevarlos al centro, a la molienda, a la Roca.
Estrella tus huracanes contra los brazos extendidos de esas aspas salvíficas, siempre dispuestas a recoger tus alocados bravíos y llevarlos al centro, a la molienda, a la Roca.
Deja que tu mundo gire. Permítele dar vueltas. Pero asegúrate del “mientras” con que la Cruz, de punta a punta, perfore y traspase -por tu más profundo centro- la totalidad de tus giros.
Tras
un silencio, un bello silencio, remató con clara intención de ofrecer con ello
una suerte de “finale molto maestosso”:
—
Yo soy el Molinero, el que sueña con el corazón del trigo y con el aroma del
pan. El que abraza los vientos nocturnos y los muele en secreto hasta la aurora
de pan. Te dije que tú estabas en Mí. Y no te mentí. Pero ahora te digo, en
verdad te digo: también Yo estoy en ti. Recogiendo tus vientos. Moliéndote el
Pan de cada día.
Entendí
que era hora de retirarme de allí. Mientras buscaba la puerta, se me vino aquel
“romance del molinero” de Jaime Dávalos… y mientras recordaba su letra logré
salir del Molino, que ahora pude ver en toda su majestad y esplendor desde
afuera. Y pensé en el Quijote, claro. Tal vez mi amigo el Molinero algo de
razón le hubiera dado: no en andarlo peleando, pero sí en que se tratara de un
Gigante, que por obra de un Mago cobró la forma y función de un molino de
viento.
Mientras
se achicaba a mis espaldas la silueta del Molino, procurando volver a mi
“vólvitur” pensé en qué día era. 14 de septiembre, me dijo la memoria: Fiesta
de la Exaltación de la Cruz. Me conmoví al percatar la coincidencia y volví a
mirar hacia el Molino: el sol ya se había puesto hacía rato. Sólo un tenue
rosado quedaba sobre el horizonte. Y recortadas, majestuosas, las cuatro aspas
abrazaban al Mundo… “como señal en el camino para viajeros libres”.
Y
volví a llorar. Y me hinqué en la nieve, mientras por dentro, atesorando la Voz
del Molinero y el ritmo de su faena, me vino al corazón el inicio de aquel
añejo himno a la gloriosa Cruz:
“Vexilla regis prodeunt: fulget Crucis mysterium”
(Los
estandartes del Rey se nos adelantan: es el misterio fulgurante de la Cruz).
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