Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

6 de septiembre de 2015

FIDES EX ÁUDITUS

EFFATÁ, SHEMMÁ
¿Y cómo oír hablar de Él, si nadie lo predica?
Rom. X, 14
Reflexión del Monasterio argentino del Cristo Orante en relación al texto evangélico de la curación del sordomudo (Mc. VII, 31-37)
Comienza con la travesía de Cristo y los Doce desde Tiro hacia Sidón, cercano el monte Hermón, hasta llegar al Mar de Galilea, relatando las maravillas de la naturaleza en esta región de la Palestina y las lecciones del discipulado, hasta llegar al milagro del Effatá.

Monte Hermón en Tierra Santa, de 2814 metros de altura, situado en la frontera de tres actuales países: Israel, Líbano y Siria, entre Sidón y Tiro

— Temprano, bien temprano habrá que arrancar mañana, si queremos llegar a remontar el río Leontes y dormir en las altas cumbres —avisó el Señor a los Doce.

— “Al que madruga, Dios lo ayuda” —aportó Bartolomé, con ingenuo candor, sin sospechar que el piadoso dicho popular no caía bien al Maestro.

— ¡Dios ayuda al que madruga y antes, y más, ayuda a madrugar! —fulminó Cristo con ojos encendidos.
Largo y sinuoso sería el viaje. Pero prometía belleza como pocos. 
Harían más de cien kilómetros, y el plan del itinerario preveía consumir para ello dos jornadas, y tal vez algo más.

Aún estaba oscuro cuando salieron los trece, muy de madrugada, a paso firme, de la todavía dormida Sidón.

El camino bordeaba el Mar Mediterráneo, aunque —según los recovecos topográficos— se alejaba o acercaba a la costa. Inmensos cedros del Líbano escoltaban el minúsculo sendero, ofreciendo a los silenciosos caminantes una suerte de Guardia de Honor de mudos gigantes que secretamente se arqueaban ante el paso hidalgo del Verbo Eterno en Quien todo fuera hecho y en cuyo Decir todo conservaba consistencia en el ser. 

El grueso alfombrado de pinocha hacía el andar más misterioso aún, casi mudo. 

Sólo parecía atreverse a desafiar el Silencio del Cristo de camino, el impertinente rugir del Mar Grande, rompiendo con violencia contra los peñascos fenicios. Parecía el chirrear del averno iracundo y desesperado por el “hasta aquí llegaste” de la Voz de Dios, que con Carne palestina, camina el Mundo, muy de madrugada, bajando de Sidón hacia Tiro, a punto de decirle al sol: ¡amanece!
Y amanece en Palestina.

Desde atrás del Monte Hermón asoma con tímida sumisión la primera claridad.

Y el Maestro se detiene. Y con Él, todos... y todo.

La primavera, explosiva, despliega —modestamente primero; luego, desinhibida— uno por uno sus encantos: aromas, colores, trinar de pájaros, brisas meciendo cedros y sicómoros... y el Verbo, el Cristo, muy de pie, cual director de orquesta ante el ensayar desordenado de todos los músicos, sube a su tarima —un descuajado cedro— y entona Su prístino Shemmá Israel.

Como armónicos reverberantes, la orquesta entera responde: Tú eres nuestro Rey; Tú afirmaste el orbe, lo hiciste inconmovible. El Cielo se alegra, la tierra se regocija; retumba el mar y cuanto contiene; exulta el campo con todos sus frutos y gritan de júbilos los árboles del bosque...

Hacia el mediodía pasaron por Sarepta, aunque no entraron. El sol se había puesto fuerte. El Señor, que iba puntero, relojeó a Juan, el más chico, y al verlo empapado de calor, se detuvo. Comamos algo acá —avisó al grupo, apoyando la palma abierta de su mano sobre la cabeza del discípulo amado.

Entre la bruma del acaldado mezzogiorno, tras el candente polvaderal, se recortaba la antigua Sarepta de los cananeos.

— ¿Saben por qué Elías pudo hacer el milagro aquí y no en favor de las muchas viudas que habían en Israel?

— Porque nadie es profeta en su tierra —apuró Tomás.

— ¿Pero por qué? —insistió el Señor.

— Porque la familiaridad produce acostumbramiento —arremetió Andrés, esmerándose en mostrar que lo había atendido en la Sinagoga de Nazaret— y la costumbre impide el milagro, atonta la mente y la fe.

— Y atonta el amor —aportó Juan, tímidamente.

— Sí, sí. Han hablado bien —sentenció el Maestro—. La costumbre impide el milagro. Pero... ¿por qué?

Sólo se sentía el desganado chirrear de cigarras y chicharras y el afanoso mordisquear de los comensales. Y el sutil tremolar de polvo, nimbando la facalda siesta fenicia.

— Saben, —avanzó el Maestro— La costumbre impide el milagro porque obstruye la escucha. Ustedes, por ejemplo, no han sabido escuchar todo lo que se ha dicho desde que salimos de Sidón.

— ¡Pero si has andado la mañana entera taciturno y callado! —emprendió el flemático Pedro, experto en azuzar el avispero...

— La tierra entera ha cantado la Gloria de Dios y ustedes no supieron escuchar su voz. Y no escuchan, porque el acostumbramiento les ha pervertido el oído.

Ustedes oyen sin escuchar. Como miran sin ver. 

Porque oyen y miran demasiado. Hasta el embotamiento. 

Tienen atascado el oído de mil palabras y conceptos, que taponan el acceso de mi Voz a vuestro interior.

Un silencio señorial cubrió al puñado de harapientos amuchados bajo la sombra de unas añejas retamas en flor. Un par de tórtolas arrullaba lo suyo, mientras incansables abejorros disfrutaban del dorado dulzor de la retama.

Todos tenían los ojos fijos en Él. Y aunque poco Lo entendían (y cada vez menos), una curiosa habilidad o instinto habían logrado desarrollar en estos años: ante un timbre muy determinado del Maestro (que podía surgir en la coyuntura menos pensada) sólo cabía callar, mirarlo, y atenderlo.

—Sí; no hay mayor tragedia que esta: mi Voz no pudiendo llegar al interior del Hombre. 

Esa Voz que Es desde antes de que el Mundo fuera. 

Esa Voz que pensó este Cosmos y al decirlo le dio consistencia y lo dejó impregnado de su timbre, de su fraseo, de su modo de decir las cosas...

Esa Voz que habló por los Patriarcas y Profetas...

Esa Voz que dijo Amén al Proyecto salvífico del Padre y dijo “Aquí estoy” ya en el seno de este Mundo y Madre.

Esa Voz que revestida de carne, timbre y dicción vino para decirles: amen, perdonen, oren, confíen en el Padre, desenfoquen la paja ajena, disfruten del Don, acojan toda Noticia Buena, déjense salvar...

Esa Voz, que por divina es Omnipotente y Creadora; y por humana: pobre y humilde, débil y esclava. 

Esa Voz mendiga al umbral de todo oído humano el “hágase en mí Tu Palabra” sin el cual queda a la puerta sin pasar. Y con el cual, sin más, hace lo que dice. 

Esa Voz, cubierta del rocío de la espera, ha venido a salvarlos, pero ustedes no quieren recibirla.

Sarepta seguía allí, minúscula, a las espaldas del Maestro, fulgurando al ardor de la siesta palestina. Jesús, levantando los ojos hacia las tórtolas que –cual flautas barrocas- en su arrullar habían acompasado el intenso discurso, remató:

— Sólo se trata de eso: de escuchar esta Voz, hoy. Sin resistencias. 

—Hay que escuchar la Voz de Dios y poner en práctica lo escuchado —acotó Santiago, sacando agua del reservorio universal de la arrogancia humana. 

— Ay, Jacob, Jacob —embistió la encarnada Voz de Dios— sigues luchando contra el Ángel. Por eso, también de ti amanecerá un “Fuerte-contra-Dios”, que luchará hasta mi Retorno en favor de las “acciones” humanas de esta empresa divina.—Y con enérgico ademán se incorporó para retomar la marcha.

No bajarían hasta Tiro. Pues por allí habían subido desde Galilea. El Señor quería volver por la Decápolis, para lo cual había que ir internándose por caminos escarpados hasta atravesar la Región montañosa, donde seguramente los sorprendería la noche.

Y así hicieron.

Puntero de nuevo, ágil como un cervatillo, avanzaba el Señor a paso franco y firme. Hasta que el sol se puso, sugiriendo plegaria, comida y descanso.

Majestuoso atardecer, en bronces y cobres, entre los agrestes y abruptos peñascos. Tras las oraciones, Tadeo se encargó del fuego y Leví de disponer la cena. Inmensa luna completa, emergió solemne y silenciosa. Sólo se escuchaba, cada tanto, ese grito entrañable y seco con que los zorros confiesan secretas añoranzas. Clima ideal para que el Rabbí retomara la charla:

—Qué creen ustedes: ¿gasta muchas, medianas, pocas o ninguna energía la luna para alumbrarnos? —Nadie atrevió la respuesta. Pues era cantado que el asunto venía con trampa. El Señor prosiguió:

—Ninguna. Ella tan sólo recibe y refracta la luz ajena. Así ustedes han de ser alumbrados y alumbrar. Tampoco un sarmiento se esfuerza por producir uvas: recibe la savia de la cepa.

Yo Soy la Vid, Yo Soy el Sol.
Yo Soy Palabra y vosotros, silencio.
Yo soy la Voz; vosotros, el oído atento.

A vosotros no les “sale” vivir la Palabra, porque no les “entra” el Evangelio.

Quien se abra a mi Palabra, se salvará. Quien se cierre, ya está condenado.

A esto he venido al Mundo: a pronunciar una Palabra Viva y eficaz; cortante como espada de doble filo.

—Dinos cuál es esa palabra y eso nos bastará —apuró Felipe.
Y el Señor los miró. Uno por uno los miró. Cada rostro, alumbrado por el centellear del fuego, expresaba con intensidad el cansancio y la pobreza, la dolencia y la impotencia humana. Todos percibieron que al Maestro le había gustado el “pie” de Felipe y redoblaba tambores con mirada y sonrisa, antes de derramar el logos salvífico en el corazón de sus íntimos.

—Effatá —dijo con inmenso gusto, demorando cada sílaba—. ¡Ábrete! Ábrete, Hombre, al Poder de un Dios que quiere salvarte por Sí mismo. 
Ábrete y escucha, que lo demás vendrá por añadidura. 

Pronto el frío de montaña apretó. Y bien acuevados, durmieron todos... menos el Señor, ocupado en asuntos Paternos.
El día siguiente ofrecía un itinerario más bello aún: la bajada hacia el Mar de Galilea, acompañando el descenso lúdico y risueño de arroyos cantores, por verdosas y mullidas riveras... De lejos divisaron Cesarea de Filipo, donde tiempo atrás Simón mutara en Pedro... El inolvidable “¿Y ustedes quién dicen que soy?” reverberó una vez más sobre el corazón de cada uno. Larga y silenciosa travesía les consumió el día, gravitándolos hacia el precioso Kinéret (el lago más bajo del mundo) que divisado desde los cerros delataba mudo la razón de su nombre, con su perfecta forma de lira.

—El fondo del orbe es un líquido salmo de alabanza al Padre —pensó el Logos, pero sólo para sus abisales adentros.

Ya casi de noche, lograron llegar a Betsaida, sobre la orilla del sereno Mar de Galilea.

Fue entonces, tras el rezo del Shemmá, que Jesús retomó su enseñanza:
—Quiero explicarles el auténtico sentido del “Shemmá Israel” que todos repetimos desde niños dos veces al día. “Escucha Israel”, manda Dios.
¿Para qué?; ¿para que prestando atención a la larga nómina de normas, preceptos y mandatos que el Señor tu Dios te impone, procures ponerlos en práctica? 

No. Escúchalos: pues ellos hacen lo que dicen. 

Si tú los escuchas, si tú amas esa Voz y la alojas, se cumplirá en ti todo lo que el Señor tu Dios manda que se realice en ti. Como la oveja: si reconoce la voz de su pastor, la sigue; pues esta voz la imanta, la encanta, la puede.

—Ahora entiendo —intentó reivindicarse Santiago—: Tu Palabra hace lo que dice, es eficaz. Nuestra es la tarea por abrirnos a ella.
—¿Que ahora entiendes? —increpó el Señor— Ay, Iacobus. Sólo Yo puedo abrirte a Mi Palabra. Sin Mí nada puedes. Sin Mí sólo puedes la Nada.

Yo Soy el Paso y la Pascua; Soy el Camino y la Vida, Soy el Decálogo y el Ábrete.

Y tras un silencio remató: 

—El que reciba mi Effatá, escuchará Mi Voz y cumplirá mis mandatos.

En esto consiste el amor que me deben: en que alojen mi Palabra.

Y agregó luego: —Vayan hasta los confines del Mundo, y en mi Nombre, conjuren los oídos de todas las gentes, pronunciando con fuerza y poder el “Effatá” recibido. En esto consiste “enseñar a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28,20).

Y fue allí, a la mañana siguiente, a orillas del calmo Mar de Galilea, que el Señor completó con gesto elocuente, sus palabras de travesía. Ligándolas intrínsecamente.

Le llevaron para eso el Sordomudo que nos relata el evangelista. No son dos dolencias, como todos saben. Se es mudo porque se es sordo. Y eso no es más que parábola viviente de algo que no todos saben y muchos, aun sabiendo, olvidamos: se está impedido de vivir la Palabra como una rasa consecuencia de ser sordo, imposibilitado de una auténtica escucha. 
}
Porque no nos entra, no nos sale.
La oímos, pero no la escuchamos.
Si la escucháramos, no haría falta más para ser canonizados y entrar limpios al Cielo. Fides ex áuditu. La fe procede de la escucha; de escuchar la Palabra de Cristo (Rom X,17). Y por la fe somos salvos (Ef II,8).

Y fue así que el Logos Eterno, en Carne, tomó con firmeza al enfermo, y lo apartó. 

A solas con el sordo.

El Dedo divino —Llama de Fuego ardiente— avanza por el interior obstruido del miserable. Cerrazón —habrá pensado—: no hay técnicamente nombre más preciso para rotular el conflicto humano. Pétrea cerrazón. Punzada, estoqueada, horadada por el Fuego divino: Lanza, Flecha, Bastón que parte piedra para que emerja del prístino hondón el agua pura atascada.

Y las Aguas Eternas —¡Plasma divino, Vida trinitaria!— hechas saliva del Pantocrátor, tocan el interior del miserable, que recibe el exorcismo primordial: ¡Effatá! dijo el Señor en un estruendo que conmovió hasta los cimientos del orbe.

Bene omnia fecit, dijeron. Todo lo ha hecho bien. Y no tras hacer un racconto de todo cuanto había realizado, sino tras esta acción. Todo lo ha hecho bien pues este es el “Todo” en cuestión de la misión salvífica de Cristo: destrabar la sordera humana, para que el Hombre pueda irresistirse a la Palabra que salva. Y quedar salvo. 

De ahí que el asombro hiciera cumbre.
Desde entonces, inclinar el oído sobre la Sagrada Escritura, y llevarse a la boca las Bienaventuranzas no es afrontar a un Dios que me desafía, sino a un Dios que me convida la Salvación. El Evangelio no es un manual promotor de propósitos. Él es Propósito. Divino e infalible. Performativo. Es Jesús mismo, en el ejercicio indefectible y continuo de su propio Nombre: Dios-está-salvando.

No hay Noticia más Buena que este gerundio horadando a las puertas de mi sordera. 

Buena y promisoria, pues este gerundio es más poderoso que mi sordera.

Effatá mata cerrazón.


No hay comentarios:

Publicar un comentario