Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

28 de abril de 2015

SANTA CATALINA DE SIENA ANTE LA DECADENCIA DE LA IGLESIA

LA DOCTRINA DE SANTA CATALINA DE SIENA ANTE LA DECADENCIA DE LA IGLESIA DE SU TIEMPO Y LA NECESIDAD DE UNA REFORMA

Conferencia pronunciada 

por Monseños Jaime Fuentes Obispo de Minas 

el 20 de junio de 2013 

en la Facultad de Teología del Uruguay. 





















Que “la Historia es maestra de la vida”, lo dijo Cicerón hace muchos siglos. Y esta afirmación vale también para la historia de la Iglesia, que se escribe en el misterioso entrevero del trigo con la cizaña, con la vida de los santos y también con traiciones y deslealtades de parte de los hombres, fuera y dentro de la misma Iglesia.

La reforma de la Iglesia nos interesa hoy especialmente. Es de todos conocido que, en las intervenciones de los Cardenales que participaron en el pre-cónclave del que posteriormente saldría elegido el Papa Francisco, la reforma de la Curia romana en particular fue un tema recurrente. A su vez, el nuevo Papa, en sus homilías diarias en la capilla Santa Marta, se refiere a esto mismo desde distintos ángulos: además de hablar del combate contra la “autorreferencialidad” de la Iglesia, insiste en la necesidad de luchar contra el “carrerismo” eclesiástico, contra el deseo de “hacer carrera” en la Iglesia, no sólo en el ámbito de la Curia romana, sino en el del mundo eclesiástico en general.

“La Historia, maestra de la vida”, es verdad. Y más lo es, como dice el Eclesiástés, que “nada nuevo hay bajo el sol”. Vayamos al siglo XIV, época en la que vive Catalina Benincasa, que en el año 1970 fue, junto con Teresa de Ahumada, la primera mujer santa que recibió el título de Doctora de la Iglesia. Al conferirle este título, que la Iglesia reserva para aquellos santos que brillan por la peculiar excelencia de su doctrina, el Papa Pablo VI se preguntaba:


“¿Qué entendía ella por renovación y reforma de la Iglesia? No ciertamente, la subversión de sus estructuras esenciales, la rebelión contra los pastores, el camino libre a los carismas personales, las arbitrarias innovaciones en el culto y la disciplina, como algunos desearían en nuestros días…”

A la vuelta de los siglos, Santa Catalina de Siena puede ayudarnos a comprender cómo llevar a cabo la reforma de la Iglesia. Trataré de explicar, en primer lugar, cuál era la situación de la Iglesia en el tiempo que le tocó vivir. Después vamos a considerar su enseñanza acerca del Papa, de los Obispos y de los sacerdotes. Y llegaremos a las causas de los males que, según Santa Catalina, sufría la Iglesia de su tiempo. Finalmente, veremos cuáles son los medios que, según ella, había que poner para llevar a cabo la deseada reforma.

Advierto que mi deseo es mantenerme en este nivel: exponer su pensamiento, nada más, dejando que cada uno saque sus personales conclusiones.

Decadencia de la Iglesia

Catalina de Siena vive entre 1347 y 1380. Si fuera necesario resumir en una palabra el estado en que se encontraba la Iglesia en ese tiempo, habría que hablar de decadencia.

En la famosa Historia de la Iglesia de Fliche et Martin, describiendo el cuadro general, se lee que abundaba la corrupción del régimen de beneficios; que se daban múltiples abusos en la concesión de privilegios y dispensas; se habla de la indignidad de los clérigos, de las negligencias graves y constantes en el servicio a las almas y, en consecuencia, del ambiente generalizado de supersticiones, de ignorancia, de costumbres paganas… Todos estos elementos intervenían en la formación del clima cultural de esa época.

Hay que tener en cuenta, como dato especialmente importante, que desde 1309, cuando Clemente V había cedido a los deseos de Felipe el Hermoso de que el Papa viviera en Francia, la sede de los Papas y de la corte pontificia no era Roma, sino Avignon, y lo fue durante 68 años, hasta que, gracias al empeño de Santa Catalina, el Papa Gregorio XI regresó a Roma. Es fácil imaginar la corrupción que reinaba en la corte pontificia de Avignon.

En la historia de la espiritualidad, por otra parte, en el siglo XIV conviven el descrédito acerca de las posibilidades de la razón iluminada por la fe –los teólogos llegaron a hacer de sus discusiones un ejercicio puramente verbal- y un difundido deseo de oración por parte de los fieles corrientes.
Éste es el tiempo en el que nace la devotio moderna, bajo el influjo de Gerard Groote, cuyo representante más cualificado será Tomás de Kempis, con su célebre Imitación de Cristo.

Junto con este movimiento, y teniendo en común con él el rechazo del intelectualismo al que acabo de referirme, florecen también los llamados “maestros seculares”, personas que enseñaban ¡el arte de hacer oración!, como fueron por ejemplo dos Cancilleres de la Universidad de París, Pierre D’Ailly y Jean Gerson.

Es necesario decir también que, en lo referente a la doctrina, la Iglesia vivió en la primera mitad del siglo XIV una convulsión importante. Es la época de los “fraticelli”, un movimiento que, aspirando a una Iglesia pobre, llegó a concebir dos Iglesias, una carnal y otra espiritual. Este movimiento daría pie a las ideas que, cincuenta años después, iba a exponer Marsilio de Padua en su obra Defensor pacis.

A juicio del gran historiador Hubert Jedin, “Marsilio no se contentaba con arrancar algunas piedras del edificio de la monarquía universal pontificia, sino que lo demolía hasta sus cimientos y ponía en su lugar la visión de una Iglesia reducida a lo espiritual, pobre y democráticamente regida, sobre cuya forma terrena de manifestarse, a la par que sobre sus bienes, manda sólo el Estado.”

Más adelante, las ideas de Marsilio de Padua influirán en los planteos que hará Wiclif acerca de la Iglesia, que desembocarán, en la literatura teológica de la época, en lo que se llamó “multitudinismo”, una concepción de la Iglesia que subrayaba el papel de la multitud en detrimento de la jerarquía. Esta corriente concebía el papado como la totalidad de los fieles jurídicamente asociados en vista de su común utilidad…

Ansias de reforma

En este panorama eclesial se desarrolla la vida de Catalina de Siena, una mujer apasionadamente enamorada de la Iglesia. Precisamente porque la amaba de esa manera, trabajó con todas sus fuerzas en su reforma, con el propósito de que reflejara en sus miembros la santidad a la que Dios nos llama. La Iglesia le deberá siempre que, gracias a sus esfuerzos, el papa Gregorio XI volviera a Roma. Pero la deuda de gratitud va aún más allá de este hecho: en su libro El Diálogo, así como en sus 381 cartas, su enseñanza acerca de cómo realizar la reforma, tiene un valor permanente. Es lo que veremos a continuación.

Hay que decir, en primer lugar, que frente a la decadenciaque mostraba la Iglesia, la voz de Catalina en favor de la reforma no fue una voz solitaria. En efecto, abundan los teólogos que escribieron acerca de ella. Pierre D’Ailly, por ejemplo, escribió un volumen titulado Super reformatione Ecclesiae; Gerson escribe uno De simonia, otro, De emmendatione eclesiastica; Mateo de Cracovia escribe su Speculum aureum de titulis beneficiorum; Teodoro de Nieheim, De necesítate reformationis ecclesiasticae in capite et in membris; Nicolás de Clemanges, De corrupto Ecclesiae statu… Desde los poetas se oyen también voces de dolor por la situación de la Iglesia: Francesco Petrarca, que vivió en Avignon, escribió:


Fontana di dolore, albergo d’ira/scola d’errori e templo d’eresia/giá Roma, or Babilonia falsa e ria/per cui tanto si piange e si suspira;/o fucina d’inganni, o pregion dira/ove ‘l ben more e ‘l mal si nutre e cria,/di vivi inferno, un gran miracol fia/se Cristo teco alfine non s’adira./Fondata in casta e umil povertate/contra tuoi fondatori alzi le corna,/putta sfacciata: e dove ‘ai posto spene?/ Negli adulteri toi, ne le mal nate/richezze tante? Or Constantin non torna/ma tolga il mondo tristo che l’sostene.

En suma, y volviendo a citar a Jedin, en el siglo XIV:


“hay un grito de reforma, de retorno a la forma primigenia del cristianismo, arraigada en la esencia de la revelación y expresada por la Iglesia antigua, que se hacía a ojos vista cada vez más intenso. Este grito salía de la conciencia de que la fundación de Cristo no correspondía, en su realización histórica y en sus miembros particulares, al ideal y a lo que debía ser; y en este sentido no era nada nuevo, sino tan antiguo como la Iglesia misma. Pero no puede negarse que ese grito se hace más fuerte y universal y toma una dirección muy determinada. Sin atentar por de pronto a la institución por Cristo del primado pontificio, la exigencia de reforma dirige sus dardos contra la secularización de la jerarquía eclesiástica y, señaladamente, contra el centralismo curial, el sistema de provisión de beneficios y el de tasas que con él iba anexo.”

En este estado de cosas, cabe preguntarse: ¿quién podía emprender la reforma?... A juicio de Fliche et Martin:


“no podía venir de arriba. No podía venir del Papa, reducido por los cardenales a la impotencia, capaz únicamente de aprobar iniciativas tomadas por otros, incapaz en cambio de emprender una reforma general de las estructuras eclesiásticas… No podía venir de la Curia, de un personal cada vez más burocratizado y secularizado… No podía venir tampoco de los reyes o de los príncipes. Los obispos, cuando se reunieron en concilio con otros clérigos, mostraron la misma incapacidad que los papas…”

Como se ve, humanamente hablando parecía imposible llevar a cabo la deseada reforma de la Iglesia. Pero se verificó entonces algo que el papa Pío XII explica en la encíclica Mystici Corporis:


“el divino Salvador mira por toda la Iglesia, ya iluminando y fortaleciendo a sus jerarcas para cumplir fiel y fructuosamente los respectivos cargos, ya también suscitando del seno de la Iglesia, especialmente en las más graves circunstancias, hombres y mujeres eminentes en santidad, que sirvan de ejemplo a los demás fieles para el provecho de su Cuerpo Místico.”

Catalina Benincasa fue una de esas mujeres. Tenía veintitrés años, en 1370, cuando Dios le hizo ver que debería llevar a cabo una misión especial: tendría que salvar almas, ir por los pueblos, ir en presencia de los que gobiernan la Iglesia y las ciudades… Como a Francisco, un siglo antes, le llegó el encargo de reconstruir la Iglesia, Catalina recibe su encargo del Cielo y, a partir de entonces, sólo vivirá para cumplirlo.

En el marco histórico que hemos dibujado, cuando la Iglesia sufría grandes tensiones, tanto por la mala conducta de no pocos pastores como por las tensiones externas que la acosaban, Catalina de Siena, por encima de cualquier consideración humana, ve a Jesucristo, puente perfecto entre el cielo y la tierra sobre el cual está la bodega de la santa Iglesia, que contiene la Sangre de Cristo; mira la Iglesia como a la Esposa de Cristo, que fue quien dispuso que sea el Sucesor de Pedro quien la guíe; es Él, Jesucristo, quien quiso que haya en la Iglesia los que se ocupan de gobernarla y santificarla, los Obispos, sucesores de los apóstoles; y que haya sacerdotes, otros Cristos, administradores de su Sangre.

Vamos a acercarnos ahora a escuchar qué enseña Catalina acerca del Papa, de los sacerdotes y de los Pastores de la Iglesia, es decir, de los que componen su estructura jerárquica fundamental.

El dulce Cristo en la tierra

El Papa es el dolce Cristo in terra, así lo llama, y debe su dignidad al hecho de que tiene las llaves de la Sangre. Es así porque Jesucristo se las confió “al apóstol Pedro y a todos los que han venido o vendrán desde ahora hasta el último día del juicio: tienen y tendrán la misma autoridad que tuvo Pedro.” (Diálogo).

En consecuencia, es necesario obedecerlo, escribe en una carta:


porque está en el lugar que ocupa Cristo en el cielo (…) Lo que a él le hacemos, lo hacemos a Cristo en el cielo, o reverencia o vituperio.”

El deber de la obediencia al “dulce Cristo en la tierra” llega a las últimas consecuencias, escribe en una carta:


hay gente que razona falsamente, puesto que dicen: Cuántos defectos tiene (el papa)… No es digno de que se le ayude… “¡Que sea lo que tiene que ser; que se ocupe de las cosas espirituales y no de las temporales!”... No se dan cuenta de que razonan mal, porque sea como sea, bueno o malo, no podemos retraernos de cumplir con nuestro deber. La consideración que hacia él tenemos no es por sí mismo, sino que reverenciamos la Sangre de Cristo y la autoridad y dignidad que Dios le ha dado. Esta autoridad y dignidad no disminuyen por ningún defecto que tenga.”


Al mismo tiempo que defiende la autoridad del Papa y el deber de obedecerlo, Catalina no tiene ningún reparo en recordarle al mismo Papa Gregorio XI que tiene que cumplir su deber en la Iglesia:


“No sois pobre, sino rico, puesto que lleváis en la mano las llaves del cielo… Yo, si estuviese en vuestro lugar, temería que el juicio divino viniese sobre mí. Os ruego dulcísimamente, de parte de Cristo crucificado, que seáis obediente a la voluntad de Dios; sé que no queréis ni deseáis otra cosa más que hacer su voluntad, para que no os caiga aquella dura reprensión: ‘Maldito seas, porque no has aprovechado el tiempo y la fuerza que te fueron encomendadas’.”

En otra carta escribe a una seguidora:


“Humildemente quiero que pongamos la cabeza en el regazo de Cristo en el Cielo con afecto y amor, y de Cristo en la tierra, que hace sus veces, por reverencia a la Sangre de Cristo, de la que él tiene las llaves… Y no penséis, al ver que Cristo hace de cuenta en esta vida que no ve, que vaya a ser menor el castigo en la otra. Cuando el alma sea desnudada del cuerpo, entonces le mostrará que realmente ha visto.”

El final de la carta al Papa antes citada es significativo del carácter de Catalina, paradigma de lo que siglos más tarde el Beato Juan Pablo II llamaría el “genio femenino”: una amalgama de fortaleza y afecto, de respeto y humilde desvergüenza, que la lleva decir la verdad sin rebajarla en nada:


“Perdonadme, perdonadme, que me lo hace decir el gran amor que siento por vuestra salvación y el gran dolor que tengo cuando veo lo contrario. Con gusto os lo habría dicho directamente, para descargar por completo mi conciencia. Cuando quiera vuestra Santidad, iré con gusto a veros. Pero haced que yo no tenga que hablar de vos delante de Cristo crucificado, que a nadie más que a Él puedo dirigirme, puesto que no hay nadie mayor que vos en la tierra. Permaneced en el santo y dulce amor de Dios. Humildemente os pido vuestra bendición. Jesús dulce, Jesús amor.”

Los Cristos

Los sacerdotes. ¿Quiénes son los sacerdotes?


“Son mis ungidos y los llamo mis Cristos, porque los he puesto para que me administren a vosotros. Como flores perfumadas, los he puesto en el cuerpo místico de la Santa Iglesia.” (Diálogo) Son los “elegidos (por Dios) para que por ellos os sea administrada la Sangre de mi humilde e inmaculado Cordero, mi Hijo unigénito” (Ibid.).

La dignidad del sacerdote es infinita, ni siquiera los ángeles la tienen. Cuando ejercen virtuosamente esta dignidad, “se revisten del dulce y glorioso Sol que yo les he dado para que lo administren”, dice Dios Padre por boca de Catalina. (Ibid.).

Los sacerdotes, porque son otros Cristos y tienen la mayor dignidad, están en la Iglesia “para anunciar mi palabra y la doctrina, y deben (…) dejar las cosas muertas a los muertos y gobernar las almas, que son cosas vivas: deben gobernarlas administrándoles los sacramentos, los dones y las gracias del Espíritu Santo, y apacentarlas con el manjar de una vida santa.” (Ibid.).

En este contexto de la santidad que Dios, la Iglesia y el mundo esperan de los sacerdotes, es fácil comprender el dolor de Catalina de Siena frente al modo de vivir de no pocos de ellos en su tiempo. Baste con reproducir aquí algunas de sus palabras, contenidas en El Diálogo y en sus cartas.


“tienen que tener por esposa el Breviario y los libros de la Sagrada Escritura por hijos, y en ellos deleitarse para dar doctrina al prójimo, de manera que lleven una vida santa… En cambio, su esposa no es el Breviario –más aún, tratan al Breviario como una adúltera–, sino que es una demonia miserable que vive con él; sus libros son los hijos que tiene y es con ellos con quienes se deleita sin ninguna vergüenza.”

Los malos sacerdotes, dirá:


“no son guardianes de las almas, sino devoradores de ellas; ellos mismos las ponen en las manos del lobo infernal.”

La conducta indigna de los malos sacerdotes se manifiesta también en la búsqueda insaciable de beneficios:


“el que tiene uno, busca dos; teniendo dos, busca un tercero…”

Un ejemplo más, especialmente significativo de la mala conducta de los sacerdotes, se encuentra en El Diálogo en boca de Dios Padre:


“Hay algunos que son tan demonios encarnados, que muchas veces hacen como que consagran y no consagran, por miedo de mi juicio… Por la mañana se levantan de la inmundicia y a la tarde de su desordenado comer y beber. Ese sacerdote tiene que cumplir con el pueblo y, considerando sus iniquidades, ve que en conciencia no debe ni puede celebrar. De ahí que le entra un poco de miedo de mi juicio, no porque odie el vicio, sino por el amor que tiene de sí mismo… Pero entonces no recurre a la contrición del corazón ni al disgusto por sus errores con el propósito de corregirse, sino que decide remediar el asunto no consagrando. Y, como un ciego, no ve que el error es mayor que antes, porque hace que el pueblo sea idólatra, haciéndolo adorar la hostia no consagrada… ¿Qué debe hacer el pueblo para no caer en esta equivocación? Debe orar bajo condición: si este ministro ha dicho lo que debe decir, creo verdaderamente que Tú eres Cristo, Hijo de Dios verdadero y vivo…”

Estos pocos ejemplos pienso que son suficientes para ilustrar cuál era la situación en la que se encontraban no pocos clérigos en los tiempos de Catalina y, al mismo tiempo, para comprender mejor la necesidad de reforma que sufría la Iglesia.

Demos un paso más, preguntándonos: ¿cómo se explica que el clero hubiera llegado a tan desgraciada situación?

La respuesta, según Santa Catalina de Siena, es una sola: han sido los malos pastores –es decir, los obispos y los superiores religiosos– quienes, por sus omisiones y sus faltas de autoridad, han permitido que germinaran tantos vicios. Se lee en El Diálogo, como resumiendo en su raíz el motivo de la mala conducta de los clérigos:


“todos estos males y muchos otros, de los que no te quiero hablar para no apestar tus oídos, provienen de los malos pastores, que no corrigen ni castigan los defectos de los súbditos y no se preocupan ni tienen celo de la observancia de la Orden, ya que ellos mismos no la observan.”

El día de la ordenación episcopal, el obispo recibe el báculo, signo de su deber de proteger al rebaño que le confía la Iglesia, porque:


“las ovejas que no tienen pastor que cuide de ellas o que las sepa guiar, fácilmente se descarrían y con frecuencia son devoradas y despedazadas por los lobos.”

Recuerdo de mis años de estudiante, en España… Veía en el Pirineo navarro a un pastor llevando un rebaño de ovejas acompañado por un perro que lo ayudaba a buscar a una que se separaba demasiado de las otras, o ladrando cuando advertía algún peligro… Para Catalina de Siena, la conciencia es el perro al que hay que alimentar bien, para que, a la hora del peligro, tenga fuerzas para enfrentar al lobo.


“El mal pastor (en cambio) no se preocupa de tener el perro que ladre cuando ve venir al lobo, sino que lo tiene semejante a sí mismo… Estos ministros no tienen el perro de la conciencia que les ladre, ni el bastón de la santa justicia para corregir. (…) Si les ladrase el perro de la conciencia y castigaran sus propios vicios y los de sus ovejas, éstas se salvarían y volverían al redil. El perro de la conciencia se ha debilitado tanto que no ladra, pues no está suficientemente alimentado”(Diálogo).

Esta deformación de la conciencia del pastor, que le paraliza para cumplir el oficio que le ha sido encomendado en la Iglesia, trae consigo consecuencias muy graves, puesto que:


“quien no se corrige a sí mismo y no corrige a lo demás, hace como el miembro que ha empezado a gangrenarse. Si un mal médico pone en él solamente ungüento y no cauteriza enseguida la herida, todo el cuerpo se gangrena y se corrompe. Así, los prelados y los superiores, si ven que alguno de sus súbditos empieza a corromperse por el pecado mortal, si le ponen solamente el ungüento de la lisonja sin la reprensión, jamás se curará, sino que llegará a corromper a los otros miembros” (Diálogo).

Catalina llega a las causas últimas del problema: ¿por qué los pastores han llegado a este estado? ¿Cuál ha sido el mal fundamento sobre el que construyeron un edificio interior tan débil, incapaz de soportar el peso de las responsabilidades que lleva consigo en la Iglesia el oficio de pastor?

Una sola idea aparece en muchas de sus Cartas:


“Los pastores duermen en su amor propio, en avaricia y suciedad; están tan ebrios de soberbia, que duermen y no les duele que el diablo, lobo infernal, se lleve su Gracia y también la de sus súbditos. A ellos no les importa. Y el motivo de todo es la perversidad del amor propio. ¡Qué peligroso es este amor en los prelados y en los súbditos! Si es prelado y tiene amor propio, no corrige los defectos de los súbditos, porque el que se ama por sí mismo cae en el temor servil y no reprende. Si se amase a sí mismo por Dios, no temería con temor servil, sino que, con arrojo y con un corazón varonil reprendería los defectos y no callaría y no haría de cuenta que no ve.”

Llevaría un tiempo excesivo explicar prolijamente la doctrina de Catalina de Siena acerca del amor propio, espiritual y sensitivo. Puede ilustrar su importancia este juicio de uno de los más conocidos estudiosos de su pensamiento, Ángel Morta, que dice acerca del amor propio: el lenguaje de Catalina tiene:


“la hondura de lo trascendente. No es el “amor propio” que llevamos a ras de piel en nuestras relaciones con el prójimo, y que hace adoptar posturas recelosas, rígidas, cerradas, rencorosas; o hace que se hiele un elogio o se entristezca por un olvido… Este amor propio es de pura superficie; el “amor propio” del que habla Santa Catalina ha de entenderse siempre en esta hondura del quererse a sí mismo frente al amor debido a Dios.”

Citaré solamente un pasaje de El Diálogo. En boca de Dios Padre se encuentran estas palabras:


“Vuestros pecados no consisten en otra cosa más que en amar lo que yo odio y odiar lo que yo amo. Yo amo la virtud y odio el vicio. Quien ama el vicio y odia la virtud, me ofende a mí y se ve privado de mi gracia. Camina, como ciego, no conociendo la causa del pecado, esto es, el amor propio sensitivo; no se odia a sí mismo ni conoce el pecado ni el mal que de él se sigue. No conoce la virtud ni me conoce a mí, que soy causa de darle la virtud que a él le da vida, ni la dignidad, en la cual, por medio de la virtud, se conserva teniendo la gracia.”

Catalina desentraña los movimientos del alma, analiza sus potencias y llega hasta la raíz de la que nacen los buenos o malos frutos. El alma está ordenada hacia el amor, porque fue creada por amor y sin él no puede vivir. Pero si la voluntad –el “afecto sensitivo”– ama las cosas sensibles, la inteligencia, que es la más noble de las potencias del alma, tenderá, por su amor propio, a ocuparse sólo de lo transitorio y, en consecuencia, encontrará disgusto por la virtud y amor en lo vicioso.

Se puede preguntar: ¿y qué pasa con la fe, cómo interviene en este proceso? Santa Catalina recurre a una imagen muy sugerente: dice que así como “la inteligencia es el ojo del alma, (…) la fe es la pupila del ojo. (Esta pupila de la fe) fue puesta en los ojos de la inteligencia con el Bautismo y debe ejercitarse, dar fruto de virtudes para el bien del prójimo. Los malos pastores, en cambio, no han sido fieles al encargo de apacentar el rebaño que se les confió, por haberse amado desordenadamente a sí mismos. El amor propio, según Santa Catalina, ha hecho que su fe se haya cubierto con una catarata que les impide ver y corregir, cumplir su oficio.


Senza questa pupilla della fede non vedrebbe se non come l’uomo che á la forma dell’occhio, ma il panno á ricuperto la pupilla che fa vedere all’occhio. (…) La pupilla sua é la fe la quale, essendo vi posto dinanzi il panno della infedeltá, tratto dall’amore proprio di sé medesimo, non vede.” (Diálogo).

Cómo hacer la reforma

Llegamos al punto final de nuestra exposición. Después de ver algo acerca del estado en que se encontraba la Iglesia… ¿quién y de qué manera podría emprender su reforma? No parece exagerado decir que se trataba de una tarea sobre-humana.

Pero no se puede olvidar que Catalina de Siena era una mujer movida por la gracia de Dios: su actuación en la Iglesia estaba guiada por un amor de Dios que invadía su alma y encontraba en ella una voluntad completamente dócil a sus requerimientos.

En consecuencia, el primero y fundamental recurso para conseguir la reforma de la Iglesia es la oración. Se lee en El Diálogo:


“Purificada el alma en el fuego de la divina Caridad, que encontró en el conocimiento de sí misma y de Dios, y aumentándosele el hambre con la esperanza de la salvación de todo el mundo y de la reforma de la Santa Iglesia, se levantó delante del Eterno Padre, mostrándole la lepra de la Santa Iglesia y la miseria del mundo… diciéndole: “Vuelve, Señor, los ojos de tu misericordia sobre el pueblo y sobre el Cuerpo místico de la Santa Iglesia. (…) Te pido, divina, eterna Caridad, que tomes venganza en mí y tengas misericordia de tu pueblo. No me apartaré de tu presencia hasta que vea que tienes con él misericordia.”

La de Catalina es una oración audaz, atrevida, insistente, llena de esperanza. La pide a todos, en El Diálogo y en sus cartas: es Dios Padre quien le comunica:


“Que el dolor y el amor te obliguen a unirte a mí con lágrimas y sudor; lágrimas de humilde y continua oración, ofrecida a Mí con ardentísimo deseo. No te lo he dicho solamente para ti, sino para que lo sepan muchos otros que, oyéndolo, se verán forzados por mi caridad, juntamente contigo, a rogarme y a hacerme fuerza para que tenga misericordia del mundo y del cuerpo místico de la Santa Iglesia.”

En sus cartas dirá que es tiempo de llorar por la Iglesia, de rezar continuamente por Ella y por su Vicario; que es tiempo de gritar delante de Dios por la salud de la Esposa de Cristo; que es tiempo de clamar por ella con llantos, oraciones y suspiros, para que la reforma de la Iglesia se manifieste, en primer lugar, en una mayor santidad de vida dentro de la Iglesia. Hasta tal punto siente esta necesidad, que llega a ofrecer su vida por su reforma.

En carta a una de sus seguidoras, pide:


Ruégale que me dé la gracia de dar la vida por Él, y que si es su deseo, me quite el peso del cuerpo, porque mi vida es de poca utilidad… Que el poco tiempo que tengo para vivir, lo viva apasionada por el amor de la virtud; que con pena ofrezca dolorosos y penosos deseos delante de Él por la salud de todo el mundo y por la reforma de la Santa Iglesia.”

Una consecuencia de esta oración apremiante, que en un primer momento podríamos calificar de “angustiosa”, es, sorprendentemente, la alegría. Catalina aparece sorprendida consigo misma, cuando, llena de dolor por lo que ocurría en la Iglesia y en el mundo:


“experimentaba, sin embargo, gran alegría, con la esperanza de la promesa que la Verdad de Dios le había hecho al darle a entender a ella y a los otros siervos de Dios, el medio que debían emplear para obligarle a tener misericordia” (Diálogo).

Oración. El fruto de esta oración será éste:


“Yo me dejaré plegar al deseo, a las lágrimas y a las oraciones de mis siervos y tendré misericordia de mi esposa, reformándola con santos y buenos pastores. Reformada así la Iglesia, con buenos pastores, forzosamente se corregirán los súbditos, porque de casi todos las cosas malas que ellos hacen tienen la culpa los malos pastores. Porque si ellos se corrigieran y en sus vidas resplandeciera la piedra preciosa de la justicia, con una vida honesta y santa, los demás no actuarían de ese modo” (Diálogo).

¿Cómo deben ser esos “buenos y santos pastores”, con los cuales se podrá reformar la Iglesia? Catalina escribe numerosas cartas a obispos, en las que de diversas maneras va dibujando el perfil (más que el perfil, el carácter) que deben tener.

En primer lugar, el pastor debe alimentarse con el deseo del honor de Dios y de las almas y, siguiendo el ejemplo de Cristo, debe disponerse a afrontar trabajos y fatigas –llegando incluso a dar la vida– por la salud de las almas que le han sido confiadas.

La solicitud del pastor ha de manifestarse en su preocupación por defender la fe y la moral de los fieles, mediante la corrección de los vicios y la siembra de las virtudes. Escribe Catalina al arzobispo de Pisa:


“Vos, queridísimo Padre, seguid sus huellas (las de Cristo) para corregir los vicios y plantar las virtudes en las almas de vuestros súbditos, sin que os importen penas, ni oprobios, ni burlas, ni hambre, ni sed, ni ninguna persecución que el mundo o el demonio os puedan dar. Sino que, varonilmente, con un deseo hambriento, corregid a vuestros súbditos. Estad con los ojos encima de ellos; al menos, haced todo lo posible.”

¿Cómo deben corregir los pastores? Explica Catalina que la función de gobierno debe hacerse evitando el engaño de una falsa compasión, porque escribía a otro obispo:


“la demasiada piedad es una grandísima crueldad. Es necesario corregir con justicia y misericordia. Y no hagáis de cuenta que no veis: es necesario ver nuestros defectos y los defectos del prójimo, no para murmurar o por un falso juicio, sino por una santa y verdadera compasión, con llantos y suspiros que se llevan delante de Dios, con dolor por la ofensa que a Él se le hace y por el daño de esa alma.”

El pastor, en fin, que necesita la Iglesia debe ser una columna firme que sostenga la unidad de los cristianos, en unión con el Vicario de Cristo, con su celo por las almas y con su constante defensa de la verdad. Una carta de Catalina al arzobispo de Otranto es una preciosa síntesis de su enseñanza acerca de cómo deben ser los buenos y santos pastores:


“Preocupaos por trabajar por el honor y la exaltación de la Santa Iglesia. Y no tengáis miedo de nada de lo que haya pasado o de lo que pueda suceder, porque esas cosas son cosas del demonio, que quiere impedir los santos y buenos propósitos de hacer lo que ya ha comenzado. Sentíos confortado varonilmente y confortad a nuestro Santo Padre. Actuad de manera que yo sienta y vea en vos una columna firme, que no se mueve por ningún viento. Con ardor y sin ningún temor enseñad y decid la verdad sobre todo lo que os parezca que sea para el honor de Dios y la renovación de la santa Iglesia. ¿O acaso tenemos más de una cabeza? Y por él debemos dar cientos de miles de muertes, si es necesario, y sufrirlo todo por amor de Cristo, que con tanto fuego de amor sólo se preocupó por el honor del Padre y por nuestra salvación.”



Llegando ya al final de nuestra exposición, debemos recordar este dato de la historia: el Papa Gregorio XI, que había regresado a Roma desde Avignon, gracias a los ruegos de Santa Catalina de Siena, murió un año después, en 1378. El Cónclave eligió entonces a Urbano VI, hombre de tan buenas intenciones como de difícil carácter. A los pocos meses, los electores declararon inválida su elección y eligieron un antipapa. Así comenzó el Cisma de Occidente, que duraría 40 años.

Catalina de Siena se declaró desde un principio a favor de Urbano VI y trabajó mucho por él. Aún tuvo que vivir dos años, con el sufrimiento del cisma. Escribía en una carta:


“Estamos viendo a nuestro Padre y a la santa Iglesia sufriendo tantas necesidades como nunca antes las había sufrido, por obra de hombres malvados e inicuos. Ellos habían sido colocados en el granero de la santa Iglesia para extender la fe y son ellos los que la han contaminado, sembrando cismas y grandísimas herejías.”

En estas circunstancias, cuando toda Roma estaba agitada a causa del nuevo Papa (por la reforma que había querido iniciar y por el rechazo que había provocado) poco antes de morir, Catalina, que se encuentra en Roma, escribe a su confesor:


“Cerca de las nueve, cuando salgo de oír Misa, veríais caminar a una muerta hacia San Pedro. Entro entonces de nuevo a trabajar en la nave de la santa Iglesia y allí estoy hasta la hora de Vísperas. No quisiera moverme de ese lugar ni de día ni de noche, hasta ver a este pueblo en calma y en buenas relaciones con su padre.”

¿Fracasó Santa Catalina de Siena, en su deseo de reforma de la Iglesia? ¿Fueron inútiles sus trabajos? Los juicios de los hombres son muy limitados… Antes que ésas, habría que hacer otras preguntas: ¿cumplió la misión que se le había encomendado? Sí, hasta el final. ¿A cuántas personas de su tiempo ayudó a ser fieles, mediante su oración y sus trabajos? Imposible calcularlas. ¿A cuántas sigue ayudando, hasta el día de hoy?... ¿Entonces?... Santa Catalina de Siena, ruega por la Iglesia.



Conferencia pronunciada por Mons. Jaime Fuentes Obispo de Minas el 20 de junio de 2013 en la Facultad de Teología del Uruguay. Por ser un texto leído, no se incluyen en él las referencias bibliográficas

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