La
misericordia del Padre y la conversión
ZAQUEO,
¡BAJA PRONTO!
Treparnos a
la higuera estéril para fructificar en racimos de vida eterna
Un texto evangélico, muy conocido, hermosamente explicado por un monje
argentino, que expresa la necesaria correlación entre la divina misericordia y
la conversión del pecador.
“Habiendo
entrado en Jericó, atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado Zaqueo, que
era jefe de publicanos, y rico. Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a
causa de la gente, porque era de pequeña estatura. Se adelantó corriendo y se
subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó
a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: ¡Zaqueo, baja pronto!; porque
conviene que hoy me quede yo en tu casa. Se apresuró a bajar y le recibió con
alegría….”
(Lc.
19, 1-ss)
Nos ubicamos espiritualmente en la
milenaria Jericó. La ciudad más antigua que conozca la Humanidad. Siete mil
años antes de Cristo ya existía… de modo que ha visto acumularse, una sobre
otra, cual capas geológicas, cientos de Jericós que se fueron derruyendo y
reconstruyendo, de siglo en siglo, de milenio en milenio. Caminarla por dentro
es andar por sobre la historia de incontables pueblos que la habitaron. Todo
huele, todo sabe a una ciudad milenaria. Y es ciudad peculiar para Israel, ya
que por allí entró Josué a la Tierra prometida. (Vale la pena leer Josué VI
entero: el cese del maná en las puertas de Jericó, Rahab, la prostituta,
escondiendo en un lugar alto a los dos espías, el rodeo de la ciudad
fortificada y la Proeza que hizo allí Yahvéh para con su Pueblo).
Es famosa también Jericó pues es la
ciudad más baja del mundo: está a 300 metros por debajo del nivel del mar. Una
curiosidad realmente única.
Jericó es el pórtico del cumplimiento
de las Promesas. No es la mera promesa, como puede serlo el Sinaí. Es la
inminencia de su cumplimiento, que aún no se produce. Eso es el Jericó de Josué,
quien derribó sus murallas no con artilleros sino con el sonido mismo de las
trompetas sacerdotales. A pura plegaria, al estruendo de la Voz de Dios triunfó
sobre el enemigo… Josué: el hombre que concluye el largo periplo por el
Desierto y hace ingresar al Pueblo de Dios al Reino. Josué: que en hebreo se
escribe idénticamente que Jesús.
Además, es una ciudad hermosa. Llena
de palmeras y flores. Es “el jardín de Israel”. De allí que el Pueblo de Dios
la identificara también con el Paraíso: aquel Edén clausurado tras la expulsión
y que fuera prometido en devolución.
A esa Jericó hemos caído de bruces.
En pleno centro. Lleno de un apretado gentío que se abre paso yendo y viniendo
por las empedradas callejuelas. Hay prisa. Hay frenesí. Hay inquietud. Cae la
tarde sobre Jericó. Y emerge, inmensa, entre los tejados, la majestuosa luna
llena, que le diera nombre a la ciudad. Sí: es “la ciudad de la Luna”. Nadie en
Israel sabe muy bien por qué (el nombre es heredado de sus antiquísimos
habitantes)… pero lo es: la ciudad de la Luna.
Y ahí está, entremedio de la amorfa
masa, Zaqueo. Bajito, como bien apunta Lucas. Y ya su enanismo nos habla tanto
del nuestro: de lo enanas que son nuestras miras, nuestros anhelos de santidad,
nuestros deseos de divinización… La chatura de nuestra vida. Lo plano y plato
de nuestro cristianismo. Nuestro enanismo espiritual, ahogado –como aquella
semilla que crece entre la maleza- por las masas que lo agobian todo. Esa marea
humana que lleva y trae, que nos lleva y nos trae al ritmo de sus modas y
gustos y ritmos y agendas…
Y entre medio de ese bullicio, de esa
corriente, una inspiración. Escueta. Fugaz. Fácilmente desechable, ahogable.
Pero nítida: el deseo de ver a Jesús. De ver quién es Ese del que tanto se
habla. Sólo eso. No es un huracán de inmensos deseos por morir mártir en Siria:
no, no. La moción es pequeña y concisa: desmarcarse apenas de la multitud y
lograr verlo. De lejos, pero verlo.
Y Zaqueo hace caso.
Podría no haberlo hecho. Fácilmente.
Alcanzaba con descuidar ese sólo instante, que el siguiente ya invadiría su
presente con mercaderes recién llegados a quienes cobrar impuestos y seguir su
faena por donde venía. Pero no: logra rescatar la minúscula perla del
atolladero interno y la atiende y hace caso.
Puede creerse que esto es tan sólo la
antesala, el prefacio, a la gran obra que realizará Zaqueo. Y no. Es todo lo
que le atañe. Es todo lo que a nosotros nos atañe: atender a la minúscula
moción, despegarnos de la muchedumbre y treparnos mínimamente para otearlo al
Señor, de lejos. Nada más. Ni siquiera se trata de treparse a un inmenso roble:
son unos pocos metros, sobre las ramas de un escuálido arbusto. Esa es toda la
tarea a sacar: treparnos a la higuera estéril.
Todo cuanto sigue en el relato tiene
por único protagonista al Señor. Todo. Ya verán.
Y ahí pasa Nuestro Señor. El Cristo.
El Nuevo Josué. El descendiente de Rahab. Y otea los balcones, como si buscara
la roja hebra que preanunciara el huso y torzal con que se tejiera su roja
sangre en el seno virginal de María, nuestra Luna. Camina el Señor. Avanza,
calmo, gallardo, entremedio del apretado y acelerado gentío.
Y repentinamente se frena en seco,
cual un venado de aguzada escucha.
Este instante es crucial para nuestra
contemplación.
Este “cuadro”, por decirlo así, de la
secuencia fílmica. No el siguiente: éste. Es que no pasa nada, objetará alguno.
Bien; exacto: ¿y eso no es sorprendente? No pasa nada. Todo parece haberse
detenido. Hasta la sombra del aleteo de una abeja sobre las legendarias flores de
Jericó. “El cosmos entero en pasmo severo”, cantó un santico mucho tiempo
después.
Es que antes de grandes instantes hay
un instante, como esa batuta suspendida, inmóvil, del director de orquesta, el
instante previo al comienzo… Es la inminencia de una revelación que aún no se
produce… Es el redoblar de tambores: feliz el hombre que sabe detenerse y
demorar allí su lectura orante de la Escritura.
Y ocurre entonces lo inesperado. Es
el facto sorpresa, entrañable a nuestra Fe. Sí: que el Evangelio sorprenda
tiene que ver con su identidad más honda, con su textura más propia: la de ser
noticia. No es noticia –ni buena ni mala- que el sol salga por el Este.
Evangelio dice noticia, novedad. Y
eso implica imprevisibilidad. Y ciertamente no es previsible lo que sigue en la
escena echada a rodar sola en Jericó… Cualquier hagiógrafo con licencias para
florear un poco el dato histórico, cualquiera de nosotros incluso, se esmeraría
en que en este momento el hombre del árbol clamara por Jesús. Pidiendo algo:
perdón o paz o salud o atención al menos. Pero no: Zaqueo no abre la boca; ni
tenía previsto hacerlo. Todo su plan se reducía a verlo pasar.
La sorpresa es que las trompetas de
Josué son ahora la trompetera Voz del Nazareno. Que dice con Voz firme,
vigorosa, corpulenta, casi estruendosa: ¡Zaqueo! Y las murallas se desploman.
Las murallas del corazón publicano.
Hace recordar al ¡Lázaro! Gritado con
vehemencia ante las puertas cerradas de la tumba. Hace recordar a Yahvéh
gritando “¡Adán!, ¿dónde estás?” tras la tragedia del primer paraíso…
Dios busca al hombre… Dios busca
adoradores. La Encarnación –según acentúa Matta el Mesquin, ese gran monje
copto- tiene por cometido central esto: que Dios, por cuenta propia, pueda
explorar y buscar y hallar adoradores.
¿Pero qué hay en ese timbre de Jesús?
Inútil es pedirle al lenguaje que pudiera expresarlo, pero hay ciertamente una
fusión de grito de guerra con increpación, con amor exquisito, con la
caligrafía de los “y dijo Dios” del Génesis. ¡Zaqueo!
Lo de menos era el sorprendente hecho
de que ese Rabbí le supiera el nombre. Por sobre esa proeza estaba lo otro, lo
inefable: el modo, la impronta de su Voz, llamándole por su nombre. Nadie lo
había llamado así en su vida. “Dicen que el hombre no es hombre/mientras que no
oye su nombre/de labios de una mujer/Puede ser.”, cantaba Antonio Machado.
Puede ser… pero más cierto y seguro es que ninguno de nosotros es cristianos/mientras
que no oye su nombre/de los labios del Señor. Y esto es sin el “puede ser”.
Es la Voz del Señor, pero conjugaba
con la Mirada del Señor. Ya no es sólo “escucha Israel” sino “felices los que
(me) ven”. Y más felices aún, los que ven que los veo. Como juega san Agustín:
miremos nosotros a aquel que queriendo mirar a Jesús fue mirado por Él.
Como en Marcos ocurre con el joven
rico, aquí acontece con Zaqueo: Jesús lo miró con amor.
Y Zaqueo se supo mirado así. Se vio
mirado. ¿Cabe otra definición mejor de la oración que esa?
Orar es verse mirado por el Señor. Videntem
videre, dice Agustín; mira que te mira, remata Teresa. Yo lo miro y Él me
mira, decía el campesino de Ars…
Es éste el vértice de la escena, el
epicentro salvífico del acontecimiento. Lo que sigue es casi un colofón, un
epílogo. Como en Josué VI, tras el estruendo de las trompetas que derriban los
muros sigue el relato de la toma de Jericó.
Ser llamados por nuestro nombre y ser
mirados como nadie jamás nos haya mirado jamás. The rest is silence…
¡Zaqueo! Bellísimo nombre, que podía
sonar como una cínica burla ante la mala vida que llevaba este pecador
empedernido. Ese hombre, de vida lúgubre y oscura, se llamaba “diáfano, puro,
cristiano”. Eso dice la voz “Zaqueo”. Pero no hay cinismo: Cristo lo llama por
su identidad original; su ser más profundo. Tú no eres tu pecado. Justamente tu
pecado conspira contra tu propia identidad. Tú eres tu nombre. Pero tu pecado
ha erosionado tu ser; lo ha carcomido, corroído… y por eso Yo te llamo de
nuevo, te hago de nuevo. Y dijo Dios: ¡Zaqueo!
Todos somos nuestro nombre. En él se
guarda el secreto de nuestra verdad más profunda. Buceen más en sus propios
nombres. Poco importa si se lo pusieron por un tío o abuelo o por pura moda:
Dios está detrás de todo eso. En sus nombres está cifrado el misterio de sus
vidas…
Y agregó el Señor: ¡baja pronto! Que
el Logos eterno diga esto en la ciudad más baja del planeta, pone en sintonía
perfecta texto y contexto, imagen y palabra, escenario y parlamento. Baja.
Desciende. Pero no sólo del sicómoro al llano: desciende mucho más. Baja hasta
las raíces mismas de tu nombre, de tu ser, de tu pureza original. Baja, pequeño
hobbit Zaqueo, hasta esas raíces que no pudiera alcanzar las heladas de tu
pecado… Baja, que yo bajo contigo. Que yo bajo antes. Y allí, cenaremos juntos.
La higuera estéril, el infructuoso
sicómoro ha dado su milagroso fruto: de él pende Zaqueo, el pequeño racimo. Y
es bajado, como en fiesta de cosecha, como en día de vendimia. De ese racimo,
el Señor hará un vino nuevo, del que hablan los versículos siguientes.
¡Han vuelto a resonar las trompetas
en Jericó! ¡Las murallas han sido derribadas! La luna llena augura la Pascua.
El arbusto enano y estéril ha dado fruto. Un fruto que se alimentó de una Voz
que lo nombrara por su nombre y de una Mirada que lo viera como nunca jamás. E
insisto: lo último es esto; lo que sigue es colofón. Lo último no es el hacer.
Ni siquiera es el ver. “Lo último no es ver sino ser visto por Ti”, como dice
el Poeta. El querubín sopla sobre su espada llameante y la apaga. Y la guardia
angélica se retira. En Jericó es reabierto el Paraíso perdido.
El luminoso Cristo entra en casa de
Zaqueo y colma de luz cuanto abarca. En tiempos de Cuaresma, donde la
conversión de nuestros muchos pecados se torna tan apremiante, es crucial
entender bien esta secuencia: el orden de la secuencia salvífica. Cristo llama,
Cristo mira, Cristo entra. Y ni siquiera le hace falta enunciar su demanda, sus
reclamos. Como de niños alcanzaba la silente mirada firme de un padre para
retractarnos. No hay ruidosa moralina. No hay una larga perorata acusatoria.
Hay silenciosa y gallarda presencia. Prestante presencia. ¿Intimidatoria? Sí,
ya lo creo. Arrolladora. Como trompetas sobre las murallas de Jericó. Es la
gramática de la luz y su poder. Y la Luz se expande y alcanza el corazón de
Zaqueo y éste entonces describe lo que esta luz acaba de realizar y
transformar. Esta Luz no mueve meramente a prolijos “propósitos de enmienda”.
Zaqueo no se va en mil promesas. Todos los tiempos verbales no están en futuro
sino en presente. Como cuando uno dice “estoy yendo” en vez de “voy a ir”. “Estoy
danto la mitad de mis bienes a los pobres”… Ni lo dice como un proyecto futuro
ni como consumado pasado, como aquel engreído fariseo que le enumera a Dios
todo lo bueno que hace… Ni futuro ni pasado: Zaqueo describe esto como un ciego
dice: ¡veo!, como un lisiado exclama: ¡estoy caminando!, como un leproso
prorrumpe, asombrado, en: ¡estoy curado, mi carne está blanca como la lana,
como la nieve! Es Cristo que salva. He sido alcanzado por el “hoy” de la Luz de
Cristo.
Hoy en boca del Señor es de las palabras
más bellas y eufónicas del Evangelio. No hay muchos hoy; son tres: en la
sinagoga de Nazaret, en el Calvario… y entre una y otra escena, este hoy en la
casa de Zaqueo. La verticalidad del hoy es vertiginoso. Es lo que le otorga
vida y brío a nuestra Fe. Y a esa verticalidad del hoy de Cristo corresponden
el hoy de nuestras obras. Que no brotan de nuestro hoy sino del Suyo. Como dice
tan bien la Carta de Santiago –tantas veces distorsionada-: las obras son la
manifestación de la Fe, no su respuesta.
Sólo el hoy –como dice Lewis- vincula
el tiempo a la eternidad: el pasado y el futuro son el ámbito del enemigo, que
intenta que nos quedemos allí: o revolviendo el pasado o proyectando el futuro.
El cristianismo es un encuentro
transformante con el Señor. Sólo nos atañe sacar la cabeza, apenas, por encima
de la masa, de la moda, de lo políticamente correcto, del mainstream…
para ver que me está mirando. Lo demás, corre por su cuenta. Y no falla.
Crece la inmensa luna en Jericó,
plateando los tejados de la casa de Zaqueo, como la luz de la Iglesia alcanza
los nuestros. Mientras tanto, el Sol sin ocaso, Jesucristo, baña con sus
cálidos rayos los interiores. Y nos salva.
Diego de Jesús
Monasterio del Cristo Orante, Mendoza.
2015
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