Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

4 de abril de 2015

EL SANTO SEPULCRO SELLADO


José de Arimatea y Nicodemo



R. Después de sepultar al Señor, hicieron rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro y lo sellaron. Y pusieron guardias para custodiarlo.


V. Los jefes de los sacerdotes se presentaron ante Pilato, y le pidieron que diese orden de vigilar el sepulcro.



R. Y pusieron guardias para custodiarlo.


(Responsorio del Oficio de Lectura del Sábado Santo)



Dos hombres de la clase culta de Israel: 
José de Arimatea y Nicodemo

Del libro JESUS DE NAZARET II
de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI

Los cuatro evangelistas nos relatan que un miembro acomodado del Sanedrín, José de Arimatea, pidió a Pilato el cuerpo de Jesús. Marcos (15,43) y Lucas (23,51) añaden que José era uno «que aguardaba el Reino de Dios», mientras que Juan (cf. 19,38) lo considera un discípulo secreto de Jesús, un discípulo que hasta aquel momento no se había manifestado abiertamente como tal por temor a los círculos judíos dominantes. 

Juan menciona además la participación de Nicodemo (cf. 19,39), de cuyo coloquio nocturno con Jesús sobre el nacer y el volver a nacer de nuevo había hablado en el tercer capítulo (cf. vv. 1-8). Después del drama del proceso, en el cual todo parecía una conjura contra Jesús y ninguna voz parecía levantarse en su favor, venimos ahora a saber del otro Israel: personas que están a la espera.

Personas que confían en las promesas de Dios y van en busca de su cumplimiento. Personas que en la palabra y en la obra de Jesús reconocen la irrupción del Reino de Dios, el inicio del cumplimiento de las promesas.

Habíamos encontrado en los Evangelios personas como éstas, sobre todo entre la gente sencilla: María y José, Isabel y Zacarías, Simeón y Ana, además de los discípulos; pero ninguno de ellos pertenecía a los círculos influyentes, aunque provenían de distintos niveles culturales y diferentes corrientes de Israel.

Ahora —tras la muerte de Jesús— salen a nuestro encuentro dos personajes destacados de la clase culta de Israel que, aun sin haber osado declarar su condición de discípulos, tenían sin embargo ese corazón sencillo que hace al hombre capaz de la verdad (cf. Mt 10,25s).

Mientras que los romanos abandonaban los cuerpos de los ejecutados en la cruz a los buitres, los judíos se preocupaban de que fueran enterrados; había lugares asignados por la autoridad judicial precisamente para eso.

En este sentido, la petición de José entra dentro de lo habitual en el derecho judío. Marcos dice que Pilato se asombró de que Jesús hubiera muerto ya, y que primero se cercioró por el centurión de la verdad de esta noticia.

Una vez confirmada la muerte de Jesús, concedió su cuerpo al miembro del consejo (cf. 15,44s).

Sobre el entierro mismo, los evangelistas nos transmiten varias informaciones importantes:

Ante todo, se subraya que José hace colocar el cuerpo del Señor en un sepulcro nuevo de su propiedad, en el que todavía no se había enterrado a nadie (cf. Mt 27,60; Lc 23,53; Jn 19,41). Esto manifiesta un respeto profundo por este difunto. Al igual que el «Domingo de Ramos» se había servido de un borrico sobre el que nadie había montado antes (cf. Mc 11,2), así también ahora es colocado en un sepulcro nuevo.

Es importante además la noticia según la cual José compró una sábana en la que envolvió al difunto. Mientras los Sinópticos hablan simplemente de una sábana, en singular, Juan habla de «vendas» de lino (cf. 19,40), en plural, como solían hacer los judíos en la sepultura. El relato de la resurrección vuelve sobre esto con más detalle.

Finalmente, Juan nos dice que Nicodemo llevó una mixtura de mirra y áloe, «unas cien libras».

Y prosigue: «Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos» (19,39s).Pero la cantidad de aromas es extraordinaria y supera con mucho la medida habitual: es una sepultura regia. Si en el echar a suertes sus vestiduras hemos vislumbrado a Jesús como Sumo Sacerdote, ahora el tipo de sepultura lo muestra como Rey: en el instante en que todo parece acabado, emerge sin embargo de modo misterioso su gloria.




El Descendimiento de la Cruz 
de ROGER VAN DER WEYDEN (1400 1464) escuela gótica flamenca.
Se pueden observar a José de Arimatea y Nicodemo, con ricos ropajes, en tanto San Juan consuela a María.



OTRA PINTURA QUE RELATA EL SELLADO DEL SANTO SEPULCRO



Willian Dyce: EL SELLADO DEL SANTO SEPULCRO


La pintura de arriba es de William Dyce (pintor escocés del siglo XIX) y representa el cierre del santo sepulcro del Señor, en un ambiente que respira serenidad y santa esperanza.

Es la caída de la tarde en Jerusalén, y está concluyendo el Viernes Santo.

Se observa a Nicodemo y José de Arimatea, que han cerrado el Santo Sepulcro y salen del jardín. Postradas frente a la entrada de la tumba, dos de las Marías lloran desconsoladas.

En primer plano, la Virgen, triste, serena, doliente, guardando en su corazón la pasión del Hijo, camina de la mano de San Juan Evangelista, el hijo recibido aquella misma tarde, “iuxta Crucem”.

El rostro de la Virgen Madre no es joven, está demacrado, contiene el dolor y concentra su mirada en la corona de espinas del Señor, que lleva en una mano; la otra descansa sobre la mano de Juan, que la mira entristecido.


Al fondo cae la tarde pascual, con nubarrones tormentosos que clarean en la línea de los montes, por donde declinó el Sol, con un cielo abierto de suave azul crepuscular más arriba.

Así, como esa escena de suave y recogida intimidad, de dolor profundo y esperanza recóndita, de esa forma imagino también el retorno de los que estuvieron junto a Él en el Calvario, la vuelta a la Ciudad Santa de quienes le lloraron y pusieron su Cuerpo en el sepulcro.





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