LA MÚSICA EN LA SAGRADA LITURGIA
Incompatibilidad tanto del esteticismo elitista como del rock y el pop.
Reflexión del cardenal Joseph Ratzinger.
¿Es
un éxito pastoral dejarnos llevar por el vendaval de la cultura de masas?
La trivialización de la fe no es una nueva
inculturación,
sino la negación de su cultura
Sigue estando bastante
extendida la idea de que la liturgia debe adoptar el estilo musical que esté de
moda o que guste más a los asistentes.
Un texto muy claro e
interesante sobre ello es un extracto de un trabajo publicado en 1990 por el
entonces cardenal Joseph
Ratzinger, con el título Premisas bíblicas para la música de Iglesia. La versión española que
aquí se reproduce puede encontrarse dentro del libro Un canto nuevo para el Señor
(ed. Sígueme, Salamanca, 1999).
Ratzinger detecta en
nuestra época una suerte de esquizofrenia
artística entre el pop,
con su pretensión de ser la música “popular”, y un esteticismo
elitista que sólo es aceptado por un público minoritario. Ambos son incapaces
de cumplir con lo que se espera de la música en el culto a Dios.
Dado que el capítulo
referente al elitismo de la música “culta” contemporánea es de interés sólo
para un número reducido de lectores, me limito a reproducir aquí las
reflexiones de Ratzinger sobre la música pop.
Si el elitismo
estético es incompatible con la misión de la música de la Iglesia, también lo
es el pragmatismo pastoral que busca sólo el éxito.
Cuando en una
conferencia anterior sobre “liturgia y música de Iglesia” señalaba yo la
incompatibilidad del rock
y el pop con la liturgia eclesial, alzaron la voz
todos aquellos que se sentían obligados a demostrar una vez más su actitud
progresista. Apenas he oído verdaderos argumentos al respecto.
Pero mis referencias
valían fundamentalmente para la
música rock, cuya oposición antropológica radical a la imagen del hombre
y a la vocación cultural de la fe han aclarado ya otros
detalladamente y con gran competencia. Sólo me referí al pop de pasada, y por eso
mis palabras pudieron adolecer de cierta fundamentación.
El pop -lo dijimos ya- pretende ser música popular frente a la
música elitista. Y es comprensible la pregunta: ¿no es eso lo que necesitamos?
¿no ha sido siempre la Iglesia el hogar de la música popular? ¿no se ha
renovado siempre su expresión musical a partir del suelo nutricio de la música
popular?
Debemos ser rigurosos
en el análisis. El
pueblo al que se refiere el pop es la sociedad masificada.
La música popular en
sentido originario, en cambio, es expresión musical de una comunidad sin
fronteras, aglutinada por la lengua, la historia y el modo de vida, que elabora
y configura sus experiencias por medio del canto: las experiencias hechas con
Dios, las experiencias del amor y del sufrimiento, de nacimiento y muerte como
participación en la naturaleza. Su modo de plasmación musical puede calificarse
de ingenuo, pero viene de un contacto originario con las experiencias básicas
de la existencia humana, y es por eso una expresión de la verdad. Su ingenuidad
pertenece a ese modo de simplicidad que puede dar lugar a la grandeza.
La sociedad masificada
es algo muy diferente de la comunidad de vida que sustentó la música popular en
sentido antiguo y original. La
masa como tal no conoce experiencias de primera mano, sino experiencias
reproducidas y estandarizadas. Por eso la cultura de masas se
orienta a la cantidad, a la producción y al éxito. Es una cultura de lo
mensurable y lo vendible. En esa cultura se inscribe el pop. Es -como ha formulado
Calvin M. Johansson (Music
and Ministry. A Biblical Counterpoint, Peabody Massachusetts, 1984,
pag. 50) - el espejo de lo que es esta sociedad: la materialización musical del
kitsch.
Nos llevaría demasiado
lejos glosar aquí los excelentes análisis de Johansson, a los que me remito
expresamente. Se hace popular, en el sentido del pop, algo que tiene demanda.
Se fabrica
pop en una producción industrial como se fabrica mercancía técnica en un sistema totalmente inhumano y dictatorial, según
expresó Paul Hindemith (A
Composer’s World, citado por Johansson).
Para la melodía, la
armonía, la orquestación, etc., el pop
cuenta con especialistas propios que montan el conjunto conforme a
las leyes del mercado. “La
característica fundamental de la música pop es la estandarización”,
observa Adorno (citado por Johansson).
Y Arthur Korb, cuyo
libro How to Write Songs
That Sell ( “Cómo
escribir canciones que vendan” ) ya es bastante revelador en el
título, constata con franqueza que la música popular “se escribe y se produce primariamente
para ganar dinero”.
Por eso hay que
ofrecer lo que a nadie disgusta y a nadie exige en el fondo, conforme al lema
“dame lo que ahora deseo sin costes, sin trabajo, sin esfuerzo”.
Por eso Paul Hindemith
habló de “lavado de cerebro” a propósito de la presencia constante de este
género de ruido que apenas cabe llamar música; Johansson añade que nos incapacita gradualmente para
escuchar, para oír; nos vuelve musicalmente inconscientes.
¿Hace falta mostrar
aún en detalle que este
enfoque es incompatible con la cultura del evangelio, el cual
intenta rescatarnos de la dictadura del dinero, de la producción, de la
mediocridad, y llevarnos a la disciplina de la verdad, que precisamente el pop rechaza?
¿Es un
éxito pastoral dejarnos llevar por el vendaval de la cultura de masas y hacernos así co-responsables de la reducción del
hombre a la minoría de edad?
El medio de
comunicación y su contenido deben guardar entre sí una relación congruente y
que tenga sentido. Pero este medio -dice Johansson- mata el mensaje: “kills the
message”.
La
trivialización de la fe no es una nueva inculturación, sino la negación de su
cultura y la prostitución con la incultura.
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