CRISTO ES EL BUEN SAMARITANO
Una reflexión acerca de la Parábola
evangélica del Buen Samaritano (Lc.X, 25-37)
Cristo
es el centro de nuestra Fe. Y el centro de este Cristo es un apretado nudo
—ñudo dirá la Santa— que nadie sabría cómo desatar (ni da igual, como en el
caso del gordiano, cortarlo que desatarlo, según el simplismo alejandrino). Ese
nudo es la unión sin confusión de las dos naturas —la divina y la humana— en la
constitución misma de Nuestro Señor.
En
otro centro —otro y el mismo— se da otro nudo —otro y el mismo— no pocas veces
cortado de un bruto espadazo en pos de conquistar el Misterio. Y es de tipo
moral: ¿hay que amar a Dios o al prójimo? A ambos, de acuerdo… pero ¿primero a
Dios y luego al prójimo?; más a Dios y un poco menos al prójimo?; da igual?; no
importa el orden?, sí importa?, hay correlatividad, cuál es la secuencia?
El
Evangelio de la Parábola del Buen Samaritano (Lc X, 25-37) ofrece una magnífica
solución al asunto: ni cortar ni desatar; el secreto del nudo está en asumirlo
—muy apretado— como tal.
El
preguntón tramposo intenta la zancadilla: ¿quién es mi prójimo?
La
opción del Maestro es sorprendente. Su respuesta es un “había una vez”, es un
cuento, un relato, una saga. Donde ocurren cosas y hay personajes… pero al no
ser una novela, ni un relato histórico, sino un exquisito mito, todo lo que
ocurre dentro del relato pierde la gravedad sublunar y danza mágicamente sobre
un registro de consistencia —de pondus, digamos— que sólo se da dentro del
presurizado relato. Pues los personajes mutan e intercambian su identidad como
en los mejores sueños.
La
respuesta del Señor en definitiva se abrevia así: “Yo soy la respuesta”. No
sólo tengo la respuesta; soy la respuesta. Pues en Mí se aúna y anuda el amor a
Dios y el amor al hombre. No son dos mandatos. Es Uno solo, como el Padre y Yo
somos Uno, como Ustedes son Uno conmigo. Amarme a Mí es concentrar el doble
mandamiento del amor en su inefable unidad. Pues yo soy el Dios verdadero y soy
tu prójimo más próximo. Yo soy el Extranjero Más-Allá-de-todo y soy más íntimo
a ti que tú mismo. En Mí, amen a Dios y al prójimo, unidos (ambos mandatos) sin
mezcla ni confusión, diferenciados, sin división.
Pero
el Señor no lo dice así: lo cuenta en el famoso relato que es cuento veraz y
respuesta rotunda.
Y
observen entonces de qué modo mágico y exquisito va mutando la identidad de los
personajes a medida que avanza la saga: había una vez un Hombre, un hijo de
Hombre. Que desciende. El verbo empleado
ya es muy sugestivo… muy crístico. Desciende desde las alturas de la Ciudad de
Dios, desde el hontanar de la Sión divina. Se anonada rumbo a los bajos más
pantanosos, que eso es Jericó (ciudad antiquísima, situada a 240 metros bajo el
nivel del mar). ¡Es Cristo! Y el oyente del relato no puede evitar “percibirlo”
—¡cuánto más si el relator es Él mismo!—. Cristo atacado, lastimado, mal herido
por la malicia de los hombres.
Y
fuera de la ciudad queda agonizante, pendiendo entre la vida y la muerte. Los
hombres todos pasan de largo sin atenderlo:
vino a los suyos y los
suyos no lo recibieron. Quien logró meterse en la saga a fondo, se encuentra
realísimamente ante “este Cristo muy llagado” —al decir de Teresa— que yace en
agonía hasta el fin de los tiempos, a la vera de nuestros caminos, buscando
consoladores sin hallarlos.
Pero
el relato avanza.
Y
tras el sacerdote y el levita, muy gradualmente va asomándose a la escena un
nuevo personaje, bajando por el mismo sendero. Lento en el alba, diría Borges
del Alquimista. Se trata de un extranjero, nos avisa el Relator. Pero, vaya
sorpresa y emoción cuando, a medida que se va acercando al centro de los hechos
empezamos a notar… ¡que otra vez es
Cristo mismo! ¡Son sus atávicos rasgos, es su géstica, su modo de viandar
los polvorientos senderos palestinos… ¡es el Señor! gritaría Juan desde la
barca.
Y
sí, es Él, el Buen Samaritano. No en vano la Literatura
(y la mística) cristianas lo han llamado “El Extranjero”, como uno de sus Nombres más
propios: el totalmente Otro, el venido de otro mundo.
Se
detiene, se inclina, colma de luz con su solo mirar el hondón de cada llaga, de
cada trauma (como dice el griego), de cada hombre lacerado por el pecado y el
abandono. Él es el Filántropo, como le canta tanto el Oriente cristiano. Y el
Compasivo. Nos es a todos conocida la imagen de este Cristo Médico, que con el
aceite y el vino de los Sacramentos sana y redime al hombre herido.
Pero
cuando el divino Relator avanza en su narración con los detalles mismos con que
el Extranjero cuida del malherido, vendando las heridas, echando vino en el
abierto cáliz de esas Llagas… pues —como en los mejores sueños, insistamos—
vuelve a mutar la identidad y Aquel que recibe el Élaion —que es aceite pero
también piedad (Eleison)— es Cristo mismo en su perpetua Pasión y Agonía.
Y
el inclinado sobre el Siervo Sufriente vuelve a ser el Cireneo, la Verónica, la
Magdalena, la Madre, el Centurión… y el amor sincero del cristiano piadoso que
ya no sabe cuál de ambos mandamientos está “cumpliendo” inclinado —¿en
adoración?, ¿en auxilio?— sobre este Cuerpo y esta Sangre, sobre este Cordero
degollado-pero-vivo, presente en todos los Sagrarios y leprosarios que jalonan
el itinerario de Jerusalén a Jericó.
Y
el Cireneo carga al hombro la Cruz de nuestro Señor, y Cristo carga a sus
hombros a la agónica oveja y llegan a la Posada y —¡nuevamente!— el Posadero es Cristo mismo, Cabeza de su Iglesia, que en
sus ministros y bautizados todos cuida, atiende, cobija, vela por cada hombre
que llega a su Refugio malherido.
Yo soy Sacerdote y Templo; Yo soy
Posada y Posadero. ¿Y de quién, sino de Cristo, puede ser la sólita expresión “cuando vuelva”? El Peregrino extranjero retornará; y cuánto
gusta en avisarlo de mil modos, en cientos de registros… Volverá y pagará a los
ayudantes de la posada todo lo gastado en su Nombre.
Volvamos
ahora al afuera del Relato; salgamos de su clima y gravitación propias. Allí
está Jesús, cerca de Betania, afrontando la pregunta, la aporía, la inquietud
cristiana de dos mil años: ¿cómo conciliar el doble mandamiento del amor?
¿Dónde se cruzan los maderos de la Cruz? ¿Hay un dónde, hay un quién, hay un
cómo que ofrezca genuinamente la densidad completa de ambos mandatos?
Sí
—responde límpido el Señor. En Mí. Mío es el oro, el inmutable oro: en el arco,
en el brazo y en la flecha. Yo soy la Llaga y el cauterio suave. Mía la herida
y su medicina. Soy la endíadis de todo lo divino y todo lo humano.
Desde
este “en Mí”, desde esta Vida “en Cristo”, el nudo de su doble natura ha mudado
a ser el nudo de la doble caridad que hace factible la inverosímil Religión
donde piedad y solidaridad se han inmixiados —si me permiten el neologismo
eucarístico— para siempre. Desde entonces, el Único es el otro, y el otro, el
mismo Único. En el astro y en el lodo, el mismo y solo Oro. Desde entonces,
adorar el Santísimo es el acto de mayor fraternidad humana, es la acción social
más eficaz; y la delicada inclinación sobre la cama de hospital del moribundo,
un acto de latría, una Liturgia ante el Dios Viviente. Un culto a la
sinestesia, si se quiere. Una vindicación al hipostasiado oxímoron, hecho un Tú
fiel e inalterable.
Tan
Uno es este Cristo hecho mandato, que el Cielo prometido y el infierno tan
temido no varían ni un ápice en lo que abordan: su Rostro —incesante, intacto,
incorruptible—: infierno para los réprobos, Paraíso para los elegidos. Dios
Único y Comunión de Hermanos. Y retumbará desde los angélicos coros, cual
litúrgica cadencia, ante las eternas Bodas del Herido Samaritano: que el hombre
no separe lo que Dios ha unido."
Diego de Jesús
Monasterio del Cristo Orante, Mendoza
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