1816- 9 DE JULIO–2016
200 AÑOS DE LA DECLARACIÓN DE LA
INDEPENDENCIA ARGENTINA
Congreso de Tucumán:
Se emanciparon del Rey, pero no de su Dios
Los congresistas
eran doctores en Leyes y en Teología:
laicos doctos y honrados,
sacerdotes curas de aldeas, ilustrados y rectos.
laicos doctos y honrados,
sacerdotes curas de aldeas, ilustrados y rectos.
La declaración de
la independencia argentina sitúa al Congreso de 1816 en la línea divisoria de
la historia patria, que a partir del camino iniciado el 25 de mayo de 1810 cobró su sello de
autenticidad y determinación en un pequeño poblado de la Argentina profunda.
Los congresistas de Tucumán supieron responder a la esperanza que los argentinos habían puesto en ellos y cumplieron con su deber declarando la Independencia.
Los congresistas de Tucumán supieron responder a la esperanza que los argentinos habían puesto en ellos y cumplieron con su deber declarando la Independencia.
El desinterés,
heroísmo y patriotismo de esos hombres, al encarar con audacia una empresa
superior a los escasos elementos materiales que se poseían en aquellos tiempos
angustiosos fue muy grande y su franca religiosidad quedó de manifiesto, no
solo porque más de la tercera parte de sus integrantes fuesen sacerdotes, sino
porque todos sus componentes eran públicos sostenedores de los mismos valores
religiosos.
Claramente lo
expresó el presidente Nicolás Avellaneda al decir:
“El Congreso de Tucumán se halla
definido por estos dos rasgos fundamentales. Era patriota y era religioso, en el sentido
riguroso de la palabra; es decir, católico como ninguna otra asamblea
argentina. Su patriotismo ostenta sobre sí el sello inmortal del acta de la
independencia, y su catolicismo se halla revelado casi día por día en las
decisiones o en los discursos de todos los que formaban la memorable asamblea. Los
congresistas se emanciparon de su rey, tomando todas las precauciones para no
emanciparse de su Dios y de su culto… Querían conciliar la vieja religión con
la nueva patria”.
En un escenario adverso
El panorama
interno de las Provincias Unidas del Río de la Plata en 1816 no podía ser más
sombrío. Las provincias del Litoral bajo la influencia del caudillo oriental
José Gervasio Artigas, que se extendió hasta Córdoba, se negaron a acatar toda
autoridad nacional de tal modo que la Banda Oriental (hoy República Oriental
del Uruguay), Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Misiones no mandaron diputados
al Congreso.
A esta realidad
del ámbito nacional se agrega un difícil panorama internacional como la
invasión portuguesa a la Banda Oriental en 1816 y la toma de Montevideo al
siguiente año. Lo que disminuía la posibilidad de contener la proyectada
invasión de los ejércitos españoles al Río de la Plata. El Norte, a causa del
desastre de Sipe-Sipe, quedaba abierto a la invasión española, dependiendo las
esperanzas de salvación del valor de Güemes y sus gauchos
La situación
externa era aún más grave para la causa de la Independencia: la política de la
Santa Alianza y la nueva expedición militar preparada en España eran hechos que
auguraban el fin de nuestra emancipación.
“Fue -explica el
padre Cayetano Bruno- la declaración de la independencia una obra por muchos
conceptos temeraria e incomprensible, fruto más bien de la clarividencia y de
la fe en Dios de aquellos insignes varones, que no la consecuencia de una
situación reinante en el país ni fuera de él. La actitud decididamente
favorable de San Martín y Belgrano iba a garantizar, por otra parte, su
mantenimiento”.
En este contexto,
contra viento y marea, se convoca a las provincias a que envíen diputados al
Congreso que se realizará en la ciudad de San Miguel de Tucumán. Congreso que
pasó a la historia como “congreso de Tucumán” y que más bien debiera
denominarse Congreso General 1816-1820, ya que sesionó en Tucumán desde el 24
de marzo de 1816 hasta el 4 de febrero de 1817 y ante el avance realista por el
norte, el 23 de septiembre de 1816 se dispuso su traslado a Buenos Aires, donde
el Congreso se reunió nuevamente en sesión preliminar el 19 de abril de 1817.
Su reapertura oficial tuvo lugar el 12 de mayo de 1817 y sesionó hasta el 11 de
febrero de 1820, cuando se interrumpieron sus actividades como consecuencia de
la derrota de Rondeau en Cepeda.
Diputados: sacerdotes y abogados
Pronto comenzaron
a ser electos en las provincias los diputados que se reunirían en Tucumán para
inaugurar un nuevo congreso constituyente. La elección recayó casi siempre en
sacerdotes y en abogados, todos hombres de fe y públicos sostenedores de la
religión católica.
Entre las
instrucciones que las provincias -no todas- daban a sus diputados, se
encontraba la de “declarar la absoluta independencia de España y de sus
reyes”.
Como ya se dijo,
Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y la Banda Oriental decidieron no enviar
representantes. Tampoco asistirían diputados del Paraguay y del Alto Perú, con
excepción de Chichas o Potosí, Charcas (Chuquisaca o La Plata) y Mizque o
Cochabamba.
Hay que imaginar el trayecto de estos hombres pioneros: muchos días en carretas y caballos, cruzando ríos correntosos y yendo por sendas o a campo traviesa, guiados por baqueanos o por las estrellas, para llegar a San Miguel de Tucumán, un pequeño poblado de no más de 4000 habitantes.
Hay que imaginar el trayecto de estos hombres pioneros: muchos días en carretas y caballos, cruzando ríos correntosos y yendo por sendas o a campo traviesa, guiados por baqueanos o por las estrellas, para llegar a San Miguel de Tucumán, un pequeño poblado de no más de 4000 habitantes.
De los siete
diputados elegidos por Buenos Aires, dos eran sacerdotes: el franciscano fray Cayetano José Rodríguez y el doctor
Antonio Sáenz. Completaban la representación, Tomás Manuel de Anchorena,
José Darragueira, Esteban Agustín Gascón, Pedro José Medrano, hermano menor del
primer obispo de Buenos Aires independiente, y Juan José Paso, patriota de los
primeros días.
Por Catamarca,
los diputados fueron sacerdotes: Manuel
Antonio Acevedo y José Eusebio Colombres a quien, a propuesta del
presidente Urquiza, el papa Pío IX designó obispo de Salta en diciembre de
1858, pero no llegó a ser consagrado pues falleció en Tucumán en febrero de
1859.
Córdoba nombró
cuatro diputados, entre ellos el presbítero
Miguel Calixto del Corro, que no firmó el acta de la independencia por
haberle confiado el Congreso una misión ante Artigas. Los otros diputados
cordobeses fueron: José Antonio Cabrera, Eduardo Pérez Bulnes y Jerónimo
Salguero de Cabrera y Cabrera.
Jujuy envió a
Teodoro Sánchez de Bustamante y Mendoza a Juan Agustín Maza y al joven Tomás
Godoy Cruz, hombre de confianza de San Martín y su vocero en la asamblea.
El único diputado
que nombró La Rioja fue el insigne
sacerdote Pedro Ignacio de Castro Barros.
Quedaron en la
memoria especialmente los representantes de San Juan: Francisco Narciso Laprida
y fray Justo de Santa María de Oro,
futuro obispo de San Juan.
Representó a San
Luis, Juan Martín de Pueyrredón, que al ser elegido por el Congreso director
supremo de las Provincias Unidas, cesó en el cargo de diputado.
Santiago del
Estero estuvo representada por dos sacerdotes: Pedro León Gallo y Pedro Francisco de Uriarte. También Tucumán
envió al Congreso dos sacerdotes: Pedro
Miguel Aráoz y José Ignacio Thames.
Por Charcas
participó el presbítero Felipe Antonio
de Iriarte, que no firmó el acta de la independencia por haberse
incorporado al Congreso recién el 6 de septiembre de 1816. Participaron
también, Mariano Sánchez de Loria,
abogado entonces y futuro sacerdote, José Mariano Serrano y José Severo
Feliciano Malabia.
Por Chibchas fue
diputado el presbítero Andrés Pacheco de
Melo; representó a Cochabamba el médico Pedro Carrazco y por Mizque el
abogado Pedro Ignacio de Rivera.
Por Salta fueron
diputados el doctor en teología José
Ignacio de Gorriti y Mariano Boedo.
Las edades de los
congresistas iban de los 25 años de edad, como es el caso de Godoy Cruz, hasta
los 63 que ostentaban tanto Uriarte como Rivera. El mismo Narciso Laprida, que
bastante maduro aparece en sus tan variados retratos, frisaba apenas los
treinta.
Curas de
aldea pero ilustrados y rectos
Como se ve
claramente la presencia sacerdotal en el Congreso de 1816 fue notable. De los 33 diputados, 12 eran
sacerdotes al inicio de las sesiones. Otro diputado, Mariano Sánchez de
Loria, se ordenó sacerdote en 1817 cuando murió su esposa. Mientras que otros
clérigos se incorporaron al Congreso con posterioridad a julio de 1816, tal los
casos de Felipe Antonio de Iriarte, Diego Estanislao de Zavaleta, Domingo
Victorio de Achega, Luis José de Chorroarín, Gregorio Funes, y José Benito
Lascano.
Otro clérigo que
marcó su presencia en el Congreso, no como diputado sino como prosecretario de
la Asamblea fue el presbítero tucumano José
Agustín Molina, que se convertiría en 1836 en el primer gobernador
eclesiástico de Tucumán en calidad de vicario apostólico de la diócesis de
Salta y elevado a la dignidad episcopal.
El haber elegido
las provincias a tantos clérigos, se debió no sólo al hecho de constituir los
sacerdotes el sector más culto de la sociedad, sino también a la situación
angustiosa que vivía el país, para cuya solución la clerecía inspiraba mayor
confianza por su rectitud y ascetismo.
Bien está decir entonces, tomándole la idea a
Pueyrredón, que el de Tucumán fue un congreso de doctores, ya en leyes, ya en
teología.
Otra vez las palabras de Nicolás Avellaneda son precisas al
describirlos:
“Fueron curas de aldeas los que
declararon a la faz del mundo la independencia argentina, pero eran hombres
ilustrados y rectos. No habían leído a Mably ni a Rousseau, a Voltaire y a los
enciclopedistas; no eran sectarios de la Revolución Francesa, y esto mismo hace
más propio y meditado su acto sublime. Pero conocían a fondo la organización de
las colonias, habían apreciado con discernimiento claro los males de la
dominación española y llevaban dentro de sí los móviles de pensamiento y de
voluntad que inducen a acometer las grandes empresas”.
Las actas del Congreso
Las actas de las
sesiones públicas –no así las secretas- del Congreso, se extraviaron hace
muchos años, pero felizmente la posteridad pudo enterarse del “día por día” de
las sesiones tucumanas, en su parte esencial, gracias a “El Redactor del
Congreso Nacional”, periódico que la corporación resolvió editar y cuyo
redactor fue el fraile franciscano Cayetano Rodríguez con la colaboración de su
amigo el sacerdote Molina.
Las sesiones
preparatorias comenzaron el 24 de marzo de 1816, y la inauguración fue al día
siguiente, fiesta de la Encarnación del Señor. Reunidos los diputados
imploraron la luz al Espíritu Santo en el templo de San Francisco, en medio de
las aclamaciones del pueblo. Concluida la ceremonia, pasaron al domicilio del
diputado Pedro Medrano a prestar aquel triple juramento, en cuya fórmula se
destaca el primero, por su significación, en cuanto da una idea clara del valor
que atribuía a la defensa de la religión: “¿Juráis a Dios Nuestro Señor y
prometéis a la Patria conservar y defender la religión Católica Apostólica
Romana?”.
Cabe destacar
también, las tareas diplomáticas llevadas a cabo por dos sacerdotes: Pedro
Ignacio de Castro Barros, a quien el Congreso encomendó marchar a Salta para
influir en el ánimo del general Martín Miguel de Güemes, en bien de la unidad
de la patria. Sus gestiones fueron exitosas y determinaron que, en mayo, se lo
eligiera presidente. El otro fue Miguel Calixto del Corro que debió abandonar
Tucumán para conquistar el ánimo del general José Gervasio Artigas, privándose
de la gloria de firmar el acta de la Independencia.
El acto
trascendental del Congreso se cumplió el 9 de julio.
De los 29
diputados que firmaron el Acta de la Independencia, once eran sacerdotes:
Manuel Antonio de ACEVEDO,
José Eusebio COLOMBRES,
Pedro Ignacio de CASTRO BARROS,
Antonio SÁENZ,
Fray Cayetano RODRIGUEZ,
Pedro José Miguel ARAÓZ,
José Ignacio THAMES,
Pedro León GALLO,
Pedro Francisco URIARTE,
Fray Justo de SANTA MARÍA DE ORO y
José Andrés PACHECO DE MELO.
Al día siguiente
hubo misa de acción de gracias en San Francisco, y oración patriótica
pronunciada por el diputado Castro Barros. La jura de la independencia por los
miembros del Congreso se realizó el 21 de julio.
Otras resoluciones
Una vez
proclamada la independencia de las Provincia Unidas, en las sesiones
posteriores, los congresales deliberaron sobre otras cuestiones que
consideraban necesarias para la “conveniencia y necesidad espiritual del
Pueblo”, como expresó Castro Barros en la sesión del 19 de agosto, al
hacer mención a la falta de obispos y a la necesidad de reanudar las relaciones
con Roma.
A tal punto
preocupaba esta cuestión que el mismo doctor Juan José Paso llegó a expresar
que “si llegase el caso de faltarnos obispos y se allanara el enemigo a
franquearnos uno, debíamos admitirlo, aunque fuese opuesto a nuestro actual
sistema, tomando todas las precauciones que no nos dañase con su influjo”.
Consecuente con esta posición, el Congreso concedió la libertad al obispo de
Salta, Videla del Pino, detenido por contrario a la causa de la
Independencia.
Otra de las
resoluciones fue la
adopción definitiva de la bandera creada por Manuel Belgrano; asunto que
se resolvió el 25 de julio de 1816 a moción de Juan José Paso.
Mérito de fray
Justo de Santa María de Oro fue la propuesta presentada el 14 de
septiembre, para que se eligiese “por patrona de la independencia de América a Santa Rosa de Lima.
La propuesta fue “sancionada por aclamación”.
Santa Rosa de Lima, patrona de la Independencia americana,
proclamada por el Congreso de Tucumán
Valoración posterior del Congreso
La declaración de
la independencia fue recibida con particular entusiasmo por parte de la
población, pero dos razones influyeron para que comenzara a desdibujarse en la
memoria colectiva: no se fijó de inmediato la fecha de los festejos anuales y
el mismo Congreso careció desde un principio de la aceptación generalizada que
era dado esperar.
Sin embargo, la
Iglesia muy pronto adhirió a ella. Por decreto del provisor de Buenos Aires,
Domingo Victorio Achega, del 10 de octubre de 1816, se dispuso incluir a Santa
Rosa de Lima en el sufragio de los Santos; agregar en la oración colecta de las
misas solemnes, después del nombre del Papa, el del gobernante de la nación, y
rezar en las parroquias los domingos las letanías de los Santos, con la
advocación: “Dígnate, Señor, afianzar nuestra independencia:
Te rogamos óyenos”.
En cambio, la legislación
civil fue más remisa en conmemorar la independencia. Recién por decreto del 6
de julio de 1826 de Bernardino Rivadavia, el 9 de julio se
consideraba “feriado”, es decir, “día de feria, día de trabajo”, con la única
demostración pública de las “tres salvas de costumbre por la fortaleza,
baterías y escuadra nacional, con iluminación en la víspera y en el día”.
Posteriormente a
lo decretado por Rivadavia, el Gobernador don Juan Manuel de Rosas, el 11 de
junio de 1835, igualaba las fiestas del 25 de Mayo y del 9 de Julio en
los honores oficiales: “En lo sucesivo, el día 9 de julio será reputado
como festivo de ambos preceptos, del mismo modo que el 25 de mayo; y se
celebrará en aquel (9 de Julio), misa solemne con Tedeum en acción de gracias
al Ser Supremo por los favores que nos ha dispensado”. Así consta en el
Registro Oficial de la República Argentina.
Intentos por ocultar la participación de los
sacerdotes
La extraordinaria
participación de sacerdotes en el Congreso, influyó para que la propaganda
liberal de fines del siglo XIX, en años de duros enfrentamientos con la
Iglesia, le restara trascendencia con la intención de ocultar la participación
de tantos sacerdotes en el Congreso. “La generación del 80 -afirma el
padre Guillermo Furlong-, que entre nosotros comenzó su guerra de zapa contra
el catolicismo poco después de Caseros, se esforzó por magnificar la Asamblea
del año XIII y minimizar el Congreso del año XVI…; y si bien se hacía
referencia a él, era aislado de todo lo religioso; y en las pinturas y en los
famosos relieves de Lola Mora, si aparece alguno que otro sacerdote, estas
figuras eclesiásticas, lejos de representar el treinta y ocho por ciento,
parecía representar un dos por ciento o menos aún”.
En los últimos
años esta postura ha sido sometida a revisión y hoy nadie discute seriamente la
trascendencia de dicho Congreso, destacándose como elemento determinante la
selección de los diputados, quienes por su formación y altura moral mostraron
criterios uniformes en lo fundamental y voluntad decidida por asegurar el bien
común del país.
Al punto que
puede decirse, con palabras de Ambrosio Romero Carranza, que “felizmente,
siempre hubo unanimidad entre los congresistas de Tucumán, en que la forma de
Estado de las provincias del Plata fuese cristiana. Todos, sin excepción, unos
con más fuerza que otros, hicieron firmes, claras y sinceras declaraciones de
la necesidad de unir, en nuestra patria, los principios cristianos con los
principios políticos”.
Del Documento de la Conferencia Episcopal
Argentina
“La familia argentina agradece, una vez más, la providencial
Declaración de la Independencia de 1816” -escribieron recientemente los obispos
argentinos en su último documento “Bicentenario de la Independencia. Tiempo
para el encuentro fraterno de los argentinos”- La nación independiente y libre,
añade el documento episcopal, se gestó en una pequeña provincia de la Argentina
profunda. Los congresales llegados de lugares tan distantes hicieron de una
"casa de familia" un espacio fecundo. Esta casa, lugar de encuentro,
de diálogo y de búsqueda del bien común, es para nosotros un símbolo de lo que
queremos ser como Nación”.
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