“Dejaos reconciliar
con Dios”
(II
Cor 5,20)
por
Monseñor Miguel Antonio Barriola
Una necesaria reflexión sobre el SACRAMENTO DE LA PENITENCIA, servicio
sublime, pero que últimamente ha sufrido una merma en el aprecio de los fieles
y de los mismos sacerdotes, en el AÑO JUBILAR DE LA MISERICORDIA
San Pablo
enseñaba con medular convicción: “Todo proviene de Dios, que nos reconcilió
consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en
Cristo estaba Dios reconciliando el mundo consigo[2],
no tomando en cuenta las trasgresiones de los hombres, sino poniendo en
nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo,
como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo les
suplicamos: déjense reconciliar con Dios” (II Cor 5,18-20).
Se percibe sin
dificultad la importancia que da el Apóstol a esta realidad: cinco veces, en
pocas líneas, aparece el concepto de la reconciliación. Ahora bien, “la
embajada de Cristo” que se ejercita por medio del ministerio de la
reconciliación es uno de los más arduos, a la vez que profundamente
consoladores, ministerios en su naturaleza misma. Requiere constante vigilancia, tanto en
penitentes como en confesores, para que no caiga en descrédito.
De entrada
pueden servirnos de prevención las desoladas consideraciones de un confundido
sacerdote, personaje de la obra Juicio universal de G. Papini:
“Durante
años y años… entumecido por aquel trono clandestino, escuché con resignada
náusea las sucias miserias de las mujeres y de los hombres…, los pecados
siempre mezquinos, siempre mediocres, siempre los mismos… Conseguía
perdonarlas, pero no lograba amarlas… Fui un remiso ministro de los sacramentos
en mi vida triste y gris y, sin embargo, temo y tiemblo bastante más que los
pecadores que fueron absueltos por mí”.
En cambio, el
perdón sacramental, para quien tiene fe y se empeña por vivir el Evangelio,
debería ser una fuente
segura de alegría y paz. De hecho tal es la atmósfera en la que lo
instituye el Señor Jesús resucitado. Según Jn 20,19-29, los discípulos estaban
encerrados, por temor a los judíos. Pero, apareciéndoseles Jesús, su
saludo primero consiste en “La paz con vosotros” (v. 19). Muestra sus llagas
(que podrían causar temor, ya que ellos lo abandonaron en su hora más trágica),
pero reiterando: “La paz con vosotros” (vv. 20-21). Establece, acto seguido, la
cadena de envíos pacíficos: el Padre lo mandó a ÉL (v. 21); ahora, fortalecidos
con el soplo del Espíritu (v. 22), los orienta a su vez a perdonar los pecados
(v. 23).
Tal gesto
característico de este sacramento nos orienta sobre la actitud prevalente en
quienes lo han de administrar: infundir ánimo, confianza. Cosa que no significa
permisividad de abuelito reblandecido, fomentando rupturas entre la
misericordia y la verdad, sino invitación a cultivar sin cansancio la difícil síntesis entre
indulgencia y exigencia[3].
En semejantes diagnósticos y remedios consiste el carácter personal que reviste
este sacramento, cuya dificultad no se ha de esconder, así como el buen médico
no oculta a sus pacientes las enfermedades que padecen.
Fuera de casos
extremos (naufragio, avión que se desploma, cataclismo) no se
absuelve genéricamente, sino tal como lo hizo el mismo Jesús. Augura y ofrece
la paz, pero llama a Pedro a que se desdiga de su triple negación (Jn
21,15-17). Invita a Tomás a sacudir su falta de fe (Jn 20,24-29). Da un buen y
saludable tirón de orejas a los caminantes de Emaús, por sus sueños
mesiánico-políticos (Lc 24,25: “¡Duros de entendimiento!”).
Por lo mismo,
San Juan Pablo II ha hablado de la confesión individual como “el derecho a un encuentro más
personal del hombre con Cristo crucificado, que perdona; con Cristo que
dice, por medio del ministro: tus pecados te son perdonados”[4].
Es evidente que aquello que cuenta en esta afirmación es la actitud del
ministro, no solamente el hecho sacramental de la absolución, ya que también
con el perdón colectivo, en casos de emergencia, se encuentran Cristo y los
pecadores. Pero, la “personalización” de este diálogo con Cristo pasa ahora por
la relación con el ministro y, por eso, la actitud servicial en toda la
celebración, desde la acogida hasta la despedida, es importante para el
penitente. ¿Será un remiso ministro, casi un funcionario del sacramento
(rememorar el personaje de G. Papini) o un portavoz y representante del mismo
Cristo?[5]
Aquí y en toda
la vida los pastores han de tener siempre bien claro y nunca olvidar que su
“autoridad” no es humana, sino la del resucitado: “Se me ha dado toda
autoridad” (Mt 28,18), pero ÉL mismo la limita para el bien, no para hacerla
sentir. “Ha sido dada para edificación y no para destrucción” (II Cor 10,8;
13,10). Por lo mismo, tal potestad no se basa en cualidades humanamente
atribuibles al ministro, sino que su oficio en una “administración de un
beneficio ajeno”[6].
Por lo cual, pese a que pueda parecer reiterativo, siempre será muy oportuno y
aplicable a la dispensación de este sacramento examinarse a la luz de aquella
virtud que San Pablo exigía a los que debían ejercer el “episcopado”: ser
“hospitalarios, acogedores” (I Tim 3,2) y preguntarse hasta qué punto se es
fácilmente asequible.
Ejemplo sublime siempre se lo tendrá en el Santo Cura de Ars, que pasó
su vida casi en el confesonario: “¿Puedo ser verdaderamente severo con gente
que viene de tan lejos, que hace tantos sacrificios, que con frecuencia tiene
que venir de incógnito?”[7].
Justamente por
lo fatigoso que puede resultar este servicio (atención de niños, jóvenes,
mujeres, varones, casados, religiosos, otros sacerdotes), doblemente se ha de
mantener en cuenta su
sentido sobrenatural: esta reconciliación no es el encuentro con un
psiquiatra, sino con un ministro de Cristo y de la Iglesia. Por lo cual es
bueno que el confesor aparezca como el que está dispuesto a escuchar, orientar
y absolver en nombre de Dios Uno y Trino, que también reza por sus
penitentes, descentralizándose de sí mismo y orientando toda la celebración
hacia Cristo. Bien lo recordaba San Juan Pablo II:
“El
sacerdote actúa in persona Christi. Cristo es el que aparece como
hermano del hombre, pastor decidido a buscar la oveja perdida, médico que cura
y conforta, maestro único que enseña e indica los caminos de Dios, juez de los
vivos y de los muertos, que juzga según la verdad y no según las apariencias.
Éste es, sin duda, el más difícil y delicado, el más fatigoso y exigente, pero
también uno de los más hermosos y consoladores ministerios del sacerdote”[8].
Una dificultad
frecuente en la administración de este sacramento, fuente de desánimo y hasta
de hastío, tanto para penitentes como para confesores, es el verse
reincidiendo siempre en idénticas mañas y defectos[9].
Se siente gran frustración, porque una larga lucha parece resultar
invariablemente derrotada. Y tal sensación asalta sobre todo a las personas
dotadas de mayor sensibilidad religiosa. Algunos llegan a preguntarse qué
sentido puede tener el recurso sistemático a una medicina que parecería privada
de toda eficacia de curación. Surge la tentación de dejarlo todo: el combate
espiritual, la frecuentación del sacramento, la misma práctica religiosa. Un
tal abandono hasta puede dar la engañosa sensación de una liberación. Ante
tales engañifas del Demonio, hemos ante todo de apaciguarnos, considerando que
ni los santos han sido exceptuados de estas batallas sin cuartel. Así, San
Pedro, que se convirtió tan humildemente (Jn 21,15-17, como ya se recordó),
tuvo que ser instado por tres veces (así como tres veces renegó de Cristo) a
cumplir una misión que, desde su mentalidad judía, no podía comprender (Hech
10,14). Fue llamado al orden por San Pablo, debido a una cobardía suya en un
tema por demás importante (Gal 2,11).
Pablo enseña que
“el amor no se ‘irrita’” (oú paroxínetai: I Cor 13,5). Sin embargo en su
dura discusión con Bernabé fue tal la “irritación” (paroxismós: Hech
15,36), que tuvieron que separarse, siguiendo cada uno por su lado[10].
En I Cor 15,8, recordando la aparición con que Jesús resucitado cambió su vida,
se califica a sí mismo como “fruto de un aborto”, con lo cual muestra su
humildad. Pero pareciera que se le subieran los humos a la cabeza cuando, casi
acto seguido, afirma: “trabajé más que todos ellos” (ibid., v. 10). Aunque,
reacciona al instante, anotando: “no yo, sino la gracia de Dios conmigo”.
Se cuenta que un
general de los franciscanos pidió a uno de sus frailes, muy buen grafólogo, que
analizara los manuscritos de San Francisco de Asís. Dado que pasó mucho tiempo
sin que apareciera resultado alguno de tales estudios, el general mismo le insistió
al grafólogo sobre lo que había encontrado en la letra del santo. La respuesta
fue que aparecían tales defectos que prefería quedarse con la imagen de
Francisco que ofrecían las Florecillas. El general, comentó: “Eso
redunda más todavía en el aprecio de nuestro fundador, porque se ve que luchó
durante su vida con aquellas imperfecciones.”
Por supuesto que
tales ejemplos no han de justificar que hagamos las paces con nuestras malas
inclinaciones. El hombre viejo levanta cabeza una y otra vez. Así como en
invierno suele ser común que nos resfriemos y no por eso dejamos de abrigarnos
y de recurrir a antigripales o aspirinas. Además, hemos de considerar que se
trata de pecados que no queremos, pero que con frecuencia han echado raíces en
nosotros, sea por la educación, o por una historia pasada con errores. San
Francisco de Sales observaba al respecto: “Nuestra imperfección nos acompañará
hasta el sepulcro. No podemos caminar sin tocar tierra. Es preciso no caer ni
embarrarse, pero tampoco es necesario pensar en volar, porque somos pichones y
todavía no tenemos alas”[11].
Y en su obra maestra: “El alma que asciende del pecado a la devoción es
comparable al alba que, cuando surge, no hace desaparecer la oscuridad de
golpe, sino poco a poco. Un aforismo dice que la curación que se hace
lentamente es la más segura; las enfermedades del alma y del cuerpo vienen a
caballo y corriendo, pero se van a pie y paso a paso”[12].
Ante tal
perspectiva, la práctica de la confesión frecuente significa y aporta la gracia
sacramental, para vitaminizar la lucha sin tregua contra aquellas fragilidades
que atestiguan la permanencia de tendencias negativas, desde las cuales el
pecado podría despertar nuevamente en cualquier momento. El recurso en la fe al
sacramento ayudará mucho para que nuestro diálogo con Cristo se vuelva siempre
más auténtico y personal, indelegable a lo genérico, ya que ÉL nos quiere a
cada uno: “Yo conozco a mis ovejas y las llamo por su nombre” (Jn 10,14 y 3).
Por todo lo
cual, los que han de continuar la tarea del Buen Pastor, los sacerdotes, nunca
podrán caer en la postura de funcionarios, ni dejarse abatir por sus propios
estados de ánimo. Más bien estarán pendientes de los problemas, grandes o
pequeños, triviales o dramáticos, de sus fieles. No han de ser culpables de la
desafección del pueblo fiel hacia este sacramento, que, en manos del Cura de
Ars, San Pío de Pietrelcina, Leopoldo Mandic y muchos otros, ha devuelto la fe
a tanta gente abrumada y desorientada. Para lograrlo han de saber que requiere
sacrificio y ascesis, sobre todo en atención al otro, tanto a la viejita que
pareciera perderse en pavadas, pero que para ella son “sus problemas”, como
ante situaciones dolorosas que exigen una gran empatía y comprensión. Así como
del veneno mortal de las serpientes se ha sabido encontrar el antídoto contra
el mismo, el pecado, estiércol abominable para Dios, sirve como “abono” de la
santidad, siendo la “materia” de este sublime sacramento de la reconciliación.
[1] Ver:
“Cristo hoy.org” - 19/V/2016.
[2] Se
puede notar con el Card. G. Biffi cómo “el texto de la segunda carta a los
Corintios nos hace entender que Dios todavía no ha llegado al término de la
acción reconciliadora. El uso del imperfecto griego tiene justamente este
significado. De modo que podríamos traducir: ‘Dios en Cristo está reconciliando
consigo al mundo’ (II Cor 5,19)” (“Lasciatevi riconciliari con Dio” en
su obra: Pecore e pastori – Riflessioni sul gregge di Cristo,
Siena –2008 –122). Sólo que, si tal incansable inclinación divina al perdón no
encuentra quiénes la canalicen por su prolongación sacramental, se verá
notablemente reducida en nuestras vidas.
[3] ¿Qué
diríamos del maestro que, ante el niño que piensa que 2 + 2 hacen cinco, o al
otro que dijera que la capital de Francia es Lyon, los consolara, pretendiendo
que no se aflijan, que no pasa nada? Les estaría brindando una engañosa y
contraproducente indulgencia. Una de las “obras de misericordia” es
precisamente: “corregir al que yerra”.
[4] Redemptor
hominis, 20.
[5] Recuerdo
mi segunda confesión. Al preguntarme el sacerdote cuánto hacía que no me
confesaba y al responder que no me acordaba, elevando la voz indignado, me
dijo: “Pues vete a pensar”. ¿Qué diría toda la gente que esperaba en el
confesonario de aquel niño de 8 años, que era de tal modo alejado por el
representante de Cristo? Otro caso puede ser el de aquel penitente que, al
comunicar que hacía cerca de 20 años que no se confesaba, recibió del sacerdote
el siguiente comentario: “Las que vamos a oír”. Reacción: “Pues ahora no va
Usted a oír nada”.
[6] Concilio
de Trento, cap. 6, Denz-Hün, 1685.
[7] En:
B. Nodet, Le Curé d’Ars –Sa pensée, son coeur, Paris (1966)
134.
[8] Reconciliatio
et poenitentia, 29.
[9] Recuerdo
el humor cínico de una penitente: “Padre, soy la misma y con lo mismo. ¿Rezo lo
mismo?”
[10] Con
todo, no pactó el Apóstol con su genio airado, sino que se puede comprobar cómo
luchó victoriosamente con él. En efecto, la razón de la fuerte disputa con
Bernabé se debió a que éste último quería tomar nuevamente consigo, para el
segundo viaje apostólico, a su primo Marcos (ver tal parentesco en Col 4,10),
el cual, sin embargo, los había abandonado en medio de la primera gira (Hech
13,13). Así, en el pasaje recién citado (Col 4,10), Marcos está con Pablo y
saluda a los destinatarios de la carta. Igualmente aparece junto a Pablo en Fil
23. En II Tim 4,11 Pablo pide a Timoteo: “Trae contigo a Marcos, porque me
prestará buenos servicios”.
[11] Carta
847.
[12] Introducción
a la vida devota, I, 5. Es muy recomendable la lectura meditada de: J.
Tissot, L’arte di trarre profitto dai nostri peccati, Napoli
(2004). Hay traducción castellana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario