Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

13 de marzo de 2019

EN CUARESMA: UN “CURA DE ARS” CRIOLLO


UNA ANÉCDOTA DEL SANTO CURA BROCHERO, MUY PROPICIA PARA EL TIEMPO CUARESMAL

San José Gabriel Brochero, presbítero (1840-1914)


Para ubicarse en esta historia, es necesario imaginar cómo eran los llanos y cerros desérticos que conformaban la inmensa parroquia del Padre Brochero en las serranías cordobesas, a fines del siglo XIX, recién conformada la Argentina.

Y él, con su mula “Malacara”, con un celo apostólico excepcional, recorría muchísimos kilómetros para llegar hasta los últimos confines de su jurisdicción, llevando el mensaje del Evangelio, invitando a las gentes de las perdidas taperas a realizar los Ejercicios Espirituales.

Les hablaba, en lenguaje sencillo, de las verdades eternas y del camino al cielo. Y les invitaba a la conversión contrita.
Como un “Cura de Ars” criollo…




LA HISTORIA DEL “GAUCHO SECO”


Había en las Sierras Grandes, allá por 1887, un gaucho malo, jefe de bandoleros, famoso por sus robos y crímenes.

El cura Brochero se empeñó en hacerle “tomar” los Ejercicios al “Gaucho Seco”, y fue a buscarlo en su escondrijo como quien busca a un puma en su cueva. 

De entrada, no más, le dijo que iba a curarle la lepra de que estaba cubierta su alma. El Gaucho Seco oyó estupefacto semejantes palabras y tuvo curiosidad de asistir a unas ceremonias tan extrañas, de que hacía diez años se hablaba tanto en el país. 

Una mañana del frío mes de agosto llegó a la Villa del Tránsito, montado en una mula zaina, guiado por el cura, que montaba su invariable mula Malacara, y seguido a cierta distancia por otros dos jinetes que le guardaban las espaldas. 

Vamos a verdijo el Gaucho Seco, apeándose a la puerta de la Casa de Ejercicios– cómo se me va a curar la lepra del alma. 

Desensilló, entregó la mula a su lugarteniente, y llevando en sus brazos el apero que sería su cama durante ocho días, siguió a Brochero, que le hizo cruzar dos patios y palmeándole la espalda le indicó una habitación, donde dormiría con una veintena de hombres de su laya. 

Más de setecientos paisanos habían llegado ya para esa tanda. Todos miraban, no sin recelo al Gaucho Seco, que pasaba arrogante entre ellos, haciendo sonar sus espuelas y arrastrando la cincha de su silla de montar, cubierta por ricos pellones. 

Sólo se oía el ruido de aquellos pasos y de aquellas espuelas. Un silencio imponente dominaba a la extrañísima reunión. 

–¡Vamos a ver el milagro! –dijo para sí con sorna, arrojando sobre la tierra empedernida el copioso apero. 

Sonó entretanto una campanita agitada por la mano de un viejo; y todos silenciosamente lo siguieron sin saber a dónde, y el “Gaucho Seco” detrás de ellos. Entraron en la capilla, que se hallaba a oscuras, no obstante ser de día, alumbrada escasamente por algunas velas de sebo y la lamparilla de aceite del Sagrario. Un sacerdote de negra sotana empezó a hablarles. Nadie más que él hablaba. El silencio era absoluto y comprimía hasta el latido de las sienes. 

Del patio llegaba un olor a carne asada. El señor Brochero les preparaba el primer almuerzo en fogatas al aire libre. Terminó la plática y hubo rezos y cánticos. El Gaucho Seco asistió sin aburrirse, pero sin comprender ni los cantos, ni los rezos, ni las pláticas. 

Sonó otra vez la campana y salieron a almorzar. Siempre el mismo silencio impresionante. A lo sumo, el ruido de un cuchillo, uno de esos largos y filosos cuchillos de los gauchos, que cortaba un hueso. Después cebaron mate, alrededor de anafes de barro cocido, en que se iban durmiendo rojas brasas de algarrobo. El Gaucho Seco, vencido por las ganas de tomar mate, se allegó a un grupo y aceptó que lo convidaran, sin atreverse a pronunciar una palabra, tan plúmbeo e imperioso era el callar de la muchedumbre. 

De nuevo la campana, y el moverse en filas de la concurrencia, y el acudir a la capilla, y de nuevo la plática y los rezos y los cantos. Después, de nuevo a sus piezas, desnudas y frías, donde calentaron los estómagos vacíos con algunos mates, y se acostaron vestidos sobre sus aperos, en la tierra, pues no había camas, ni las necesitaban personajes como ellos. Al alba, otra vez la campana, las mismas distribuciones y el mismo silencio. 

Más que las pláticas de los dos jesuitas que sucesivamente les hablaban, llamaban la atención del “Gaucho Seco” las coplas que se cantaban, y cuyo trascendental sentido había comenzado a percibir: Perdón, ya mi alma / Sus culpas confiesa; / Mil veces me pesa / De tanta maldad. / Perdón, oh, Dios mío / Perdón y piedad… 

¿Era, pues, cierto, era posible que Dios lo perdonase a él? ¿Era, pues, verdad que otros muchos, tan cargados como él de crímenes, habían encontrado misericordia al pie del Crucifijo? 

Al tercer día el Gaucho Seco se azotó con furia los recios lomos y al sexto día se arrodilló sollozando a los pies de un misionero, que lo envolvió en el poncho de lana para que otros no lo viesen llorar. 

–¡Cayeron, mi curita, las escamas de la lepra! Hoy es el día de mi nacimiento

Al otro año el Gaucho Seco volvió a los Ejercicios trayendo a catorce paisanos más que querían también hacer el maravilloso experimento de nacer de nuevo. 

El último día de los Ejercicios el cura los despedía con una carne con cuero y un sermoncito de este jaez: “Bueno; vayan no más, y guárdense de ofender a Dios volviendo a las andadas. Ya el cura ha hecho lo que estaba de su parte para que se salven, si quieren. Pero si alguno se empeña en condenarse, que se lo lleven mil diablos…” 



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