Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

2 de marzo de 2019

PALABRAS DE MESURA Y MODERACIÓN


DE LA ABUNDANCIA DEL CORAZÓN HABLA LA BOCA
(Lc. 6, 45)
Un texto del maravilloso libro del cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación del Culto Divino, titulado: LA FUERZA DEL SILENCIO FRENTE A LA DICTADURA DEL RUIDO" que es muy a propósito para la reflexión de la perícopa evangélica del título (ver número 27)

LA LENGUA ES 
COMO EL TIMÓN DE UNA NAVE....


La regla del Carmelo ordena “… evítese con cuidado el mucho hablar, porque (…) en el mucho hablar no faltará pecado”. En efecto, el apóstol Santiago enseña la importancia de la mortificación de la lengua:

“Si alguno no peca de palabra, ese es un hombre perfecto, capaz también de refrenar su cuerpo. Si ponemos freno en la boca a los caballos para que nos obedezcan, dirigimos todo su cuerpo. Mirad también las naves: aunque sean tan grandes y las empujen los vientos fuertes, un pequeño timón las dirige adonde quiere la voluntad del piloto. Del mismo modo, la lengua es un miembro pequeño, pero va presumiendo de grandes cosas. ¡Mirad que poco fuego basta para quemar un gran bosque! Así también la lengua es un fuego, un mundo de iniquidad; es ella, de entre nuestros miembros, la que contamina todo el cuerpo y, encendida por el infierno, inflama el curso de nuestra vida desde el nacimiento. Todo género de fieras y aves, reptiles y animales marinos puede domarse y de hecho ha sido domado por el hombre; sin embargo, ningún hombre es capaz de domar su lengua. Es un mal siempre inquieto y está lleno de veneno mortífero. Con ella bendecimos a quien es Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a semejanza de Dios. De la misma boca salen la bendición y la maldición. Esto, hermanos míos, no debe ser así” (St. 3, 2-10)


El apóstol Santiago compara la lengua con el timón de una nave. Un pedazo de madera permite guiar toda la embarcación. El hombre que domina su lengua controla su vida, como el marinero domina la nave. Y al contrario: el hombre que habla demasiado es un navío borracho. Sí: la palabrería, esa tendencia malsana a exteriorizar los tesoros del alma exhibiéndolos a tiempo y a destiempo, hace mucho daño a la vida espiritual. Su movimiento parte en dirección inversa a la de la vida espiritual que se interioriza y se profundiza constantemente para acercarse a Dios.

Arrastrado hacia afuera por la necesidad de contarlo todo, el charlatán se halla lejos de Dios y de cualquier actividad profunda. Toda su vida recorre sus labios y se vierte en torrentes de palabras que llevan consigo los frutos cada vez más pobres de su pensamiento y de su alma. No le queda tiempo para recogerse, para pensar, para vivir en profundidad. Con la agitación que crea en torno a él, impide a los demás el trabajo y el recogimiento fecundos.
El charlatán vano y superficial es un ser peligroso. La costumbre tan extendida hoy de testimoniar en público gracias divinas concedidas en lo más íntimo del hombre, lo expone a la superficialidad, a la autoviolación de la amistad interior con Dios y a la vanidad.

Hoy la palabra fácil y la imagen vulgar son las dueñas de muchas vidas. Tengo la sensación de que el hombre moderno no sabe detener el flujo ininterrumpido de palabras sentenciosas, falsamente morales, y el deseo bulímico de íconos adulterados.

El silencio de los labios parece algo imposible para el hombre de Occidente. También los medios de comunicación tientan a todos a perderse en una jungla superabundante de palabras, imágenes y ruidos. Las pantallas luminosas necesitan un alimento pantagruélico para distraer a la humanidad y destruir las conciencias. El hecho de callar reviste la apariencia de debilidad, ignorancia o falta de voluntad. En el régimen moderno el hombre silencioso se convierte en aquel que no sabe defenderse. Es un sub-hombre. El hombre que se dice fuerte es, por el contrario, un ser de palabras. Arrasa y ahoga al otro en el torrente de su discurso.

Hoy hay muchas personas ebrias de palabras, personas constantemente agitadas, incapaces de callar y de respetar a los demás. Han perdido el sosiego y la dignidad.

Para no dañar nuestra alma ni la de los demás, para que nuestra conducta o nuestras palabras no nos lleven a graves caídas, son necesarias la mesura y la moderación. La conquista del silencio posee el acre sabor de las batallas ascéticas, pero Dios ha querido ese combate asequible para el hombre.


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