SAN JUAN PABLO II Y EL EVANGELIO DE LA VIDA
En su Encíclica EVANGELIUM VITAE del 25 de marzo de 1995 el
santo Papa expresa con claridad los fundamentos por los que la Iglesia desde
sus orígenes ha definido al aborto provocado como un grave desorden moral y un crimen abominable, que genera
una “cultura de la muerte” y destruye el entramado social de una comunidad.
Proféticas palabras, escritas hace dos décadas, que se vienen
corroborando en el mundo, y que vale la pena leerlas en su totalidad.
Un relativismo nefasto que lleva a un totalitarismo fundamental.
Un relativismo nefasto que lleva a un totalitarismo fundamental.
DE LA ENCÍCLICA EVANGELIUM
VITAE
(especialmente de su Capítulo III)
“Con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores,
en comunión con todos los Obispos declaro que el aborto directo, es decir,
querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto
eliminación deliberada de un ser humano inocente.
Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de
Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el
Magisterio ordinario y universal.
Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo
podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser
contrario a la Ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible
por la misma razón, y proclamada por la Iglesia.
El aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana
puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna
obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y
precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia.
Tratándose de una ley intrínsecamente injusta, nunca es lícito
someterse a ella, ni participar en una campaña de opinión a favor de una ley
semejante, ni darle el sufragio del propio voto.
Las opciones contra la vida proceden, a veces, de situaciones
difíciles o incluso dramáticas de profundo sufrimiento, soledad, falta total de
perspectivas económicas, depresión y angustia por el futuro. Estas
circunstancias pueden atenuar incluso notablemente la responsabilidad subjetiva
y la consiguiente culpabilidad de quienes hacen estas opciones en sí mismas
moralmente malas.
Pero en muchísimos otros casos estas prácticas tienen sus raíces
en una mentalidad hedonista e irresponsable respecto a la sexualidad y
presuponen un concepto egoísta de libertad que ve en la procreación un
obstáculo al desarrollo de la propia personalidad. Así, la vida que podría
brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo a evitar absolutamente, y
el aborto en la única respuesta posible frente a una anticoncepción frustrada.
Hoy el problema va bastante más allá del obligado reconocimiento
de las situaciones personales. Está también en el plano cultural, social y
político, donde presenta su aspecto más subversivo e inquietante en la
tendencia, cada vez más frecuente, a interpretar estos delitos contra la vida como
legítimas expresiones de la libertad individual, que deben reconocerse y ser
protegidas como verdaderos y propios derechos.
De este modo se produce un cambio de trágicas consecuencias en
el largo proceso histórico, que después de descubrir la idea de los « derechos
humanos » —como derechos inherentes a cada persona y previos a toda
Constitución y legislación de los Estados— incurre hoy en una sorprendente
contradicción: justo en una época en la que se proclaman solemnemente los derechos
inviolables de la persona y se afirma públicamente el valor de la vida, el
derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y conculcado, en particular
en los momentos más emblemáticos de la existencia, como son el nacimiento y la
muerte.
Si es cierto que, a veces, la eliminación de la vida naciente o
terminal se enmascara también bajo una forma malentendida de altruismo y piedad
humana, no se puede negar que semejante cultura de muerte, en su conjunto,
manifiesta una visión de la libertad muy individualista, que acaba por ser la
libertad de los « más fuertes » contra los débiles destinados a sucumbir.
Hay un aspecto aún más profundo que acentuar: la libertad reniega
de sí misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no
reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la verdad. Cada vez que la
libertad, queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a
las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida
personal y social, la persona acaba por asumir como única e indiscutible
referencia para sus propias decisiones no ya la ver dad sobre el bien o el mal,
sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su
capricho.
Con esta concepción de la libertad, la convivencia social se
deteriora profundamente. Si la promoción del propio yo se entiende en términos
de autonomía absoluta, se llega inevitablemente a la negación del otro,
considerado como enemigo de quien defenderse. De este modo la sociedad se
convierte en un conjunto de individuos colocados unos junto a otros, pero sin
vínculos recíprocos: cada cual quiere afirmarse independientemente de los
demás, incluso haciendo prevalecer sus intereses.
Así, desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad
absoluta para todos; la vida social se adentra en las arenas movedizas de un
relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es negociable: incluso el
primero de los derechos fundamentales, el de la vida.
Es lo que de hecho suceden en el ámbito más propiamente político
o estatal: el derecho originario e inalienable a la vida se pone en discusión o
se niega sobre la base de un voto parlamentario o de la voluntad de una parte
—aunque sea mayoritaria— de la población. Es el resultado nefasto de un
relativismo que predomina incontrovertible: el « derecho » deja de ser tal
porque no está ya fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad de la
persona, sino que queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este modo la
democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo
fundamental.
¿Cómo es posible hablar todavía de dignidad de toda persona
humana, cuando se permite matar a la más débil e inocente? ¿En nombre de qué
justicia se realiza la más injusta de las discriminaciones entre las personas,
declarando a algunas dignas de ser defendidas, mientras a otras se niega esta
dignidad? ».
Cuando se verifican estas condiciones, se han introducido ya los
dinamismos que llevan a la disolución de una auténtica convivencia humana y a
la disgregación de la misma realidad establecida.
Reivindicar el derecho al aborto, y reconocerlo legalmente, significa
atribuir a la libertad humana un significado perverso e inicuo: el de un poder
absoluto sobre los demás y contra los demás. Pero ésta es la muerte de la
verdadera libertad: "En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado
es un esclavo”
Sin embargo, todos los condicionamientos y esfuerzos por imponer
el silencio no logran sofocar la voz del Señor que resuena en la conciencia de
cada hombre. De este íntimo santuario de la conciencia puede empezar un nuevo
camino de amor, de acogida y de servicio a la vida humana.
Son todavía muchos los esposos que, con generosa responsabilidad,
saben acoger a los hijos como « el don más excelente del matrimonio ». No
faltan familias que, además de su servicio cotidiano a la vida, acogen a niños
abandonados, a muchachos y jóvenes en dificultad, a personas minusválidas, a
ancianos so los. No pocos centros de ayuda a la vida, o instituciones análogas,
están promovidos por personas y grupos que, con admirable dedicación y
sacrificio, ofrecen un apoyo moral y material a madres en dificultad, tentadas
de recurrir al aborto.
También surgen y se difunden grupos de voluntarios dedicados a
dar hospitalidad a quienes no tienen familia, se encuentran en condiciones de
particular penuria o tienen necesidad de hallar un ambiente educativo que les
ayude a superar comportamientos destructivos y a recuperar el sentido de la
vida.
Frente a legislaciones que han permitido el aborto y a
tentativas, surgidas aquí y allá, de legalizar la eutanasia, han aparecido en
todo el mundo movimientos e iniciativas de sensibilización social en favor de
la vida. Cuando, conforme a su auténtica inspiración, actúan con determinada
firmeza pero sin recurrir a la violencia, estos movimientos favorecen una toma
de conciencia más difundida y profunda del valor de la vida, solicitando y
realizando un compromiso más decisivo por su defensa.
En esta perspectiva, es necesario poner de relieve que no basta
con eliminar las leyes inicuas. Hay que eliminar las causas que favorecen los
atentados contra la vida, asegurando sobre todo el apoyo debido a la familia y
a la maternidad: la política familiar de be ser eje y motor de todas las
políticas sociales.
Por tanto, es necesario promover iniciativas sociales y
legislativas capaces de garantizar condiciones de auténtica libertad en la
decisión sobre la paternidad y la maternidad; además, es necesario replantear
las políticas laborales, urbanísticas, de vivienda y de servicios para que se
puedan conciliar entre sí los horarios de trabajo y los de la familia, y sea
efectivamente posible la atención a los niños y a los ancianos”
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