Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

28 de julio de 2018

LA LUNA Y LA IGLESIA


MYSTERIUM LUNAE

Ante la foto del eclipse lunar del 27 de julio de 2018,
 llamado “luna de sangre”, 
con la imagen de la cúpula de San Pedro, 
es provechoso ahondar en un escrito de Joseph Ratzinger,



En el año 1971, el entonces sacerdote y teólogo Joseph Ratzinger escribió un opúsculo que tituló “¿Porqué permanezco en la Iglesia?”, en una época muy convulsionada. Vale la pena leerlo completo (enlace: http://www.corazones.org/iglesia/iglesia_permanezco_ratzinger.htm )



Es un texto breve y muy sustancioso, que puede aplicarse perfectamente a la actualidad.

De esas líneas, tomamos unos párrafos, donde el ahora Papa emérito Benedicto XVI se refiere a la Iglesia con la imagen de la luna, que es un antiguo símbolo religioso, muy usada por los Padres de la Iglesia.

Textualmente escribe el Papa teólogo:


Una Iglesia que, contra toda su historia y su naturaleza, sea considerada únicamente desde un punto de vista político, no tiene ningún sentido y la decisión de permanecer en ella, si es puramente política, no es leal, aunque se presente como tal.

Ante la situación presente ¿cómo se puede justificar la permanencia en la Iglesia?

En otros términos: la opción por la Iglesia para que tenga sentido tiene que ser espiritual. ¿Pero en qué puede apoyarse una opción espiritual?

Quisiera dar una primera respuesta utilizando una imagen. Hemos dicho que. en nuestros estudios, nos hemos acercado tanto a la Iglesia que no somos capaces de verla en su conjunto.

Vamos a profundizar este pensamiento tomando una imagen con la que los Padres nutrieron su meditación simbólica sobre el mundo y sobre la Iglesia.

Los Padres decían que en el mundo cósmico la luna era la imagen de lo que la Iglesia representaba para la salvación del mundo espiritual.

Tomaban así un antiguo simbolismo  constantemente presente en la historia de las religiones -los Padres no hablaron nunca de «teología de las religiones», pero la han estudiado concretamente- en el que la luna era el símbolo de la fecundidad y de la fragilidad, de la muerte y de la caducidad de las cosas, pero también de la esperanza en el renacimiento y en la resurrección, era la imagen «patética y al mismo tiempo consoladora» (1) de la existencia humana. 

El simbolismo lunar y el telúrico se mezclan frecuentemente. Por su fugacidad y por su reaparición la luna representa el mundo de los hombres, el mundo terreno caracterizado por la necesidad de recibir y por su indigencia, y que obtiene su propia fecundidad de otro, es decir, del sol. De este modo el simbolismo se convierte en símbolo del hombre y de la naturaleza humana, como se manifiesta en la mujer que concibe y es fecunda por el acto procreativo unida al varón.

Los Padres han aplicado el simbolismo de la luna a la Iglesia sobre  todo por dos razones: por la relación luna-mujer (madre) y por el hecho de que la luna no tiene luz propia, sino que la recibe del sol sin el cual sería obscuridad completa.

La luna resplandece, pero su luz no es suya sino de otro (2). Es obscuridad y luz al mismo tiempo. Aunque por sí misma es obscuridad, da luz en virtud de otro de quien refleja la luz. 

Precisamente por esto simboliza la Iglesia, que resplandece aunque de por sí sea obscura; no es luminosa en virtud de la propia luz, sino del verdadero sol, Jesucristo, de tal modo que siendo solamente tierra -también la luna solamente es otra tierra- está en grado de iluminar la noche de nuestra lejanía de Dios: «la luna narra el misterio de Cristo»(3).

Mas no hemos de forzar los símbolos; su eficacia está en la inmediatez plástica que no se puede encuadrar en esquemas lógicos.

Sin embargo en esta época nuestra de viajes lunares surge espontáneamente profundizar esta comparación, que confrontando el  pensamiento físico con el simbólico evidencia mejor nuestra situación  específica respecto a la realidad de la Iglesia.

La sonda lunar y los astronautas descubren la luna únicamente como una estepa rocosa y desértica, como montañas y arena, no como luz. Y efectivamente la luna es en sí y por sí misma sólo desierto, arena y rocas.

Sin embargo, aunque no por ella, por otro y en función de otro, es también luz y como tal permanece incluso en la época de los vuelos espaciales.

Es lo que no es en sí misma. Pero esto otro, que no es suyo, también es realidad suya. Existe la verdad física y la simbólico-poética que no se excluyen mutuamente.

Este es el momento de plantearnos la pregunta: ¿no es ésta una imagen exacta de la Iglesia? Quien la explora y la excava con la sonda, como la luna, descubrirá solamente desierto, arena y piedras, las debilidades del hombre y su historia a través del polvo, los desiertos y las montañas. Todo esto es suyo, pero no se representa aún su realidad específica.

El hecho decisivo es que ella, aunque es solamente arena y rocas, es también luz en virtud de otro, del Señor: lo que no es suyo es verdaderamente suyo, su realidad más profunda, más aún su naturaleza es precisamente la de no valer por sí misma sino sólo por lo que en ella no es suyo; existe en una expropiación continua; tiene una
luz que no es suya y sin embargo constituye toda su esencia.

Ella es luna -mysterium lunae- y como tal interesa a los creyentes porque precisamente así exige una constante opción espiritual.

Como el significado contenido en esta imagen me parece de una importancia decisiva, antes de traducirlo en afirmaciones de principio, prefiero clarificarlo mejor con otra observación.

A partir de la utilización de la lengua vernácula en la Liturgia de la Misa, antes de la última reforma, encontraba siempre una dificultad ante un texto que me parece esclarecedor para lo que estamos tratando.

En la traducción del  suscipiat se dice: «El Señor reciba de tus manos este sacrificio... para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia». Siempre estuve tentado de decir «y el de toda nuestra santa Iglesia».

Reaparece aquí todo el problema y el cambio obrado en este último período. En lugar de su Iglesia hemos colocado la nuestra, y con ella miles de iglesias; cada uno la suya. Las iglesias se han convertido en empresas nuestras, de las que nos enorgullecemos o nos avergonzamos, pequeñas e innumerables propiedades privadas, puestas una junto a otra, iglesias solamente nuestras, obra y propiedad nuestra, que nosotros conservamos o trasformamos a placer.

Detrás de «nuestra iglesia» o también de «vuestra iglesia» ha desaparecido «su Iglesia».

Pero ésta es la única que realmente interesa; si ésta no existe ya, también la «nuestra» debe desaparecer. Si fuese solamente nuestra, la iglesia sería un castillo en la arena.


Notas:


(1)     M. Eliade, Die Religionen und das Heilige, Salzburg 1954, 215; cf. también el  capítulo «Mond und Mondmystik», 180-216. 

(2)     Cf. H. Rahner, Griechische Mythen in christlicher Deutung, Darmstadt 1957, 200-224; Id., Symbole der Kirche, Salzburg 1964, 89-173. Es interesante la observación según la cual la ciencia antigua discutió ampliamente si la luna tenía o no luz propia. Los padres sostuvieron la tesis negativa, más tarde común, y la interpretaban en un sentido teológico-simbólico

(3)     Ambrosio, Exameron IV 8, 23: CSEL 32, 1, página 137, Z 27 s.; H. Rahner, Griechische Mythen, 201.











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