“NUNQUAM SATIS”
Una
meditación, a manera de testimonio personal, de un fraile argentino, acerca de
este apotegma mariano.
Vitral de la Catedral Notre Dame de París.
No recuerdo mucho el
contexto, más que se trataba de un ruidoso y bullicioso recreo de primer año de
facultad. Un fraile de voz y porte, hábito y capa, casi como quien comenta el parte meteorológico, no
sé a raíz de qué lanza: “de Maria
nunquam satis”.
¿Y eso qué viene a
ser? -pregunté desde una cara llena de granos-.
Que
de María nunca es suficiente lo que positivamente se pueda decir de ella. Miró
su reloj, se agarró la cabeza al darse cuenta de que estaba atrasado, y
desapareció raudo y veloz por la puertita mágica que vinculaba la Facultad con
el convento. Era fray Alberto Saguier o.p., para más precisión.
En la subsiguiente clase de lógica con García Membrívez y en el largo viaje posterior de vuelta a casa atravesando la vasta Buenos Aires no pude sobreponerme al impacto y vértigo que tan diminuta expresión había causado en mí. Estaciones de subte, gente agolpada, letreros de cigarrillos, propagandas políticas, todo parecía cubierto por sedosos velos, cual las imágenes en Tiempo de Pasión: solo, en el centro de mi adolescente conciencia, lucía intacto el aforismo mariano.
Desde
aquella noche de San Telmo hasta hoy —y han pasado cerca de treinta años— no he
sabido pensar a la Virgen sino desde esta sentencia; o mucho mejor dicho: desde
ese vértigo primordial. “Nunquam satis”.
Lo interesante —para
seguir por este riesgoso camino autorreferencial— es que estaba muy lejos de
entender la frase en su alcance teológico. Tan lejos como lo está quién se
inclina sobre un aljibe y procura ver su fondo. Pero con la cabeza medio metida
en el aro del pozo, al decir “Nunquam
satis”, ese eco profundo, ese mágico reverberar, avisaba sin más que la
hondura era abisal.
“Nunmquam satis”
significa que todo lo bueno que uno puedo pensar, recordar, sospechar, intuir,
imaginar (oh sí, ¡imaginar!) todo eso es aplicable a ella sin ningún riesgo de
haberse excedido, de poderse pasar de la raya, del límite de su capacidad. El “nunquam
satis” avisa algo vertiginoso: no temas, cristiano, pensar más y más y más y
más de tu Madre, pues no hay posibilidad alguna de que exageres. Ella es todo
eso y mucho más.
Y todo esto no al modo de una súper-héroe: sino en la diminuta parcela de la “humilde esclava”. Es el “pequeño infinito” como amoneda Simone Weil. Es, en definitiva, esa inmejorable perfección de un cristal, de un copo de nieve, de una libélula o violeta. En este caso, la apacible perfección de un ser humano. (Sea ésta, muy de paso, la refutación a la supuesta tensión que existiría entre la plenitud y el límite: no la hay en absoluto; pero es mucho más grave el malentendido: no sólo no la hay sino que son exactamente lo mismo: alcanzar los límites, colmar los bordes del propio ser es la definición misma de plenitud).
He ahí la Inmaculada
Concepción. He ahí la Plena de Gracia. La limitada plenitud. La Toda Hermosa.
No nos quites, Madre
nuestra, el vértigo que da nombrarte sobre el aljibe interior.
Fray Diego de Jesús
8-XII-2013
Ese patio es una belleza, hermoso blog, te felicito
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