LA
LITURGIA ES ESENCIALMENTE UN "ACTIO CHRISTI"
SI ESTE PRINCIPIO VITAL NO ES ACOGIDO EN LA FE
SE CORRE EL RIESGO DE HACER DE ELLA UNA OBRA HUMANA
UNA "AUTOCELEBRACIÓN DE LA COMUNIDAD"
SI ESTE PRINCIPIO VITAL NO ES ACOGIDO EN LA FE
SE CORRE EL RIESGO DE HACER DE ELLA UNA OBRA HUMANA
UNA "AUTOCELEBRACIÓN DE LA COMUNIDAD"
Cuando el Papa
Francisco nombró al Cardenal Sarah
como Prefecto de
la Sagrada Congregación para el culto divino,
le expresó:
“quiero que
continúe implementando la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II“,
"y
que continúe la buena obra en la Liturgia iniciada por el Papa Benedicto XVI”».
El Cardenal Sarah
ha publicado un artículo
en L'Osservatore
Romano (edición del 12 de junio de 2015),
donde nos ofrece
unas importantes pautas
para una
comprensión profunda y una hermenéutica fiel de la Constitución Sacrosanctum
Concilium,“
especialmente en
lo referido a la “participatio actuosa” que significa dejar el mundo de lo
profano para entrar en la acción sagrada por excelencia que es el Culto divino,
la celebración del misterio de la fe.
Escudo del Cardenal Sarah
Acción
silenciosa del corazón
por el Cardenal Robert
Sarah
Prefecto de la
Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos
Cincuenta años después de su promulgación por el Papa Pablo VI, ¿se
leerá, por fin, la constitución del Concilio Vaticano II sobre la sagrada
Liturgia?
La "Sacrosanctum concilium" no es de hecho un simple
catálogo de "recetas" de reformas, sino una verdadera y propia "carta magna" de toda
acción litúrgica. El Concilio ecuménico nos ofrece en ella una lección
magistral acerca del método. Efectivamente, lejos de contentarse con una
aproximación meramente disciplinar y externa a la liturgia, el Concilio quiere hacernos contemplar lo que está
en su esencia.
La práctica de la Iglesia siempre deriva de lo que recibe y contempla
en la revelación. La
pastoral no se puede desvincular de la doctrina.
En la Iglesia "lo que procede de la acción está ordenado a la
contemplación" (cfr. n. 2). La Constitución conciliar nos invita a
redescubrir el origen trinitario de la obra litúrgica.
En efecto, el Concilio establece una continuidad entre la misión de
Cristo Redentor y la misión de la litúrgica de la Iglesia. "Así como Cristo
fue enviado por el Padre, Él a su vez ha envió a los Apóstoles" para que
"mediante el Sacrificio y los Sacramentos, en torno a los cuales gravita
toda la vida litúrgica" realicen "la obra de la salvación" (n.
6).
Celebrar la Liturgia, por tanto, no es otra cosa que actuar la obra de
Cristo. La liturgia es
esencialmente "actio Christi": la “obra de la redención humana
y de la perfecta glorificación de Dios" (n. 5). Él es el Sumo Sacerdote,
el verdadero sujeto, el verdadero actor de la liturgia (cfr. N. 7). Si este principio vital no es
acogido en la fe, se corre el riesgo de hacer de la liturgia una obra humana,
una autocelebración de la comunidad.
Por el contrario, la obra propia de la Iglesia consiste en
introducirse en la acción de Cristo, apuntarse en aquella obra cuya misión Él
ha recibido del Padre. Pues "se nos dio la plenitud del culto
divino", porque "su humanidad, unida a la persona del Verbo, fue
instrumento de nuestra salvación" (n. 5). Entonces la Iglesia, Cuerpo de
Cristo, debe volverse a su vez en un instrumento en manos del Verbo.
Este es el sentido último del concepto clave de la constitución
conciliar: la "actuosa participatio" [participación activa]. Tal
participación consiste para la Iglesia en llegar a ser un instrumento de
Cristo-Sacerdote, con el fin de participar en su misión trinitaria. La
Iglesia participa activamente en la obra litúrgica de Cristo en la medida en
que es su instrumento.
En este sentido, hablar de "comunidad celebrante" no carece
de ambigüedad y requiere una verdadera cautela (cfr. Instrucción
"Redemptoris Sacramentum", n. 42).
La "participatio actuosa" no debería entonces ser entendida
como la necesidad de hacer algo. En este punto la enseñanza del Concilio
ha sido frecuentemente deformada. Se trata más bien de dejar que Cristo nos
tome y nos asocie a su sacrificio. En consecuencia, la "participatio"
litúrgica debe ser entendida como una gracia de Cristo, que "asocia
siempre consigo a la Iglesia" ("Sacrosanctum Concilium", n. 7).
A Él corresponde tener la iniciativa y el primado. La Iglesia "lo invoca
como a su Señor y por medio de Él da culto al Padre eterno" (n. 7).
De este modo, el sacerdote está llamado a convertirse en ese
instrumento que deja traslucir a Cristo. Como lo recordaba recientemente
nuestro Papa Francisco, el celebrante no es el presentador de un espectáculo,
ni debe buscar la simpatía de la asamblea poniéndose frente a ella como su
principal interlocutor. Entrar en el espíritu del Concilio significa por el
contrario ocultarse, renunciar a ser el punto focal.
Contrariamente a lo que a veces se ha sostenido, es del todo conforme
a la constitución conciliar, incluso hasta conveniente, que durante el rito
penitencial, el canto del Gloria, las oraciones y la plegaria eucarística,
todos, sacerdotes y fieles, se vuelvan juntos en dirección al Oriente, para
expresar su deseo de participar en la obra de culto y redención realizada por
Cristo. Este modo de proceder podría ser puesto en marcha oportunamente en las
catedrales donde la vida litúrgica debe ser ejemplar (cfr. N. 41).
Está claro que hay otras partes de la misa en que el sacerdote,
actuando "in persona Christi Capitis", entra en diálogo nupcial con
la asamblea. Pero este cara a cara no tiene otro fin que conducir a un tête-à-tête con
Dios que, a través de la gracia del Espíritu Santo, se volverá en un corazón a
corazón.
El Concilio propone así otros medios para favorecer la participación:
"las aclamaciones de los fieles, las respuestas, el canto de los salmos,
las antífonas, los cantos, así como las acciones, los gestos y la actitud del
cuerpo" (n. 30).
Una lectura demasiado rápida y sobre todo demasiado humana, ha llevado
a la conclusión de que era necesario que los fieles estuvieran constantemente
ocupados. La mentalidad occidental contemporánea, modelada por la técnica
y fascinada por los medios de comunicación, ha querido hacer de la liturgia una
obra de pedagogía eficaz y rentable. En este espíritu, se ha buscado
volver a las celebraciones de carácter convivial.
Los actores litúrgicos, motivados por razones pastorales, tratan a
veces de hacer una obra didáctica introduciendo en las celebraciones elementos
profanos y espectaculares. ¿A caso no hemos asistido al florecer de
testimonios, puestas en escena y aplausos? Se cree así favorecer la
participación de los fieles, cuando en realidad se reduce la liturgia a un
juego humano.
"El silencio no es una virtud, ni el ruido un pecado, es
verdad", dice Thomas Merton, "pero el alboroto, la confusión y el ruido continuo en la
sociedad moderna o en ciertas liturgias eucarísticas africanas son la expresión
de la atmósfera de sus pecados más graves, de su impiedad, de su desesperación.
Un mundo de propaganda, de infinitas argumentaciones, de invectivas, de
críticas, o simplemente de palabrería, es un mundo en el que la vida no vale la
pena ser vivida. La misa se convierte en un alboroto confuso, las oraciones en
ruido exterior o interior". (Thomas Merton,"Le signe de
Jonas", Ed. Albin Michel, París, 1955, p. 322).
Así, se corre el riesgo real de no dejar ningún lugar para Dios en
nuestras celebraciones. Así incurrimos en la misma tentación de los
hebreos en el desierto. Intentaron crear un culto a su medida y a su
altura, y no olvidemos que terminaron postrados ante el ídolo del becerro de
oro.
Es tiempo de ponernos a la escucha del Concilio. La Liturgia es
"ante todo el culto de la divina Majestad" (n. 33). Tiene valor
pedagógico en la medida en que está completamente ordenada a la glorificación de Dios y al culto divino. La
Liturgia nos sitúa realmente en presencia de la trascendencia divina.
Participación verdadera significa renovar en nosotros aquel
"asombro" que San Juan Pablo II tenía en gran estima (cfr.
"Ecclesia de Eucharistia", n. 6).
Este estupor sagrado, este temor gozoso, reclama nuestro silencio ante
la majestad divina.
A menudo se olvida que el
silencio sagrado es uno de los medios señalados por el Concilio para fomentar
la participación. Si la liturgia es obra de Cristo, ¿será necesario que el celebrante
introduzca en ella sus propios comentarios?
Hay que recordar que cuando el misal autoriza una admonición, esto no debe convertirse en un
discurso profano y humano, un comentario más o menos sutil sobre la actualidad,
o un saludo mundano a las personas presentes, sino en una brevísima exhortación
a entrar en el misterio (cfr. Presentación general del Misal Romano, n.
50).
En cuanto a la homilía, ella misma es un acto litúrgico que tiene sus
propias reglas. La "participatio actuosa" en la obra de Cristo
presupone que se deje el mundo profano para entrar en ''la acción sagrada por
excelencia"(“Sacrosanctum Concilium”, n. 7). De hecho, "nosotros
pretendemos, con una cierta arrogancia, permanecer en lo humano para entrar en
lo divino" (Robert Sarah, "Dieu ou rien", Pág. 178).
En este sentido, es
lamentable que el sagrario de nuestras iglesias no sea un lugar estrictamente
reservado para el culto divino, que se entre allí con trajes profanos, o que el
espacio sagrado no esté claramente delimitado por la arquitectura. Porque,
como enseña el Concilio, Cristo está presente en su palabra cuando esta es
proclamada, y es igualmente perjudicial que los lectores
no tengan un traje apropiado que ponga en evidencia que no están pronunciando
palabras humanas sino una palabra divina.
La liturgia es una realidad
fundamentalmente mística y contemplativa, y por ello fuera del alcance de
nuestra acción humana; también la "participatio" es una gracia de Dios. Por tanto,
presupone de nuestra parte una apertura al misterio celebrado.
Por eso, la constitución recomienda la plena comprensión de los ritos
(cfr. N. 34), y al mismo tiempo prescribe "que los fieles sean capaces de
recitar o cantar juntos, también en lengua latina, las partes del ordinario de
la misa que les corresponden" (n 54).
Efectivamente, la comprensión de los ritos no es obra de la razón
humana dejada a sí misma, que debería abarcarlo todo, comprenderlo todo,
dominarlo todo. La comprensión de los ritos sagrados es aquella del
"sensus fidei", que ejercita la fe viviente a través del símbolo y
que conoce más por sintonía que por concepto. Esta comprensión presupone
acercarse al misterio con humildad.
¿Pero se tendrá el valor de seguir al Concilio hasta este punto? Sin
embargo, una lectura
semejante, iluminada por la fe, es fundamental para la evangelización.
De hecho, "así presenta la Iglesia, a los que están fuera, como un signo
alzado en medio de las naciones, para que debajo de él se congreguen en una
sola cosa los hijos de Dios dispersos" (n. 2). La liturgia debe dejar de
ser un lugar de desobediencia a las prescripciones de la Iglesia.
Más precisamente, no puede ser ocasión de laceraciones entre
cristianos. Las lecturas dialécticas de la "Sacrosanctum Concilium",
las hermenéuticas de la ruptura en un sentido o en otro, no son el fruto de un
espíritu de fe.
El Concilio no ha querido romper con las formas litúrgicas heredadas
de la tradición, más bien ha querido profundizar en ellas. La constitución
establece que "las nuevas formas se desarrollen de un modo orgánico a
partir de las formas ya existentes" (n. 23).
En este sentido, es necesario que los que celebran de acuerdo con el
''usus antiquior" lo hagan sin espíritu de oposición, sino en el espíritu
de la "Sacrosanctum Concilium”.
Del mismo modo, sería erróneo considerar la forma extraordinaria del
rito romano como derivada de una teología distinta a la de la liturgia
reformada. También sería deseable que se introdujera como anexo, en una
próxima edición del Misal, el rito de la penitencia y del ofertorio según el
''usus antiquior" con la finalidad de subrayar que las dos formas
litúrgicas se iluminan mutuamente, en continuidad y sin oposición.
Si vivimos en este espíritu, entonces la liturgia dejará de ser el
lugar de la rivalidad y de la críticas, para hacernos finalmente participar
activamente en aquella liturgia "que se celebra en la santa ciudad de
Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado
como Ministro del santuario "(n. 8).
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