EL OJO DE ÁGUILA
San Juan Evangelista, el "hijo del trueno" que mira con ojo de águila las certezas.
El apóstol Juan debe ser de los
apóstoles, tal vez incluso de los santos todos, el que más apodos, el que más
sobrenombres tiene, empezando por ese ingenioso modo con que el Señor mismo,
con humor y con sapiencia, le llamaba “el hijo del trueno”… Hasta un apodo
mucho más misterioso, que más que un apodo es un símbolo de lo que Juan
significa para la Iglesia, lo que la teología de Juan significa para la
Iglesia, y es una imagen muy presente en diversos textos del Antiguo Testamento
y que vuelve a hacerse presente, a florecer, con todo el eco del Antiguo
Testamento en el Apocalipsis, y que es el águila.
A Juan, la
tradición desde los primeros siglos lo ha identificado con el águila. Y es muy
bello y muy fecundo para nuestra fe y para esta empatía que buscamos con el
discípulo amado, para aprender de él y con él a tratar los misterios de Dios,
caer en la cuenta de esta figura, de este símbolo, de esta ave, cuyo simbolismo
se podría desentrañar desde diversos modos, pero que de modo eminente la
tradición ha visto en Juan, el águila, como la vista de águila.
El ojo de águila con que, desde la altura, la altura que es la cúspide de toda la revelación, con que Moisés, los Jueces, los Patriarcas, Profetas y Reyes, y todas las profecías, y todos los textos, en los paulinos y de los demás evangelistas, alcanzan su cumbre, su última expresión en el discípulo amado. Juan cierra la Escritura y en este sentido es cumbre, es la altura del águila, pero una altura de águila, y esa es la maravilla de Juan y esa es la maravilla de esta imagen, que no se queda en las alturas, sino que desde esas alturas sabe caer casi en un vuelo vertical sobre el suelo, sobre lo más bajo y simple del suelo. Esa verticalidad de vuelo propia del águila, no puede hacerlo una golondrina, un gorrión, un montón de otras aves… y es expresión de un movimiento espiritual, de un movimiento oracional, de un movimiento de la contemplación, capaz de elevarse, de subir por las térmicas de la meditación, por las térmicas de la Palabra rumiada, masticada, hasta alturas inefables y a su vez saber desde esas alturas inefables sumergirse en las entrañas mismas de Dios...
¿Quién ha
hablado de la intimidad, de los adentros de Dios como Juan , quién ha hablado
de la vida interna de Dios como Juan, y quién ha hablado de este Dios hecho
carne como Juan…?
Es la capacidad
de vuelo alto y de bajada intensa sobre la realidad de la encarnación…Ese
abrupto contraste entre la altura y la hondura, es la expresión de un corazón,
de un estilo y de una oración que puede ser la nuestra. Ni una oración rastrera
como las serpientes o como los teros, ni una oración que se va por las nubes.
Una oración que sabe subirse y que tiene ojo de águila para descender a las
profundidades de la realidad concreta, la realidad concreta y encarnada del
misterio de Dios encarnado y a partir del misterio de Dios encarnado, de toda
la realidad encarnada humana. Eso hace Juan con Cristo, eso hace la vista de
Juan con el misterio de Cristo, lo ve con ojo de águila.
Juan sobre
el pecho del Maestro accede a la sapiencia de Dios, conoce a Dios. Y porque ese
Dios se ha hecho carne, conoce a Dios viendo a Dios. La escuela joánica, en un
viraje brutal respecto a la tradición hebraica, funda la fe en la visión. Con
Juan, la religión acústica, la religión del ‘Schemá Israel’, ‘Escucha Israel’,
la religión del asentimiento a lo que se escucha, tiene un viraje definitivo a
una religión audiovisual, a una religión del ver, donde la fe es ver. No es
solamente eso que a veces se nos ha quedado tan pegado de la escena de Tomás,
el apóstol, ‘felices los que creen sin ver’, sino que es una visión genuina,
auténtica, real, contundente, una visión interior, pero visión.
Juan funda
la religión del ver interior. ¿Por qué? Porque Juan ha hecho una experiencia
personal, ‘Yo Juan’, de lo que es la conjugación de todos sus sentidos
externos, de todos sus sentidos internos, de su imaginación, de su memoria, de
su fantasía, de su inteligencia, de su afecto, de su vista, de su tacto, de su
olfato, todo lo ha conjugado en una experiencia que él puede llamar
conjuntamente ‘ver’, todo eso es ver… Esa es la fe. La fe es para Juan la
conjunción de todas las potencias humanas divinizadas, traspasadas por el fuego
de Dios, todas ellas conjuntamente. En la experiencia que en la humanidad por
siglos y siglos estuvo dispersa, dónde la vista sólo veía, dónde el oído sólo
escuchaba, dónde el tacto solo tocaba, dónde la memoria sólo membraba, donde la
inteligencia ataba silogismos y el corazón sentía, todo eso conjuntado en una
sinergia, en una simbiosis, en una potencialización de los sentidos entre sí,
es la fe.
Por eso
para Juan y para el cristianismo profundo, la
fe es certeza, no es una apuesta, no es un ‘ojalá que…’, no es un ‘me juego
a que…’, no es ‘confío en lo que me dijeron…’, esa es la fe hebraica. Cuando
San Pablo nos habla y nos insiste que la fe comienza por la audición, nos
olvidamos del verbo comenzar, claro que allí comienza, pero si allí queda,
queda enana, queda en el asentimiento de lo que me dijeron…La fe joánica es una
fe de águila, es una fe que ve, una fe que ante la Eucaristía presente sobre el
altar, percibe con esa conjunción de todos sus sentidos armonizados, recogidos,
recogidos en una sola experiencia, ve a Cristo, y por eso Él, pero con Él, en
esa empatía, en ese contagio posible con Él, nosotros también tenemos que poder
decir, a los pies del Señor, ante la presencia del Señor, lo que estamos
viendo, lo que estamos escuchando, lo que estamos palpando de su Palabra de
Vida y eso… eso es experiencia nuestra y eso lo anunciamos al mundo…
Y así nace el
apostolado cristiano, el genuino apostolado cristiano, que no se pone a
punto con cursitos vidriosos de tecnicaturas, para modular mejor o para generar
carteles más luminosos, se pone a punto en la medida en que esta experiencia es
auténtica, en que esta experiencia es realmente la manifestación y la expresión
testimonial de un encuentro real.
Yo lo he
visto, yo lo he oído, yo lo he tocado con mis manos, yo he sido rescatado del
fango por Él…’Yo, Juan’, como dice el apóstol…No es subjetivismo, no es
autoreferencialismo, es hacer testimonio…es hacerse cargo de un testimonio, es
hacerse cargo del cristianismo… ‘Ah no, a mí me lo contaron, me lo contó mi
abuela y bueno, yo lo repito, capaz que sea…’ El peso de ese ‘Yo, Juan’ debe
poder ser el peso testimonial de cada uno de nosotros, pero sería una
impostación si no fuera realmente el resultado de una experiencia visual…
Que Juan
nos conceda a todos y a cada uno pasar de la fe apuesta a la fe experiencia, a
la fe certeza. Ante la Eucaristía, ante el Evangelio abierto, ante la presencia
interior del Señor, palparlo, no en una sensiblería barata, no en una
experiencia meramente sensorial. No. En una experiencia sobrenatural, pero
donde justamente el paso de la gracia por todas las potencias humanas, las
transforma para más, no para menos, las transforma para que ellas mismas,
nuestra contextura humana, sea capaz de verlo y de confesar al Dios visto y
oído y palpado con nuestras manos…
Que Juan el águila, que Juan el trueno de Dios, que Juan el amado, el dilecto del Maestro, que Juan el joven, nos contagie todo esto. La certeza de Jesús para poder anunciar, gritar al mundo como truenos, que el Señor se hizo carne, que el Señor nos ha cambiado la vida, que el Señor vive. Y que si Él vive, eso nos basta”.
Desgrabación
homilía del P. Diego de Jesús.
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