El pasado en Su Misericordia,
El futuro en Su Providencia,
El presente bajo Su Gracia.
FELIZ AÑO: ¿AUGURIO O CERTEZA?
La confianza en la Divina
Providencia: en este año vendrán la salud y la enfermedad, vendrán los éxitos y
los fracasos, vendrán soles y lluvias, invierno y verano... y no será una
discontinuidad de la Providencia sino su estable y continuo ejercicio
Chesterton, ese agudo pensador
inglés que hizo el largo camino del ateismo al cristianismo, gustaba señalar
curiosidades o caprichos culturales. Y refiere a uno que -cien años después-
sigue en boga: los no creyentes viven
llenos de creencias y los hombres religiosos suspiran en deseos que deberían
tener por certezas.
El abanico de ejemplos es amplio, pero parece más oportuno
centrarnos en uno solo, en torno al año nuevo.
“Éste va a ser un buen año”, afirma el no-creyente, levantando
su copa con lacónica seriedad, casi como una cábala para que así sea, o como
arenga motivadora. En cualquier caso: emitiendo moneda sin respaldo en oro.
Mientras, hombres creyentes -del credo que fuera- con timbre
piadoso estampan: “te deseo un feliz año”:
ojalá lo sea... sin caer en la cuenta de que el oro de su fe los habilita a
pasar del augurio a la certeza. Creen en un Dios bueno con señorío real sobre
su obra, que hace lo que quiere y quiere lo mejor. Y por ello, no deberían
esperar que todo termine bien: deberían saber que todo está saliendo
inmejorablemente bien, conforme al Plan. Es lo que en las religiones de todos
los tiempos y culturas se denomina sin más: la Divina Providencia.
Valga como ejemplo
tan sólo anotar un texto que ronda los 2400 años:
“Oh endeble mortal, ínfimo
como eres, sin darte cuenta te relacionas con el todo del orden general que
dispone cada parte en función de la totalidad. Y murmuras, porque ignoras qué
es lo mejor a cada tiempo para ti y para el todo: el todo tuyo y el todo del
todo. Es tan simple y sin embargo no lo entiendes: si hay dioses -que los hay-
no descuidan la cuestión humana. Ni su curso ni su destino”.
Hasta aquí el gran Platón con sus dioses insobornablemente
buenos. Incontables textos bíblicos podrían secundar y completar esta intuición
, que hace cumbre en ese Dios Padre de Jesucristo a quien no se le escapa ni la
caída de un solo cabello y lo dispone todo para bien nuestro. Jesús remite como
prueba contundente mirar nomás los lirios del campo o las aves del cielo: no
desesperan juntando alimento en graneros ni ahorrando para vestirse. Viven en
la certeza de que su Hacedor seguirá a cargo de su causa y la llevará a buen
fin.
Pero para completar
el inventario cultural actual, además de creyentes e incrédulos se da hoy una tercera posición con pocos
antecedentes históricos: a los píos y ateos de siempre, se suman ahora los anti-teos, que formulan así su
convicción: Dios existe y es un canalla. La frase emblemática pertenece al
protagonista de un intrincado cuento de Sábato que encarna con todo detalle
este modelo de religiosidad. Hay un Dios (seguir sosteniendo la apuesta en
favor del azar es tan ingenuo e irracional como infantil) y este mundo es el
despliegue creativo de su poder, su juego y entretenimiento.
Y completo el perfil de este credo saltando de novela: en la
escena final de El Abogado del Diablo, en su último intento por persuadir al
Hombre arremete Al Pacino: ¿no te das cuenta de que Él los ha arrojado en el
mundo cual ratas en laberinto, y a carcajadas se divierte viéndolos corretear
en busca de la salida mientras levanta apuestas entre sus ángeles? Dios existe
y es perverso. Y el mundo: su divertimento.
Ante este complejo panorama cultural de creyentes inseguros,
ateos supersticiosos y antiteos rabiosos parece oportuno recotizar la devaluada
moneda de la divina providencia. Se suele creer que esta consiste en una suerte
de favoritismo divino: un beneficio de los dioses que pueden darlo o no y a
quien se les plazca. Y creemos que fuimos destinatarios de ella cuando las
cosas nos salen conforme a nuestros planes y expectativas. Y esto es falso.
La Providencia es la visión adelantada y de conjunto del
proyecto completo y el consiguiente subsidio y soporte de lo que a cada parte
le hiciere falta en función de ese Todo. Desde nuestra parcialidad a cada uno
de estos soportes solemos evaluarlos con infinita miopía como favor o desgracia
según nuestra estrechísima y fragmentada visión.
Decía Peguy que el
hombre no sólo hace un papelón cuando se ahoga en un vaso de agua: también,
cuando allí intenta nadar. La insensatez en cuestión es un conflicto de
proporciones. Como dice sin vueltas el Salmista: aunque al hombre insensato se
le escape y el necio no entienda estas cosas, las obras del Señor son grandes y
cada uno de sus designios, profundos (Sal 91). Y “grande” no refiere aquí -ni
en el resto de la Biblia- a un adjetivo elogioso: se trata de un sustantivo
dimensivo.
Benedicto XVI
invirtió una de sus primeras reflexiones papales en el asunto:
“La historia no está en manos de potencias oscuras, del azar o
de opciones humanas. Ante el desencadenamiento de energías malvadas, ante
tantos azotes y males, se eleva el Señor, árbitro supremo de las vicisitudes de
la historia. Él la guía con sabiduría hacia la meta. Dios no es indiferente
ante las vicisitudes humanas, sino que penetra en ellas realizando sus
proyectos con eficacia. La aventura de la humanidad no es confusa y carente de
significado: tiene un rumbo preestablecido” (11-V-05).
Una clave para
sospechar mejor el estilo en que Dios lleva adelante el Mundo es hacerse a la
idea de que la Creación no es un acto estanco, pretérito, luego del cual el
autor lo que hace es conservar su obra. Una suerte de fabricación con garantía.
Lo cierto es apenas distinto: cada existente está siendo sacado de la nada en
cada momento, en un despliegue de energía y compromiso insospechados.
Jesús no duda en ajustar la concepción judía de un Dios que
realizó su obra en seis días tras lo cual descansó mirándola desde afuera, cual
un Miguel Ángel contemplando su Pietá. La modernidad ha sido ágil para
replantear la Creación en seis días a la luz de la evolución... pero bastante
torpe y piedeletrista con el séptimo día: el Shabbat divino. Mi Padre trabaja
siempre, y yo también -insiste el Señor (Jn 5,17)-, revelando a un Dios sin
“intermitencias” en su cuidado y gobierno.
Lo cierto es que en
este año vendrán la salud y la enfermedad, vendrán los éxitos y los fracasos,
vendrán soles y lluvias, invierno y verano... y no será una discontinuidad de la Providencia sino su estable y
continuo ejercicio. Todo será parte del Plan. La adversidad -cual sea-
también es parte del plan. Y en esto hay que animarse a llevarlo a fondo: todo
es todo. También el quehacer humano.
Jesús cuida este detalle y antes de hablar de pájaros y flores
y de un Padre que destila bondad encuadra su bello discurso sobre la
Providencia en este dato contundente: ustedes y yo pasaremos por la prueba, y
también esto está previsto (Mt 10,24). En el monte Dios proveerá... consuelo y
alivio o prueba y traición. El Monte
Moria y el Calvario son laderas hacia una misma cumbre.
Los comentadores del Génesis gustan marcar un detalle peculiar: hubo una tarde y una mañana y ese fue el primer día. Dios parece no crear la noche. Pero el Dios de Isaías se encarga de afinar el asunto: dichas y desgracias, luces y tinieblas, soy Yo, el Señor, quien hace todo esto (Is 45,7). E insistamos: no sólo las catástrofes naturales, sino los desaciertos humanos se inscriben en la Providencia. Así como los cardíacos o los asmáticos llevan encima su medicación por cualquier inconveniente, todos deberíamos tener muy a mano -en la memoria, el corazón y la mente- aquella feliz expresión de José, el hijo de Jacob, a sus hermanos que le hicieron de todo: no fueron ustedes sino Dios... y aunque ustedes lo pensaron para hacerme daño, Dios lo pensó para bien (Gen 45,8).
Como que la mayor “Tragedia” de la Historia no tiene a Caifás,
Anás, Pilato y Judas por artífices, sino al Padre de los lirios salvando al
mundo por la Sangre de su Hijo.
Volviendo al inicio:
el optimismo pagano, sin fondos, suele afirmar: ya se va a dar vuelta el
partido: todo va a mejorar. Y el creyente, teniendo con qué, calla su mejor
retruco: todo está saliendo bien. No
sólo el compás resolutivo, sino la sinfonía entera, aún en sus pasajes más
disonantes es buena y bella. Hay algo de trampa en aquello de que Dios escribe
derecho en renglones torcidos.
Más saludable parece sospechar que lo único torcido es nuestra
mirada ante un Dios Señor de los renglones y las palabras.
La tan famosa frase de Juliana de Norwich “All shall be well” suele asfixiarse en este mismo sentido. Como si sólo a los postres las cosas se acomodaran un poco. Así como el “A la tarde te examinarán en el amor” de san Juan de la Cruz no es a la hora de la muerte sino al crepúsculo de cada obra, el “todo termina bien” no es para la Parusía sino para cada recodo de esta sinuosa historia que Dios va viendo y haciendo novedosamente buena.
Si la ponderación de
las dificultades, contramarchas, límites y fracasos no supera la de ser un
“intervalo” en el favor divino, y la esperanza se limitara y devaluara a ser el
aguante a la espera de un final feliz, cada año será tan penoso y rancio como
el anterior. Una nauseosa recurrencia del sin-sentido a la espera del sentido
prometido.
De las cosas más bellas y fuertes que nos ha dicho el Papa
Benedicto en su encíclica sobre la Esperanza refiere a esto. La esperanza
cristiana no es un vago suspiro por promesas que confiamos se cumplirán muy al
final. La esperanza cristiana nos instala con vigorosa firmeza sobre la roca
del ya iniciado cumplimiento. Por eso nuestra sobria alegría es tan recia como
auténtica. No es la inquieta y vacua carcajada posmoderna ante la insoportable
levedad del ser; es la serena sonrisa ante la insobornable densidad del Ser y
Ser Eterno, en Quien vivimos, nos movemos y existimos.
Y remata el Pontífice: “Por
la fe, de manera incipiente, podríamos decir «en germen» ya están presentes en
nosotros las realidades que se esperan: el Todo, la Vida verdadera.” (SS
7).
Sólo nos es posible abrirnos a la buena novedad (Evangelio) de
cada año desde el presupuesto de tratarse de un feliz e inequívoco Don de Dios.
Ante la terna “feliz-año-nuevo” el mundo considera el último término como
presupuesto o dato fáctico, y el primero, como posible y deseo. Nuestra fe
debería animarse con un simple enroque: que este año feliz sea en verdad nuevo
para ti. Y a la luz de la Navidad, gritar desde las terrazas de este mundo
triste y desanimado: les anuncio una gran alegría, hoy les ha nacido un año
feliz: vayan y vean y gusten su Novedad".
P. Diego de Jesús
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