LA
NOCHE-BUENA
En la
noche más larga, más intensa y más negra del hemisferio norte, brilla la Luz de
la plenitud de los tiempos.
¿Acaso no es “lo nocturno” la
figura universal -en todas las culturas de la historia del Hombre y en el
inconsciente colectivo de todos los tiempos- de lo tenebroso, de lo sombrío, de lo lúgubre,
y hasta de lo malicioso y perverso?
Ciertamente, la noche es el
ícono de lo vaciado de sentido, de lo carente de luz, de lo desamparado de
rumbo. En la noche no se ve por dónde va el camino. En la noche todos los
colores se llaman a silencio y viran su belleza diurna al lapidario negro. En
la noche todo es inseguro. No sólo los otros, sino hasta la propia malicia
parece hallar en la noche su mejor aliado. La traición -como la de Judas- es
nocturna. La noche es soledad. La noche es tristeza. La noche es muerte, pues
nada de lo que vive, vive sin luz.
Y el cristianismo, no en un
rapto de pasión, sino con la serena constancia de dos mil años y varios más,
insiste sin verborragia: “la noche es buena”. Y no conforme con acercar dos
términos tan irreconciliables, arremete en su intrepidez, aguanta el fogonazo y
acuña la palabra más paradojal que el habla humana podía osar pronunciar; la
noche no sólo es buena: hay Nochebuena. Y esta es nuestra fiesta.
Acá no media ningún malentendido: lo que esta religión pregona
es que la noche es buena en su sentido raso: hace bien. Ser débil: hace bien.
Ser frágil: hace bien. Andar a tientas: hace bien. Palpar la inseguridad: hace
bien. Mis límites: me hacen bien. Mis carencias me dignifican. Mis límites no
son muñones sino la plenitud de mi pequeñez. Y mientras la muy brillante
‘cultura de las luces’, en su desorientado vaivén, pendula del pesimismo al
exitismo, la noche, más profunda que el día, con sus ojos negros, me nombra con
amor por mi nombre más propio y me arropa con la opaca luz de mi verdad: eres
pura carencia, puro hondón; tu negrura es tu hermosura".
Nochebuena es la fiesta del no-ver, del no-saber. Fiesta de la
intemperie. Celebración de la fragilidad. Es la fiesta de un credo que se
empecina en anunciarle al mundo que la mansedumbre vale más que la violencia,
el silencio más que la elocuencia, el límite más que la destreza, la pequeñez
más que la grandeza. Es la fiesta de un credo empecinado en hacer apología de
la vulnerabilidad.
Por eso 24 de diciembre. Difícil era saber la fecha exacta del
censo mandado por el César. Pero la fecha es de una precisión irreemplazable:
es el solsticio de invierno. El día más corto del hemisferio norte. La noche
más larga, más intensa, más negra: esa es nuestra fiesta.
Por eso el pesebre y un parto a intemperie. Por eso un niño envuelto en debilidad. Por eso una virgen asustada y un José desconcertado. Por eso harapientos peregrinos que llegan a tientas y a ciegas sin saber ni a dónde están llegando. Sin alharaca. Sin lustre ni palabra.
Y en el silencio de la noche,
de la medianoche, con callada elocuencia, una estrella anuncia la buena noticia
que como un eco recorre la noche de todos los tiempos y se arremolina a la
puerta de todos los corazones de la historia: bienaventurados los vulnerables,
porque de ellos es el arte de amar. Y con más o menos conciencia, más o menos
fe, más o menos convicción, al dar las 12, es decir, cuando lo nocturno llega a
su ‘cenit’, a su punto más oscuro, todos levantamos nuestra copa y en secreta
complicidad celebramos la fiesta más ‘loca’ de la Historia de las
Civilizaciones: ¡feliz navidad!, ¡feliz de ti, que eres frágil!, ¡feliz en tu
carencia, pues sólo ella te abre a la Salvación! Creyente o incrédulo,
practicante o indiferente: tu necesidad te abre a lo salvífico; tu gemido
interior te ha hecho orante; tu noche te ha hecho bien.
Un Niño envuelto en pañales, con llanto de frío y hambre, nos bendice en la penumbra. Y su diminuto rostro moreno revela y oculta los rasgos de la aurora... ¡Feliz Nochebuena!"
P. Diego
de Jesús
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