LA IMPORTANCIA DE LA CATEQUESIS
El
Papa San Pío X es venerado como Patrono de los catequistas y una Encíclica
suya, breve y concisa, expresa la importancia del Catecismo y la terrible
tragedia que significa la ignorancia religiosa
De la Carta
Encíclica "Acerbo Nimis" del Papa Pío X
Sobre la enseñanza del Catecismo
15 de abril de 1905
Sobre la enseñanza del Catecismo
15 de abril de 1905
“Si es cosa vana esperar cosecha en tierra no
sembrada, ¿cómo esperar generaciones adornadas de buenas obras, si
oportunamente no fueron instruidas en la doctrina cristiana?
De donde justamente concluimos que, si la fe
languidece en nuestros días hasta parecer casi muerta en una gran mayoría, es
que se ha cumplido descuidadamente, o se ha omitido del todo, la obligación de
enseñar las verdades contenidas en el Catecismo.
Inútil sería decir, como excusa, que la fe es
dada gratuitamente y conferida a cada uno en el bautismo. Porque, ciertamente,
los bautizados en Jesucristo, fuimos enriquecidos con el hábito de la fe, mas
esta divina semilla no llega a crecer... y echar grandes ramas (Marc. 4, 32),
abandonada a sí misma y como por nativa virtud.
Tiene el hombre, desde que nace, facultad de
entender; mas esta facultad necesita de la palabra materna para convertirse en
acto, como suele decirse. También el hombre cristiano, al renacer por el agua y
el Espíritu Santo, trae como en germen la fe; pero necesita la enseñanza de la
Iglesia para que esa fe pueda nutrirse, crecer y dar fruto.
Por eso escribía el Apóstol: La fe proviene
del oír, y el oír depende de la predicación de la palabra de Cristo (Rom. 10,
17). Y para mostrar la necesidad de la enseñanza añadió: ¿Cómo... oirán hablar,
si no se les predica? (Ibid. v. 14)” (número 9 de la Encíclica)
LA CARTA ENCICLICA
“ACERBO NIMIS”
COMPLETA EN TRADUCCIÓN AL ESPAÑOL
NO OFICIAL
ACERBO
NIMIS
Carta
encíclica de San Pío X sobre la enseñanza del Catecismo
15 de
abril de 1905
SOBRE
LA ENSEÑANZA DEL CATECISMO
Los secretos designios de Dios Nos han
levantado de Nuestra pequeñez al cargo de Supremo Pastor de toda la grey de
Cristo en días bien críticos y amargos, pues el enemigo de antiguo anda
alrededor de este rebaño y le tiende lazos con tan pérfida astucia, que ahora,
principalmente, parece haberse cumplido aquella profecía del Apóstol a los
ancianos de la Iglesia de Efeso: “Sé
que... os han asaltado lobos voraces que destrozan el rebaño” (1).
De este mal que padece la religión no hay
nadie, animado del celo de la gloria divina, que no investigue las causas y
razones, sucediendo que, como cada cual las halla diferentes, propone
diferentes medios conforme a su personal opinión para defender y restaurar el
reinado de Dios en la tierra.
No proscribimos, Venerables Hermanos, los
otros juicios, mas estamos con los que piensan que la actual depresión y debilidad de las almas, de que
resultan los mayores males, provienen, principalmente, de la ignorancia de las
cosas divinas. Esta opinión concuerda enteramente con lo que Dios mismo
declaró por su profeta Oseas: “No hay
conocimiento de Dios en la tierra. La maldición, y la mentira, y el homicidio,
y el robo, y el adulterio lo han inundado todo; la sangre se añade a la sangre
por cuya causa se cubrirá de luto la tierra y desfallecerán todos sus moradores”
(2).
Necesidad
de instrucción
2. ¡Cuán comunes y fundados son, por
desgracia, estos lamentos de que existe hoy un crecido número de personas, en
el pueblo cristiano, que viven en suma ignorancia de las cosas que se han de
conocer para conseguir la salvación eterna!
Al decir "pueblo cristiano", no Nos
referimos solamente a la plebe, esto es, a aquellos hombres de las clases
inferiores a quienes excusa con frecuencia el hecho de hallarse sometidos a
dueños exigentes, y que apenas si pueden ocuparse de sí mismos y de su descanso;
sino que también y, principalmente, hablamos de aquellos a quienes no falta
entendimiento ni cultura y hasta se hallan adornados de una gran erudición
profana, pero que, en lo tocante a la religión, viven temeraria e
imprudentemente.
¡Difícil sería ponderar lo espeso de las
tinieblas que con frecuencia los envuelven y -lo que es más triste- la
tranquilidad con que permanecen en ellas!
De Dios, soberano autor y moderador de todas
las cosas, y de la sabiduría de la fe cristiana para nada se preocupan; y así
nada saben de la Encarnación del Verbo de Dios, ni de la redención por El
llevada a cabo; nada saben de la gracia, el principal medio para la eterna
salvación; nada del sacrificio augusto ni de los sacramentos, por los cuales
conseguimos y conservamos la gracia.
En cuanto al pecado, ni conocen su malicia ni
su fealdad, de suerte que no ponen el menor cuidado en evitarlo, ni en lograr
su perdón; y así llegan a los últimos momentos de su vida, en que el sacerdote
-por no perder la esperanza de su salvación- les enseña sumariamente la
religión, en vez de emplearlos principalmente, según convendría, en moverles a
actos de caridad; y esto, si no ocurre -por desgracia, con harta frecuencia-
que el moribundo sea de tan culpable ignorancia que tenga por inútil el auxilio
del sacerdote y juzgue que pueda traspasar tranquilamente los umbrales de la
eternidad sin haber satisfecho a Dios por sus pecados.
Por lo cual Nuestro predecesor Benedicto XIV
escribió justamente: “Afirmamos que la
mayor parte de los condenados a las penas eternas padecen su perpetua desgracia
por ignorar los misterios de la fe, que necesariamente se deben saber y creer
para ser contados entre los elegidos” (3).
3. Siendo esto así, Venerables Hermanos, ¿qué
tiene de sorprendente, preguntamos, que la corrupción de las costumbres y su
depravación sean tan grandes y crezcan diariamente, no sólo en las naciones
bárbaras, sino aun en los mismos pueblos que llevan el nombre de cristianos?
Con razón decía el apóstol San Pablo
escribiendo a los de Éfeso: “La fornicación
y toda especie de impureza o avaricia, ni aun se nombre entre vosotros, como
corresponde a santos, ni tampoco palabras torpes, ni truhanerías” (4).
Como fundamento de este pudor y santidad, con
que se moderan las pasiones, puso la ciencia de las cosas divinas: Y así,
mirad, hermanos, que andéis con gran circunspección; no como necios sino como
prudentes... Por lo tanto, no seáis indiscretos, sino atentos sobre cuál es la
voluntad de Dios (5).
Sentencia justa; porque la voluntad humana
apenas conserva algún resto de aquel amor a la honestidad y la rectitud, puesto
en el hombre por Dios creador suyo, amor que le impulsaba hacia un bien, no
entre sombras, sino claramente visto. Mas, depravada por la corrupción del pecado
original y olvidado casi de Dios, su Hacedor, la voluntad humana convierte toda
su inclinación a amar la vanidad y a buscar la mentira.
Extraviada y ciega por las malas pasiones,
necesita un guía que le muestre el camino para que se restituya a la vía de la
justicia que desgraciadamente abandonó.
Este guía, que no ha de buscarse fuera del
hombre, y del que la misma naturaleza le ha provisto, es la propia razón; mas
si a la razón le falta su verdadera luz, que es la ciencia de las cosas
divinas, sucederá que, al guiar un ciego a otro ciego, ambos caerán en el hoyo.
El santo Rey David, glorificando a Dios por
esta luz de la verdad que le había infundido en la razón humana, decía: “Impresa está, Señor, sobre nosotros la luz
de tu Rostro”. Y señalaba el efecto de esta comunicación de la luz,
añadiendo: “Tú has infundido la alegría
en mi corazón” (6), alegría con la que, ensanchado el corazón, corre por la
senda de los mandatos divinos.
Efectos
de la "doctrina"
4. Fácilmente se descubre que es así, porque,
en efecto, la doctrina cristiana nos hace conocer a Dios y lo que llamamos sus
infinitas perfecciones, harto más hondamente que las fuerzas naturales.
¿Y qué más? Al mismo tiempo nos manda
reverenciar a Dios por obligación de fe, que se refiere a la razón; por deber
de esperanza, que se refiere a la voluntad, y por deber de caridad, que se
refiere al corazón, con lo cual deja a todo el hombre sometido a Dios, su
Creador y moderador.
De la misma manera sólo la doctrina de
Jesucristo pone al hombre en posesión de su verdadera y noble dignidad, como
hijo que es del Padre celestial, que está en los cielos, que le hizo a su
imagen y semejanza, para vivir con El eternamente dichoso.
Pero de esta misma dignidad y del
conocimiento que de ella se ha de tener, infiere Cristo que los hombres deben
amarse mutuamente como hermanos y vivir en la tierra como conviene a los hijos
de la luz: “No en comilonas y
borracheras, no en deshonestidades y disoluciones, no en contiendas ni envidias”
(7).
Mándanos, asimismo, que nos entreguemos en
manos de Dios, que se cuida de nosotros; que socorramos al pobre, hagamos bien
a nuestros enemigos y prefiramos los bienes eternos del alma a los perecederos
del tiempo.
Y sin tocar menudamente a todo, ¿no es,
acaso, doctrina de Cristo la que recomienda y prescribe al hombre soberbio la
humildad, origen de la verdadera gloria? Cualquiera que se humillare, ése será
el mayor en el reino de los cielos (8).
En esta celestial doctrina se nos enseña la
prudencia del espíritu, para guardarnos de la prudencia de la carne; la
justicia, para dar a cada uno lo suyo; la fortaleza, que nos dispone a sufrir y
padecerlo todo generosamente por Dios y por la eterna bienaventuranza; en fin,
la templanza, que no sólo nos hace amable la pobreza por amor de Dios, sino que
en medio de nuestras humillaciones hace que nos gloriemos en la cruz.
Luego, gracias a la sabiduría cristiana, no
sólo nuestra inteligencia recibe la luz que nos permite alcanzar la verdad,
sino que aun la misma voluntad concibe aquel ardor que nos conduce a Dios y nos
une a El por la práctica de la virtud.
5. Lejos estamos de afirmar que la malicia
del alma y la corrupción de las costumbres no puedan coexistir con el
conocimiento de la religión. Pluguiese a Dios que la experiencia no lo
demostrara con tanta frecuencia. Pero entendemos que, cuando al espíritu envuelven las espesas tinieblas
de la ignorancia, ni la voluntad puede ser recta, ni sanas las costumbres.
El que camina con los ojos abiertos, podrá
apartarse, no se niega, de la recta y segura senda; pero el ciego está en
peligro cierto de perderse.
Además, cuando no está enteramente apagada la
antorcha de la fe, todavía queda esperanza de que se enmiende la corrupción de
costumbres; mas cuando a la depravación se junta la ignorancia de la fe, ya no
queda lugar a remedio, sino abierto el camino de la ruina.
El
primer ministerio
6. Puesto que de la ignorancia de la religión
proceden tantos y tan graves daños, y, por otra parte, son tan grandes la
necesidad y utilidad de la formación religiosa, ya que, en vano sería esperar
que nadie pueda cumplir las obligaciones de cristiano, si no las conoce;
conviene averiguar ahora a quién compete preservar a las almas de aquella
perniciosa ignorancia e instruirlas en ciencia tan indispensable.
Lo cual, Venerables Hermanos, no ofrece
dificultad alguna, porque ese gravísimo deber corresponde a los pastores de
almas que, efectivamente, se hallan obligados por mandato del mismo Cristo a
conocer y apacentar las ovejas, que les están encomendadas.
Apacentar
es, ante todo, adoctrinar:
“Os daré pastores según mi corazón, que
os apacentarán con la ciencia y con la doctrina” (9).
Así hablaba Jeremías, inspirado por Dios. Y,
por ello, decía también el apóstol San Pablo: “No me envió Cristo a bautizar, sino a predicar” (10), advirtiendo
así que el principal
ministerio de cuantos ejercen de alguna manera el gobierno de la Iglesia
consiste en enseñar a los fieles en las cosas sagradas.
7. Nos paree inútil aducir nuevas pruebas de
la excelencia de este ministerio y de la estimación que de él hace Dios. Cierto
es que Dios alaba grandemente la piedad que nos mueve a procurar el alivio de
las humanas miserias: mas, ¿quién negará que mayor alabanza merecen el celo y
el trabajo consagrados a procurar los bienes celestiales a los hombres, y no ya
las transitorias ventajas materiales?
Nada puede ser más grato -según sus propios
deseos- a Jesucristo, Salvador de las almas, que dijo de Sí mismo por el
profeta Isaías: “Me ha enviado a
evangelizar a los pobres” (11).
Importa mucho, Venerables Hermanos, asentar
bien aquí -e insistir en ello- que para todo sacerdote éste es el deber más
grave, más estricto, que le obliga. Porque ¿quién negará que en el sacerdote a la santidad de
vida debe irle unida la ciencia? En los labios del sacerdote ha de estar
el depósito de la ciencia (12).
Y, en efecto, la Iglesia rigurosamente la
exige de cuantos aspiran a ordenarse sacerdotes. Y esto, ¿por qué? Porque el
pueblo cristiano espera recibir de los sacerdotes la enseñanza de la divina
ley, y porque Dios les destina para propagarla. De su boca se ha de aprender la
ley, puesto que él es el ángel del Señor de los ejércitos (13).
Por lo cual, en las sagradas Ordenes, el
Obispo dice, dirigiéndose a los que van a ser consagrados sacerdotes: Que
vuestra doctrina sea remedio espiritual para el pueblo de Dios, y los cooperadores
de nuestro orden sean previsores, para que, meditando día y noche acerca de la
ley, crean lo que han leído y enseñen lo que han creído (14).
Si no hay sacerdote, al que esto no sea
aplicable, ¿qué diremos de los que, añadiendo al sacerdote el nombre y la
potestad de predicadores, tiene a su cargo el regir las almas, así por su
dignidad como por un pacto contraído?
Estos han de ser puestos en algún modo en el
rango de los pastores y doctores que Jesucristo dio a los fieles para que no
sean como niños fluctuantes ni se dejen llevar doquier por todos los vientos de
opiniones y por la malignidad de los hombres..., antes bien viviendo según la
verdad y en la caridad, en todo vayan creciendo hacia Cristo, que es nuestra
Cabeza (15).
Disposiciones
de la Iglesia
8. Por lo cual, el sacrosanto Concilio de
Trento, hablando de los pastores de almas, declara que la primera y mayor de sus obligaciones era la de enseñar al pueblo
cristiano (16).
Dispone, en consecuencia, que por lo menos
los domingos y fiestas solemnes den al pueblo instrucción religiosa, y durante
los santos tiempos de Adviento y Cuaresma diariamente, o al menos tres veces
por semana.
Ni esto sólo: porque añade el Concilio que
los párrocos están obligados, al menos los domingos y días de fiesta, a
enseñar, por sí o por otros, a los niños las verdades de fe y la obediencia que
deben a Dios y a sus padres.
Asimismo manda que, cuando hayan de
administrar algún sacramento, instruyan, acerca de su naturaleza, a los que van
a recibirlo, explicándolo en lengua vulgar e inteligible. 9.
En su constitución Etsi minime, Nuestro
predecesor Benedicto XIV resumió tales prescripciones y las precisó claramente,
diciendo: “Dos
obligaciones impone principalmente el Concilio de Trento a los pastores de
almas: una, que todos los días de fiesta hablen al pueblo acerca de las cosas
divinas; otra, que enseñen a los niños y a los ignorantes los elementos de la
ley divina y de la fe”.
Con razón dispone este sapientísimo Pontífice
el doble ministerio, a saber: la predicación, que habitualmente se llama
explicación del Evangelio, y la enseñanza de la doctrina cristiana.
Acaso no falten sacerdotes que, deseosos de
ahorrarse trabajo, crean que con las homilías satisfacen la obligación de
enseñar el Catecismo. Quienquiera que reflexione, descubrirá lo erróneo de esta
opinión; porque la predicación del Evangelio está destinada a los que ya poseen
los elementos de la fe. Es el pan, que debe darse a los adultos.
Mas por lo contrario, la enseñanza del
Catecismo es aquella leche, que el apóstol San Pedro quería que todos los
fieles habían de desear sinceramente, como los niños recién nacidos.
El oficio, pues, del catequista consiste en
elegir alguna verdad relativa a la fe y a las costumbres cristianas, y
explicarla en todos sus aspectos.
Y, como el fin de la enseñanza es la
perfección de la vida, el catequista ha de comparar lo que Dios manda obrar y
lo que los hombres hacen realmente; después de lo cual, y sacando oportunamente
algún ejemplo de la Sagrada Escritura, de la historia de la Iglesia o de las
vidas de los Santos, ha de aconsejar a sus oyentes, como si la señalara con el
dedo, la norma a que deben ajustar la vida, y terminará exhortando a los
presentes a huir de los vicios y a practicar la virtud.
Instrucción
popular
10. No ignoramos, en verdad, que este método
de enseñar la doctrina cristiana no es grato a muchos, que lo estiman en poco y
acaso impropio para conseguir alabanza popular; pero Nos declaramos que
semejante juicio pertenece a los que se dejan llevar de la ligereza más que de
la verdad.
Ciertamente no reprobamos a los oradores
sagrados que, movidos por sincero deseo de gloria divina, se emplean en la
defensa de la fe o en hacer el panegírico de los Santos; pero su labor requiere
otra preliminar -la de los catequistas- pues, faltando ésta, no hay fundamento,
y en vano se fatigan los que edifican la casa. Harto frecuente es que floridos
discursos, recibidos con el aplauso de numeroso auditorio, sólo sirvan para
halagar el oído, no para conmover las almas.
En cambio, la enseñanza catequística, aunque
sencilla y humilde, merece que se le apliquen estas palabras que dijo Dios por
Isaías: “Al modo que la lluvia y la nieve
descienden del cielo y no vuelven allá, sino que empapan la tierra y la
penetran y la fecundan, a fin de que dé simiente que sembrar y pan para comer,
así será de mi palabra salida de mi boca: no volverá a mi vacía, sino que
obrará todo aquello que Yo quiero y ejecutará felizmente aquellas cosas a que Yo
la envié” (17).
El mismo juicio ha de formarse de aquellos
sacerdotes que, por mejor exponer las verdades de la religión, publican
eruditos volúmenes; son dignos, ciertamente, de copiosa alabanza. Mas ¿cuántos
son los que consultan obras de esa índole y sacan de ellas el fruto
correspondiente a la labor y a los deseos de sus autores? Pero la enseñanza de
la doctrina cristiana, bien hecha, jamás deja de aprovechar a los que la
escuchan.
11. Conviene repetir -para inflamar el celo
de los ministros del Señor- que ya es crecidísimo, y aumenta cada día más, el
número de los que todo lo ignoran en materia de religión, o que sólo tienen un
conocimiento tan imperfecto de Dios, de la fe cristiana que, en plena luz de
verdad católica, les permite vivir como paganos.
¡Ay! Cuán grande es el número, no diremos de
niños, pero de adultos y aun ancianos que ignoran absolutamente los principales
misterios de la fe, y que, al oír el nombre de Cristo, responden: ¿Quién es...
para que yo crea en Él? (18).
De ahí el que tengan por lícito forjar y
mantener odios contra el prójimo, hacer contratos inicuos, explotar negocios
infames, hacer préstamos usurarios y cometer otras maldades semejantes.
De ahí que, ignorantes de la ley de Cristo
-que no sólo prohíbe toda acción torpe, sino el pensamiento voluntario y el
deseo de ella muchos que, sea por lo que quiera, casi se abstienen de los
placeres vergonzosos, alimentan sus almas, que carecen de principios
religiosos, con los pensamientos más perversos, y hacen el número de sus
iniquidades mayor que el de los cabellos de su cabeza.
Y ha de repetirse que estos vicios no se
hallan solamente entre la gente pobre del campo y de las clases bajas, sino
también, y acaso con más frecuencia, entre gentes de superior categoría,
incluso entre los que se envanecen de su saber, y, apoyados en una vana erudición,
pretenden burlarse de la religión y blasfemar de todo lo que no conocen (19).
12. Si es cosa vana esperar cosecha en tierra
no sembrada, ¿cómo esperar generaciones adornadas de buenas obras, si
oportunamente no fueron instruidas en la doctrina cristiana?
De donde justamente concluimos que, si la fe
languidece en nuestros días hasta parecer casi muerta en una gran mayoría, es
que se ha cumplido descuidadamente, o se ha omitido del todo, la obligación de
enseñar las verdades contenidas en el Catecismo. Inútil sería decir, como
excusa, que la fe es dada gratuitamente y conferida a cada uno en el bautismo.
Porque, ciertamente, los bautizados en
Jesucristo, fuimos enriquecidos con el hábito de la fe, mas esta divina semilla
no llega a crecer... y echar grandes ramas (20), abandonada a sí misma y como
por nativa virtud.
Tiene el hombre, desde que nace, facultad de
entender; mas esta facultad necesita de la palabra materna para convertirse en
acto, como suele decirse. También el hombre cristiano, al renacer por el agua y
el Espíritu Santo, trae como en germen la fe; pero necesita la enseñanza de la
Iglesia para que esa fe pueda nutrirse, crecer y dar fruto. Por eso escribía el
Apóstol: “La fe proviene del oír, y el
oír depende de la predicación de la palabra de Cristo” (21).
Y para mostrar la necesidad de la enseñanza
añadió: “¿Cómo... oirán hablar, si no se
les predica?” (22).
Normas
13. De lo expuesto hasta aquí puede verse
cuál sea la importancia de la instrucción religiosa del pueblo; debemos, pues,
hacer todo lo posible para que la enseñanza de la Doctrina sagrada, institución
- según frase de Nuestro predecesor Benedicto XIV- la más útil para la gloria
de Dios y la salvación de las almas (23), se mantenga siempre floreciente, o,
donde se la haya descuidado, se restaure.
Así, pues, Venerables Hermanos, queriendo
cumplir esta grave obligación del apostolado supremo y hacer que en todas
partes se observen en materia tan importante las mismas normas, en virtud de
Nuestra suprema autoridad, establecemos para todas las diócesis las siguientes
disposiciones, que mandamos sean observadas y expresamente cumplidas:
I) Todos los párrocos, y en general cuantos
ejercen cura de almas, han de instruir, con arreglo al Catecismo, durante una
hora entera, todos los domingos y fiestas del año, sin exceptuar ninguno, a
todos los niños y niñas en lo que deben creer y hacer para alcanzar la
salvación eterna.
II) Los mismos han de preparar a los niños y
a las niñas, en épocas fijas del año, y mediante instrucción que ha de durar varios
días, para recibir dignamente los sacramentos de la Penitencia y Confirmación.
III) Además, han de preparar con especial
cuidado a los jovencitos y jovencitas para que, santamente, se acerquen por
primera vez a la Sagrada Mesa, valiéndose para ello de oportunas enseñanzas y
exhortaciones, durante todos los días de Cuaresma, y si fuere necesario,
durante varios otros después de la Pascua.
IV) En todas y cada una de las parroquias se
erigirá canónicamente la asociación, llamada vulgarmente Congregación de la
Doctrina Cristiana. Con ella, principalmente donde ocurra ser escaso el número
de sacerdotes, los párrocos tendrán colaboradores seglares para la enseñanza
del Catecismo, que se ocuparán en este ministerio, así por celo de la gloria de
Dios, como por lucrar las santas indulgencias con que los Romanos Pontífices
han enriquecido esta asociación.
V) En las grandes poblaciones, principalmente
donde haya Facultades mayores, Institutos y Colegios, fúndense escuelas de
religión para instruir en las verdades de la fe y en las prácticas de la vida
cristiana a la juventud, que frecuente las aulas públicas, en las que no se
mencionan las cosas de religión.
VI) Porque, en estos tiempos, la edad madura,
no menos que la infancia, necesita la instrucción religiosa, los párrocos y
cuantos sacerdotes tengan cura de almas, además de la acostumbrada homilía
sobre el Santo Evangelio, que han de hacer todos los días de fiesta en la misa
parroquial, escojan la hora más oportuna para que concurran los fieles
-exceptuando la destinada a la doctrina de los niños- y den la instrucción
catequística a los adultos, con lenguaje sencillo y acomodado a su
inteligencia.
Para ello se servirán del Catecismo del
Concilio de Trento, de tal modo que, en el espacio de cuatro a cinco años, expliquen
cuanto se refiere al Símbolo, a los Sacramentos, al Decálogo, a la Oración y a
los Mandamientos de la Iglesia.
VII) Venerables Hermanos, esto mandamos y
establecemos en virtud de Nuestra autoridad apostólica.
Ahora, obligación vuestra es procurar, cada
cual en su propia diócesis, que estas prescripciones se cumplan enteramente y
sin tardanza. Velad, pues, y, con la autoridad que os es peculiar, procurad que
Nuestros mandatos no caigan en olvido, o -lo que sería igual- se cumplan con
negligencia y flojedad.
Para evitar esa falta habéis de emplear las
recomendaciones más asiduas y apremiantes a los párrocos, para que no expliquen
el Catecismo sin la previa preparación, y que no hablen el lenguaje de la
sabiduría humana, sino que con sencillez de corazón y con sinceridad delante de
Dios (24) sigan el ejemplo de Cristo, pues aunque expusiese cosas que
estuvieron ocultas desde la creación del mundo (25), sin embargo, las decía
todas al pueblo por medio de parábolas, o ejemplos y sin parábolas no les predicaba
(26).
Sabemos que lo mismo hicieron los Apóstoles,
enseñados por Jesucristo; y de ellos decía San Gregorio Magno: “Pusieron todo cuidado en predicar a los
pueblos ignorantes cosas sencillas y accesibles, y no cosas altas y arduas”
(27).
Y en las cosas de religión, una gran parte de
los hombres de nuestra edad ha de tenerse por ignorante.
El
trabajo de la enseñanza
14. Pero no quisiéramos que alguien, en razón
de esta misma sencillez que conviene observar, imaginase que la enseñanza
catequística no requiere trabajo ni meditación; al contrario, los pide mayores
que cualquier otro asunto.
Es más
fácil hallar un orador que hable con abundancia y brillantez, que un catequista
cuya explicación merezca plena alabanza.
Por lo tanto, todos han de tener en cuenta que,
por grande que sea la facilidad de conceptos y de expresión de que se hallen
naturalmente dotados, ninguno hablará de la doctrina cristiana con provecho
espiritual de los adultos ni de los niños, si antes no se prepara con estudio y
seria meditación. Se engañan los que, confiados en la inexperiencia y rudeza
intelectual del pueblo, creen que pueden proceder negligentes en esta materia.
Al contrario; cuanto más incultos los
oyentes, mayor celo y cuidado se requiere para lograr que las verdades más
sublimes, tan elevadas sobre el entendimiento de la generalidad de los hombres,
penetren en la inteligencia de los ignorantes; los cuales, no menos que los
sabios, necesitan conocerlas para alcanzar la eterna bienaventuranza. 15.
Séanos permitido, Venerables Hermanos,
deciros al terminar esta Carta, lo que dijo Moisés: “El que sea del Señor, júntese conmigo” (28). Observad, os lo
rogamos y pedimos, cuán grandes estragos produce en las almas la sola
ignorancia de las cosas divinas.
Tal vez hayáis establecido, en vuestras
diócesis, muchas obras útiles y dignas de alabanza, para el bien de vuestra
grey; pero, con preferencia a todas ellas, y con todo el empeño, afán y
constancia que os sean posibles, cuidad esmeradamente de que el conocimiento de
la Doctrina cristiana penetre por completo en la mente y en el corazón de
todos.
Comunique cada cual al prójimo -repetimos con
el apóstol San Pedro- la gracia según la recibió, como buenos dispensadores de
los dones de Dios, los cuales son de muchas maneras (29).
Que, mediando la intercesión de la Inmaculada
y Bienaventurada Virgen, vuestro celo y piadosa industria se exciten con la
Bendición Apostólica, que amorosamente os concedemos a vosotros, a vuestro
clero y al pueblo que os está confiado, y sea testimonio de Nuestro afecto y
prenda de los divinos dones.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 15 de
abril de 1905, segundo año de Nuestro Pontificado.
Notas:
1. Act. 20, 29.
2. Os. 4, 1 ss.
3. Instit. 27, 18.
4. Eph. 5, 3 ss.
5. Ibid. vv. 15 ss.
6. Ps. 4, 7.
7. Rom. 13, 13.
8. Mat. 18, 4.
9. Ier. 3, 15.
10. 1 Cor. 1, 17.
11. Luc. 4, 18.
12. Mal. 2, 7.
13. Ibid.
14. Pontif. Rom.
15. Eph. 4, 14. 15.
16. Sess. 5, c. 2 de refor.; sess. 22, c. 8; sess. 24, c. 4 et 7 de
refor.
17. Is. 55, 10. 11.
18. Io. 9, 36.
19. Iudas 10.
20. Marc. 4, 32.
21. Rom. 10, 17.
22. Ibid. v. 14.
23. Const. Etsi minime 13.
24. 2 Cor. 1, 12.
25. Mat. 13, 35.
26. Ibid. v. 34.
27. Moral. 17,
26.
28. Ex. 32, 26.
29. 1 Pet. 4, 10.
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