Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

24 de agosto de 2015

EN EL AÑO DE LA VIDA CONSAGRADA: LA LUCHA ESPIRITUAL

La lucha espiritual: elementos bíblicos

Enzo Bianchi
Prior del Monasterio de Bose, cerca de Milán, Italia






Introducción

¿Es necesario repetir cuáles son las guerras y las luchas que nos esperan después del bautismo? … ¿Se trata de buscar fuera de sí un campo de batalla? Quizás mis palabras te asombren, sin embargo son verdaderas: ¡limita tu búsqueda a ti mismo! Tú debes luchar en ti mismo… porque tu enemigo procede de tu corazón. No lo digo yo, sino Cristo. Escuchadlo: “Del corazón provienen los pensamientos malvados, los homicidios, los adulterios, las prostituciones, los fraudes, los falsos testimonios, las blasfemias” (Mt 15,19). [1]

Estas palabras de Orígenes sintetizan admirablemente aquel ejercicio tan esencial de la vida espiritual que la tradición cristiana nos ha transmitido bajo el nombre de lucha espiritual. Se trata de una lucha interior, invisible, no dirigida contra seres externos a sí, sino contra “el pecado que nos asedia” (Heb 12,1), contra las malas pasiones que hacen guerra en nuestros miembros (cf. Sant 4,1), contra las sugestiones que dormitan en lo profundo de nuestro corazón, pero que rápidamente se despiertan y emergen con una prepotencia agresiva, hasta asumir el rostro de seductoras tentaciones. Conocemos bien como el tema de la lucha espiritual ha sido desarrollado en numerosos textos de la tradición patrística y de la literatura ascética, tanto en oriente como en occidente [2].

Las raíces de la reflexión sobre este tema se encuentran sin embargo en las santas Escrituras. Ya el Antiguo Testamento, desde las primeras páginas del libro del Génesis conoce el mandamiento a dominar el instinto malvado que habita en el corazón humano: “el instinto (jezer) del corazón humano está inclinado al mal desde la adolescencia” (Gen 8, 21); “El pecado está agazapado en tu puerta; cerca de ti está su instinto y tú lo dominarás” (Gen 4,7). Y en la literatura sapiencial se lee una máxima muy elocuente: “Quien se domina a sí mismo vale más que quien conquista una ciudad” (Pr 16, 32).

El Nuevo Testamento luego –y en su interior, especialmente, el corpus paulino- presenta la lucha espiritual como una exigencia inherente al bautismo, como un elemento fundamental para definir la identidad de fe del cristiano [3]. Esto emerge con claridad, por ejemplo, de la exhortación dirigida por Pablo a Timoteo: “Combate la buena batalla de la fe (tòn kalòn agôna tês písteos), busca alcanzar la vida eterna a la cual has sido llamado y por la cual has hecho tu bella profesión de fe” (1 Tim 6, 12). Y es el mismo Apóstol que, ya cerca de la muerte, resumiendo en una mirada su propia vida afirma de sí casi con asombro: “Ha llegado el momento en que yo deje esta vida. He combatido la buena batalla (tòn kalòn agôna egónismai), he terminado la carrera, he conservado la fe” (2 Tm 4, 6-7).

En la segunda parte de mi reflexión volveré más específicamente sobre la presentación de la vida cristiana como lucha, como batalla incesante, como es atestiguada sobre todo en los escritos neotestamentarios. Antes sin embargo quisiera realizar un camino bíblico menos habitual, pero en mi opinión fundamental para fundar un discurso sobre la lucha espiritual a la luz de las Escrituras.


En las raíces de la lucha espiritual

Hay tres pasajes bíblicos que, leídos en paralelo, constituyen el paradigma de las seducciones puesta en acto por el demonio en su confrontación con el hombre: el relato de la tentación en la cual sucumben el primer hombre y la primera mujer (cf. Gen 3, 1-6); la narración de las tentaciones afrontadas victoriosamente por Jesús (cf. Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13); la descripción de la lucha contra la mundanidad a la cual el cristiano es llamado (cf. 1 Juan 2, 15-16). El pasaje del Génesis, en especial, puede ser colocado en su contexto más amplio, para poder llegar a algunas consideraciones sobre la motivación profunda que impulsa al ser humano a pecar.


El miedo a la muerte y la “philautía”.

La tentación y el pecado son ciertamente puestos en relación con el ambiente histórico, con la atmósfera cultural y social en la cual el hombre está inmerso, con aquellos elementos que, tomando prestado el lenguaje paulino, se podría definir “potencias del aire” (Ef 2,2), “principados y potestades” (Ef 6,12). Hay sin embargo algo aún más profundo, que concierne a la interioridad del ser humano. Existe en efecto en todo hombre una tendencia egoísta, una inclinación pecaminosa: es aquella disposición interior que pone resistencia al don de Dios, definida por el Nuevo Testamento con el término “carne” (sárx: cf. Juan 3,6; 6,63; 8,15; Rm 6,19; 7,5, etc.), de la cual tienen origen “los malos deseos de la carne que hacen guerra a la vida” (1 Pe 2,11). La tradición cristiana ha hablado eficazmente en este sentido de philautía, es decir de “amor egoísta de sí”: un deseo perseguido a toda costa, incluso sin los otros y hasta en contra de los otros. Una preocupación exclusiva por el interés propio que induce a considerar al propio yo como medida de la realidad. En una palabra, todo lo que se opone al deseo de Dios, al de la comunión entre sí y los hombres y de los hombres entre ellos.

Pero, ¿cuál es el último movimiento de la philautía? Un pasaje de la Carta a los Hebreos lo expresa con gran lucidez:

Cristo… ha participado [de nuestra sangre y de nuestra carne], para reducir a la impotencia, mediante la muerte, a aquel que tiene el poder de la muerte, es decir al diablo, y liberar así a los que, por temor a la muerte (phóbo thanàtou), estaban sujetos a la esclavitud para toda la vida (Heb 2, 14-15)

Se trata de una constatación en extremo verdadera: nosotros, hombres, durante toda la vida padecemos el temor a la muerte y tal experiencia nos domina, nos aliena. La muerte es “el rey de los miedos” (melek ballahot: Job 18,14), porque es la raíz de todos los otros temores. Esta no es solo el último instante de la vida biológica, sino que es una fuerza que obra constantemente en nuestra vida cotidiana, que se manifiesta como sufrimiento, enfermedad, final de lo que para nosotros es vital, al punto de causar verdaderas y propias situaciones de no vida en quien biológicamente está todavía vivo.

La muerte, por lo tanto, no es solo el “salario del pecado” (Rm 6, 23), sino también instigación al pecado: es en efecto justamente el temor a la muerte el que nos impulsa a buscar vida también a través de caminos de muerte, de pecado. La muerte es la esclavitud en la cual nos atrae tal temor a ser causa del mal y del pecado que cometemos, como nos recuerdan también las palabras que, con fineza psicológica, el libro de la Sabiduría pone en boca de los impíos (cf. Sab 1, 16-2,24). En resumen: movido por el temor a la muerte, el hombre quiere preservar con cualquier medio la propia vida, quiere poseer para sí los bienes de la tierra, quiere dominar a los otros. Él piensa asegurarse de tal modo una vida abundante y llega a considerar justo todo comportamiento que tiene como fin este objetivo, aún a costa de perjudicar a los otros e incluso a sí mismo. Y así termina inevitablemente por recorrer senderos de muerte.


Tres pasajes escriturísticos fundamentales.

El relato de los orígenes presente en el Génesis testimonia la importancia que justamente el miedo a la muerte reviste en el proceso de la tentación y de la caída del hombre y de la mujer. Después de haberlo creado a su imagen y a su semejanza (cf. Gen 1, 26-27), Dios dijo al hombre: “Tú podrás comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no debes comer, porque, el día en el cual tú comas de él, ciertamente deberás morir” (Gen 2, 16-17). Este mandamiento, de cara a enseñar a la creatura que su libertad es tal dentro de un límite, injerta en cambio en él el mecanismo de frustración: el estar privados de una sola posibilidad equivale a estar privados de todo. Y es justamente sobre este límite, garantía y cauce de la libertad humana, que se sirve la tentación de la “serpiente antigua” (Ap 12, 9; 20,2), de Satanás: “¡No moriréis en absoluto! Al contrario, Dios sabe que el día en el cual vosotros comáis de él se les abrirán vuestros ojos y seréis como Dios, conociendo el bien y el mal” (Gen 3, 4-5). Y así del temor que la perspectiva de la muerte ha introducido en la mujer (cf. Gen 3,3: “de lo contrario moriréis”), pasando a través del diálogo interior con la sugestión, se llega a la elaboración de una contra-verdad, que se acompaña con una nueva visión de la realidad: “Entonces, la mujer vio que el árbol era bueno para comer, apetitoso a los ojos y deseable para adquirir sabiduría/poder” (Gen 3,6).

El ansia de inmortalidad, omnipotencia y omnisciencia, aumentada por la frustración por la incapacidad de aceptar el propio límite creatural, empuja a considerar el mundo externo como una presa a la cual poseer. En este punto el pecado está ya consumado y el gesto de la mano que arrebata el fruto no es más que la inevitable manifestación externa de una realidad que habita en el corazón. Y así el hombre y la mujer aceptan la tentación de contradecir la comunión querida por Dios y caen en la desobediencia a su Creador [4].

A Adán se contrapone el nuevo Adán (cf. Rom 5, 14), Jesús de Nazaret, nacido de mujer y del Espíritu Santo, también él tentado como todo hombre que viene al mundo, pero “sin cometer pecado” (cf. Heb 4, 15): Jesús es el antitipo del Adán del génesis, porque allí donde Adán ha caído, Jesús ha luchado y ha vencido. Ahora, si Marcos nos presenta a Jesús que al inicio de su ministerio público es tentado por Satanás por cuarenta días en el desierto (cf. Mc 1, 12-13), Mateo y Lucas, meditando sobre este evento, han llegado a ejemplificar en tres las tentaciones sufridas por Jesús (cf. Lc 4, 1-13; Mt 4, 1-11): cambiar las piedras en pan, poseer los reinos de la tierra y lanzarse de lo alto del templo para ser salvado milagrosamente.

Estamos frente a una paráfrasis de la narración del génesis, que presenta tres modos de realización de la vocación en el camino de la philautía. A tal propósito, es significativo que en el himno cristológico de la Carta a los Filipenses (cf. Fil 2, 6-11), Pablo relee el acontecimiento de Jesús justamente como rechazo de la lógica autocentrada de Adán: a aquel que ha querido hacerse “como Dios” (Gen 3, 5) responde el comportamiento de Cristo que, “siendo de condición divina, no retuvo como privilegio ser como Dios, sino que se vació a sí mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres” (Fil 2, 6-7). Al elevamiento de sí responde  el abajamiento, la kénosis, que llega hasta la humillación y la vergüenza de la cruz (cf. Fil 2,8). Si Adán ha considerado el ser como Dios una presa a conquistar y ha buscado satisfacer su deseo extendiendo la mano hacia el árbol para tomar la calidad divina y hacerla su patrimonio exclusivo, Jesucristo, en cambio, ha recorrido el camino opuesto: ha extendido sus manos sobre el leño de la cruz para ofrecer su vida hasta la muerte, en la libertad y por amor de Dios y de los hombres.

Puesto frente a la adulación de Satanás, Jesús reacciona con una actitud de radical obediencia a Dios y a la propia creaturalidad: él custodia austeramente y con vigor la propia humanidad, salvaguardando de tal modo también la imagen de Dios revelada por las Escrituras, sin sustituirla en una imagen “manufacturada”. Además,  el arma con la cual Jesús combate su lucha y consigue la victoria es la plena sumisión a la palabra de Dios, como muestra el hecho de que él responde al Adversario sólo con palabras de la Escritura (cf. Mt 4,4-7.10; Lc 4, 4.8.12): “El hombre no vive sólo de pan, sino…. de cuanto sale de la boca del Señor” (Dt 8, 3); “Temerás al Señor, tu Dios, lo servirás y jurarás por su nombre” (Dt 6, 13); “No tentarás al Señor, vuestro Dios” (Dt 6, 16). Una palabra que Jesús asume y vive en su significado profundo, no en su simple letra, como en cambio lo hace Satanás (cf. Mt 4, 6; Lc 4, 10-11) [5].

Y la lucha de Cristo no puede más que ser la lucha de sus discípulos, los cristianos. Lo muestra bien el apóstol Juan, cuando dirige a su comunidad una exhortación construida mediante una posterior paráfrasis de la tentación del génesis: “¡No améis al mundo” –es decir la mundanidad-, “ni las cosas del mundo! Si uno ama al mundo, el amor del Padre no está en él; porque todo lo que está en el mundo, la voracidad de la carne, la ostentación de los ojos y la arrogancia de la vida, no viene del Padre, sino que viene del mundo” (1 Jn 2, 15-16). Con estas palabras él provee un llano retrato de la mundanidad, estimunlando a los cristianos a verificar la calidad de su lucha anti idolátrica. Y lo hace haciendo referencia, una vez más, a los tres ámbitos.

La “voracidad de la carne” (epithymía tês sarkós) indica la concupiscencia como aparece en los comportamientos de quien tiende únicamente a satisfacer el propio egoísmo y así transforma todo deseo en necesidad imperiosa. Ésta resume la tendencia malvada que empuja al hombre a pertenecer a aquel mundo de tinieblas que se opone al plan de Dios (cf. 1 Jn 1, 5-6; 2, 8-9.11). La “ostentación de los ojos” (epithymía tôn ophthalmôn)  se refiere a la “sugestión seductora” (Sal 36,2) que captura los ojos del hombre y lo empuja a orientar todo lo que ve a su deseo de poseer. La acumulación de bienes se vuelve un fin en sí mismo, en vista del cual todo está justificado, y la lógica que preside a tal insaciable manía es la mortífera del “todo y rápido”. La “arrogancia de la vida” (alozaneía toû bíou), finalmente, es la actitud de quien se considera la única medida de la realidad y pretende que el propio “yo” sea afirmado sobre los otros. Es la búsqueda del poder, de la propia gloria a toda costa. En síntesis, es exactamente lo contrario de la sumisión recíproca pedida por Jesús a sus discípulos: “Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9, 35) [6].

Pero el cristiano puede afrontar estas tres tentaciones fundamentales con la certeza de que la propia lucha se inserta en la de Cristo, según las penetrantes palabras de Agustín: “¿Te preocupas porque Cristo ha sido tentado y no consideras que él ha vencido? En él has sido tú tentado y en él tu consigues la victoria” [7]


Gramática de la lucha espiritual

Después de este largo recorrido arquetípico que nos ha hecho posible descubrir las raíces de toda tentación y de todo pecado, vamos ahora a examinar algunas de las indicaciones dadas por las Escrituras sobre cómo afrontar el combate invisible. Intentaré trazar brevemente una suerte de “gramática de la lucha espiritual”. Entre las numerosas pistas que se podrían seguir, me detendré sólo sobre dos elementos que me parecen particularmente relevantes.


El corazón, lugar de la lucha espiritual

Como ya se ha visto en la primera parte, hay un lugar preciso en el cual se desarrolla la lucha espiritual. Más en general, toda la vida espiritual procede de un órgano central del hombre que la Biblia llama “corazón” (lev, kardía) [8]. Se trata de un concepto que va más allá del valor casi exclusivamente afectivo que le ha atribuido nuestra cultura. En la antropología bíblica el corazón es el lugar de la inteligencia y de la memoria, de la voluntad  y del deseo, del amor y del coraje; es el órgano que mejor representa la vida en su totalidad: “sede de la vida sensible, de la vida afectiva y de la vida intelectual… el corazón contiene los elementos constitutivos de lo que nosotros llamamos persona” [9].

No es fácil hablar de este “lugar impenetrable” (cf. Sal 64,7), que sólo Dios conoce, escruta y discierne en la verdad, como atestigua repetidamente las Escrituras: “Señor Dios de Israel… solo tú conoces el corazón de todos los hombres” (1 Re 8, 26.39); “Tú escrutas el corazón y lo profundo, tú, tú sólo Dios justo” (Sal 7,10); “¿Quién puede conocer el corazón? Yo, el Señor, escruto el corazón y examino lo profundo” (Jer 17, 9-10).

Es en el corazón, la parte más secreta de cada ser humano, donde está impresa la imagen de Dios en nosotros. En este espacio que escapa al rigor de los conceptos y que es penetrable a través del lenguaje simbólico, Dios habla al hombre y lo invita a responder, a entablar con él un diálogo (cf. Os 2, 16-17). Y es exactamente en este nivel que se sitúa cotidianamente la elección entre un “corazón que escucha” (lev shomea: 1 Re 3,9), que lucha por acoger y hacer fructificar la palabra de Dios sembrada en él (cf. Mc 4,1-20 y par.), y un corazón insensible a la Palabra, que termina por caer en la incredulidad que el Nuevo Testamento define “dureza de corazón” (sklerokardía: Mt 19, 8; Mc 10, 5; 16,14).

Es evidente que es justamente éste el terreno sobre el cual se enraíza la lucha espiritual. Si, en efecto, el corazón es el lugar del encuentro íntimo y de la alianza entre Dios y el hombre, éste es también la sede de codicias y pasiones fomentadas por la potencia del mal: “Desde dentro, es decir, del corazón de los hombres” –ha dicho con claridad Jesús- “salen las intenciones (dialoghismoì) malas” (Mc 7,21).  El corazón se vuelve así el lugar en el cual se enfrentan las astucias de Satanás y la acción de la gracia de Dios. Es una experiencia común, que la Biblia se limita a registrar: el corazón puede estar sin inteligencia, incapaz de comprender y discernir (cf. Mc 6,52; 8, 17-21); puede cerrarse a la compasión (cf. Mc 3,5), alimentando rencor y odio (cf. Lv 19,17), celos y envidias (cf. Santiago 3,15); puede ser mentiroso y “doble” (dípsychos: Sant 1,8; 4,8), adjetivo que transpone en griego una expresión hebraica que suena literalmente “un corazón y un corazón” (lev va-lev: Sal 12,3). Mucho más, es posible extender a cada pecado la penetrante síntesis hecha por Jesús a propósito del adulterio: “Quien mira a una mujer deseándola ha cometido ya adulterio con ella en su corazón” (Mt 5, 28). Sí, antes de ser realizado externamente y de conducirnos  por los senderos mortíferos de la desemejanza con Dios, todo pecado ha sido ya consumado en nuestro corazón…

El corazón es por tanto el lugar de la lucha invisible. Es allí donde puede tener inicio el retorno a Dios, la conversión (cf. Jer 3,10; 29, 13), o bien se puede sucumbir a la seducción del pecado y a la esclavitud de la idolatría. Es una lucha durísima aquella para aspirar a tener un “corazón unificado” (Sal 86,11), capaz de colaborar en la vida nueva obrada en nosotros por el Padre, a través de la fe en Cristo muerto y resucitado, en el poder del Espíritu Santo: y es justamente esta batalla fundamental a la cual el cristiano está llamado.


Las armas de la lucha espiritual

Pero ¿cómo el cristiano puede afrontar la lucha espiritual? La tradición cristiana ha individualizado algunos instrumentos, algunas “armas” especialmente indicadas para pelear este combate. Las raíces de esta reflexión se encuentran en el Nuevo Testamento. En particular, un pasaje sacado de la exhortación final de la Carta a los Efesios (Ef 6, 10-18) constituye una verdadera y clásica mirada sobre este tema [10]. A partir de éste se puede reconstruir una constelación de pasajes escriturísticos que presentan las armas de las cuales proveerse para hacer frente a las insidias de Satanás, en la conciencia de que “el atleta no recibe el premio si no ha luchado según las reglas” (2 Tm 2,5) [11].

“Fortaleceos en el Señor y en el vigor de su poder” (Ef 6,10). La exhortación paulina se abre con un imperativo, endunamoûsthe, que puede significar tanto “sacad fuerza, fortaleceos”, como “sed fortificados”. En la lucha espiritual sucede una sinergia inextricable entre la acción del hombre y la preveniente de Dios. En otras palabras, el hombre está llamado a predisponer todo para que la gracia del Señor Jesús obre en él, a ceder a la gracia que lo atrae. El Apóstol lo repite en otras partes con palabras inequívocas: “Saca fuerza (endunamoû) de la gracia que está en Cristo Jesús” (2 Tm 2,1); “Me canso y lucho con la fuerza que viene de Cristo y que obra en mí con poder” (Col 1,29).

Esta fuerza, este poder –se lee al inicio de la carta a los Efesios- se ha manifestado de modo eminente en la resurrección de Cristo (cf. Ef 1, 19-20). O sea, la lucha invisible del cristiano se funda sobre la fe en la resurrección de Jesucristo, sucedida en el poder del Espíritu Santo, evento que ha marcado la victoria definitiva sobre la muerte y sobre “aquel que de la muerte tiene el poder, es decir, el diablo” (Heb 2, 14). Si en efecto, todo pecado es en definitiva un intento torpe de afrontar el miedo a la muerte, el arma más eficaz de la lucha contra la tentación es justamente la fe en la resurrección.

Aclarado este primum imprescindible, el Apóstol puede proseguir:

Revístanse con la armadura de Dios para que puedan resistir las insidias del diablo. Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados y las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que habitan en las regiones celestes. Tomad, por tanto, la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y permanecer firmes después de haber superado todas las pruebas. (Ef 6, 11-13)

Pablo se sirve del lenguaje bélico, exhortando a los cristianos a revestirse de la armadura (panoplia) de Dios, es decir aquella que Dios prepara y pone a disposición a cuantos se adhieren a Él. En esta imagen se pueden reconocer la influencia de aquellos pasajes del Antiguo Testamento en los cuales es descripta, con valor metafórico, la armadura de la cual Dios mismo se ciñe para luchar contra los malvados y hacer triunfar sobre la tierra  su designio de salvación (cf. Is 59,17; Sab 5, 17-20), o bien la armadura por él reservada a su Mesías, el retoño de Jesé (cf. Is 11, 4-5).

Aún más interesante para nuestra reflexión es notar que hay otro único pasaje neotestamentario en el cual se usa el término panoplía.  En el Evangelio según Lucas, frente a las injurias de los adversarios que lo acusan de expulsar a los demonios en nombre de Belcebú, el jefe de los demonios (cf. Lc 11,15), Jesús replica: “Cuando un hombre fuerte, bien armado, hace guardia en su palacio, lo que posee está seguro. Pero si llega uno más fuerte  que él y lo vence, le saca las armas (tèn panoplían) en las cuales confiaba y esparce el botín” (Lc 11, 21-22).  Sí, Jesús es “el más fuerte” respecto al demonio, que sin embargo con su fuerza hace guerra a los hombres: es sólo en Él y a través de Él, por tanto, que es posible luchar contra el Enemigo y desarmarlo.

El Apóstol que recurre a esta misma imagen, variando sólo los términos para definir al Adversario: lo define “diablo”, es decir “divisor”. Un poco más adelante hablará de él como el Maligno (cf. Ef 6,16). En el v. 12, después de haber especificado que la lucha del cristiano no está dirigida contra otros hombres (“la carne y la sangre”), provee una colorida descripción en plural de los dominadores del mal y del pecado: los términos empleados “designan acumulativamente las fuerzas maléficas… que tienden a reconducir al cristiano a su situación prebautismal” [12].

Frente a estos dominadores solapados que llegan a saturar el aire (cf. Ef 2,2), la primera actitud que se le pide con insistencia al creyente es la del “estar” (hístemi: cf. 6, 11.13-14), la de “resistir” (anthístemi: cf. Ef 6,13). Tal firmeza consiste ante todo en afrontar los ataques del Enemigo, sin huir ante él: en este sentido es nuevamente ejemplar la conducta de Cristo, que aceptó permanecer cuarenta días en el desierto, mirando de frente sin temor las seducciones de Satanás. Cuantos se disponen a este duro trabajo preliminar, a esta activa pasividad sin la cual la lucha  está perdida de entrada, pueden escuchar la última parte de la exhortación paulina. En ésta el Apóstol enumera una por una aquellas que en otro lugar define en su conjunto como “armas de justicia” (Rm 6,13; 2 Cor 6,7), “armas de la luz” (Rm 13,12), armas que reciben de Dios su poder (cf.  2 Cor 10,4).

Estad firmes, por tanto: ceñidos con el cinturón de la verdad (cf. Is  11,5); vestidos con la coraza  de la justicia (cf. Is 59,17); los pies, calzados y prontos con el evangelio de la paz (cf. Is 52,7). Sosteniendo siempre el escudo de la fe (cf. Sab  5,19), con el cual podréis apagar todas las flechas encendidas del Maligno. Tomad también el casco de la salvación (cf. Is 59,17) y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios. (Ef 6, 14-17)

Todas las armas enumeradas son sacadas puntualmente de los pasajes del Antiguo Testamento citados arriba. La novedad relevante aportada por Pablo consiste en describir la armadura del creyente a través de aquellos elementos que generalmente componen la armadura de Dios. Esto, sin embargo, no debe asombrar al cristiano que tiene los ojos del corazón iluminados por la fe: éste en efecto sabe que él y Dios están ya participando de una misma vida, la vida del hombre Jesucristo. Cristo, revelación del Dios invisible (cf. Juan 1,18), es la verdad (cf. Juan 14,6; Ef 4,21); la justicia de Dios (cf. Rm 3, 21-22.26; 1 Cor 1,30; Fil 3,9), que justifica a quien cree en él; el evangelio (cf. Mc 8, 35; Rm 15,19; 2 Cor 2,12; Gal 1,7), la buena noticia que trae el shalom, plenitud de vida a todos los hombres; el origen y el cumplimiento de nuestra fe (cf. Heb 12,2), Aquel en cuya fe firme somos llamados a poner nuestra fe siempre vacilante (cf. Gal 2,20; Ef 3,12); nuestra salvación (cf. 1 Ts 5,9; 2 Tm 2,10) y nuestra esperanza (cf. 1 Tm 1,1), es decir Aquel en el cual esperamos al final participar en la salvación por Él obtenida (cf. 1 Ts 5,8-9); la palabra de Dios hecha carne (cf. Juan 1,1.14). Palabra que “es viva, eficaz y más cortante que espada de doble filo”, capaz de escrutar “los sentimientos y los pensamientos del corazón” (Heb 4,12). Palabra que siempre se acompaña con el don del Espíritu [13].

El cristiano pues es llamado a revestirse del Señor Jesucristo (cf. Rm 13,14): esta es el arma a lo lejos más eficaz en la lucha espiritual. Y el terreno en el cual puede germinar el ejercicio nunca terminado de asumir el sentir y el obrar de Cristo, es el de la oración, sobre el cual significativamente Pablo termina su exhortación:

Orad incesantemente con toda clase de exhortaciones y de súplicas en el Espíritu, y con esta finalidad velad con toda perseverancia y suplicad por todos los santos. (Ef. 6,18)

La oración, que es en sí misma una verdadera y propia lucha (cf. Rm 15,30; Col 4,12), es aquí definida mediante algunas características bien precisas. Esta debe ser incesante (cf. también 1 Ts 5, 17), hecha “en todo momento” (en pantì kairô). Esto no significa dedicarse a repetir continuamente fórmulas, sino vivir una existencia marcada por lo que los Padres llamaban memoria Dei, el recuerdo constante de Dios, es decir luchar por estar siempre conscientes de su presencia en nosotros. [14]

El Apóstol habla además de oración “en el Espíritu” (en pneúmati). Nuevamente, ningún protagonismo por parte del cristiano: él es llamado a estar siempre en epíclesis, en consentir que el Espíritu ore en él y transforme su vida en oración. Y todo esto con el fin de llegar a una comunión siempre más plena con Dios y con los hermanos, los “santos” a favor de los cuales siempre eleva a Dios sus súplicas.

Y finalmente la oración es preparada por la gran virtud de la vigilancia (verbo agrypneín, conectado a la oración también en Lc 21,36). La vigilancia, actitud global de tensión interior para discernir la presencia del Señor y de apertura para hacer espacio en sí a su venida, introduce al creyente en un estado de lucidez espiritual. Esta es la matriz de todas las virtudes cristianas, porque templa al creyente haciéndolo una persona capaz de resistir, de combatir, de transformar la energía vital desviada o bloqueada en las pasiones idolátricas en energía para conseguir el único verdadero objetivo de la lucha espiritual: el agápe, el amor hacia Dios, hacia todos los hombres y todas las creaturas.


Conclusión

Jesús ha dicho: “luchad para entrar a través de la puerta estrecha” (Lc 13,24), y él mismo ha dado ejemplo de esto cuando en el huerto de los Olivos ha afrontado en la oración la lucha, la agonía (Lc 22,44) decisiva. Puesto frente a la alternativa entre permanecer fiel al Padre, incluso al precio de sufrir una muerte violenta e ignominiosa, o recorrer el camino sugerido por el demonio, Jesús ha permanecido plenamente obediente a la voluntad de Dios, hasta aceptar el arresto sin cambiar el estilo de mansedumbre y amor que había marcado toda su vida. Lo mismo ha hecho sobre la cruz, donde, simétricamente a las tentaciones por él sufridas en el desierto, ha escuchado resonar de parte de los hombres palabras semejantes a las de Satanás:

¡Ha salvado a otros! Que se salve a sí mismo, si es él el Cristo de Dios, el elegido… Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo… ¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo! (Lc 23, 35.37.39)

Jesús, sin embargo, no ha querido salvar su propia vida, por el contrario, ha elegido realizar fielmente la voluntad de Dios, continuando comportándose hasta la muerte obediente a él, es decir, amando y sirviendo a Dios y a los hombres: ¡esto ha sido causa de muerte para Jesús, pero causa de vida para todos los hombres! Y es justamente en respuesta a esta vida por la cual él ha luchado para resistir a las seducciones de Satanás, y por permanecer siempre capaz de amor es por lo que el Padre lo ha llamado de los muertos.

Todo esto tiene para nosotros una consecuencia determinante: solo Jesucristo, el Señor resucitado que vive en cada uno de nosotros, puede vencer el mal que nos habita, y la lucha espiritual es exactamente el espacio en el cual la vida de Cristo triunfa sobre la potencia del mal, del pecado y de la muerte. No tenemos victorias para adjudicarnos a nosotros mismos: toda nuestra victoria es nada más que un reflejo de la victoria pascual de Cristo, él que sabe com-partir nuestras debilidades, habiendo sido tentado en todo, como nosotros, pero sin haber cometido pecado (cf. Heb 4,15) y ahora está siempre vivo para interceder en nuestro favor (cf. Heb 7, 25).

Es, por tanto, a Cristo que podemos invocar con las palabras del salmista: “¡En mi lucha sé tú quien luches!” (Sal 43,1; 119, 154). Es con él y en él que cada día, no obstante la fatiga de la lucha espiritual, podemos dar gracias a Dios cantando: “¡Bendito el Señor, mi roca! Él adiestra mis manos para el combate, mis dedos en el arte de la lucha” (Sal 144,1).



(AA.VV. La lotta spirituale nella tradizione ortodossa.
Ed. Qiqajon. Comunità di Bose
2010, Magnano (BI).
Pp. 33-50)


Notas:

[1] Origène, Homélies sur Josué 5,2, a cargo de A. Jaubert, SC 71, Paris 1960, pp. 164, 166.

[2] Cf. Il camino del monaco. La vita monástica secondo la tradizione dei padri, a cargo de L. D’ Ayala Valva, Bose 2009, pp. 629-668 (cf. XXI: “La lotta spirituale e il discernimento dei pensieri”). En especial, es conocida la sistematización relativa a los ochos loghismoí, es decir los “pensamientos malvados”, provista por Evagrio Póntico (345-399) y, sobre su huella, por Juan Casiano (360-435). Cf. también L. Cremaschi, “La guerra del cuore: la lotta contro le tentazioni secondo i padri del deserto”, en Parola, Spirito e Vita 55, (2007), pp. 215-230.

[3] Cf. P. F. Beatrice, “Il combattimento spirituale secondo san Paolo. Interpretazione di Ef 6, 10-17”, en Id., L’ eredità delle origini. Saggi sul cristianesimo primitivo, Genova 1992, p. 150: “Con el bautismo el cristiano se compromete a permanecer  siempre en continua militancia, a llevar las que San Pablo llama “armas de justicia” (Rm 6, 13-14) y “armas de la luz” (Rm 13, 12).

[4] He comentado más profundamente Gen 3, 1-6 en E. Bianchi, Adamo, dove sei?, Bose 2007, pp. 201-209.

[5] La bibliografía sobre las tentaciones de Jesús es bastante extensa. Para una primera visión de conjunto, cf. J. Dupont, Le tentazioni di Gesù nel deserto, Brescia 1970; M. Gourgues, “La tentazione nel deserto o l’ opzione iniziale (Mc 1, 12s)”, en Id., La sfida della fedeltà. L’ esperenza di Gesù, Roma 1987, pp. 17-53; Cahiers Evangile Supplément 134 (2005) con el título “Les tentations du Christ au désert”; J. Ratzinger- Benedetto XVI, Gesù di Nazaret, Città del Vaticano-ilano 2007, pp. 47-68.

[6] Más extensamente sobre 1 Juan 2, 15-16, cf. E. Bianchi, L’ amore vince la norte. Commento esegetico-spirituale alle lettere di Giovanni, Cinisello Balsamo 008, pp. 85-89; cf. también B. Maggioni, La Prima lettera di Giovanni, Assisi 1984, pp. 74-79.

[7] Agostino di Ippona, Esposizioni sui Salmi 60, 3, a cargo de V. Tarulli, Roma 1970, vol. II, p. 327.

[8] Cf. F. Baumgärtel, J Behm, s.v. “Kardía”, en Grande Lessico del Nuovo Testamento V, a cargo de G. Kittel y G. Fiedrich, Brescia 1969, coll. 193-216.

[9] A. Guillaumont, “Les sens des noms du coeur dans l’ antiquité”, en AA.VV., Le coeur, Bruges 1950, p. 48.

[10] Para una visión de conjunto de esta perícopa, cf. P. F. Beatrice, “Il combattimento  spirituale secondo san Paolo”, pp. 137-192; E. Best, Lettera agli Efesini, Brescia 2001, pp. 660-684; S. Romanello, Lettera agli Efesini, Milano 2003, pp. 219-231; D. Sannino, “Il motivo della ‘panoplía’ in Paolo di Tarso”, en Asprenas 54 (2007), pp. 203-222.

[11] Este versículo es particularmente querido por Casiano, que lo cita repetidamente en su tratado sobre los ochos pensamientos malvados: cf. Giovanni Cassiano, Le istituzioni cenobitiche V, 12.16; VI, 5-7; VII, 20; VIII, 5.22; IX, 2; X, 5; XI, 19; XII, 32, a cargo de L. D’ Ayala Valva, Bose 2007, pp. 149, 155, 189, 191, 224, 238, 253, 256, 267, 304, 337.

[12] R. Penna, La Lettera agli Efesini, Bologna 1988, p. 251.

[13] Sobre el vínculo inseparable entre Palabra y Espíritu, cf. E. Bianchi, “Lo Spirito del Signore è su di me…” (Lc 4,18-19), Bose 200 (Textos de meditación), pp. 13-17.

[14] Esta oración ininterrumpida mantiene el corazón vuelto a Dios con gran devoción y deseo, aferrarse siempre en la esperanza en él, tener confianza en él en todas las cosas, en las obras y en lo que sucede… Con estas disposiciones el Apóstol oraba incesantemente; en efecto en todas sus acciones… y en todo cuanto sucedía, él dependía de la esperanza en Dios” (Máximo el Confesor, Discurso ascético 25-26, en Id., In tutte le cose la “Parole”, a cargo de L. Cremaschi, Bose 2008, pp. 161-162.



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