La lucha espiritual:
elementos bíblicos
Enzo Bianchi
Prior del Monasterio de Bose, cerca de
Milán, Italia
Introducción
¿Es necesario
repetir cuáles son las guerras y las luchas que nos esperan después del
bautismo? … ¿Se trata de buscar fuera de sí un campo de batalla? Quizás mis
palabras te asombren, sin embargo son verdaderas: ¡limita tu búsqueda a ti
mismo! Tú debes luchar en ti mismo… porque tu enemigo procede de tu corazón. No
lo digo yo, sino Cristo. Escuchadlo: “Del corazón provienen los pensamientos
malvados, los homicidios, los adulterios, las prostituciones, los fraudes, los
falsos testimonios, las blasfemias” (Mt 15,19). [1]
Estas palabras de Orígenes sintetizan admirablemente aquel ejercicio
tan esencial de la vida espiritual que la tradición cristiana nos ha
transmitido bajo el nombre de lucha espiritual. Se trata de una lucha interior,
invisible, no dirigida contra seres externos a sí, sino contra “el pecado que
nos asedia” (Heb 12,1), contra las malas pasiones que hacen guerra en nuestros
miembros (cf. Sant 4,1), contra las sugestiones que dormitan en lo profundo de
nuestro corazón, pero que rápidamente se despiertan y emergen con una
prepotencia agresiva, hasta asumir el rostro de seductoras tentaciones.
Conocemos bien como el tema de la lucha espiritual ha sido desarrollado en
numerosos textos de la tradición patrística y de la literatura ascética, tanto
en oriente como en occidente [2].
Las raíces de la reflexión sobre este tema se encuentran sin embargo
en las santas Escrituras. Ya el Antiguo Testamento, desde las primeras páginas
del libro del Génesis conoce el mandamiento a dominar el instinto malvado que
habita en el corazón humano: “el instinto (jezer) del corazón humano
está inclinado al mal desde la adolescencia” (Gen 8, 21); “El pecado está
agazapado en tu puerta; cerca de ti está su instinto y tú lo dominarás” (Gen
4,7). Y en la literatura sapiencial se lee una máxima muy elocuente: “Quien se
domina a sí mismo vale más que quien conquista una ciudad” (Pr 16, 32).
El Nuevo Testamento luego –y en su interior, especialmente, el corpus
paulino- presenta la lucha espiritual como una exigencia inherente al bautismo,
como un elemento fundamental para definir la identidad de fe del cristiano [3].
Esto emerge con claridad, por ejemplo, de la exhortación dirigida por Pablo a
Timoteo: “Combate la buena batalla de la fe (tòn kalòn agôna tês písteos),
busca alcanzar la vida eterna a la cual has sido llamado y por la cual has
hecho tu bella profesión de fe” (1 Tim 6, 12). Y es el mismo Apóstol que, ya
cerca de la muerte, resumiendo en una mirada su propia vida afirma de sí casi
con asombro: “Ha llegado el momento en que yo deje esta vida. He combatido la
buena batalla (tòn kalòn agôna egónismai), he terminado la carrera, he
conservado la fe” (2 Tm 4, 6-7).
En la segunda parte de mi reflexión volveré más específicamente sobre
la presentación de la vida cristiana como lucha, como batalla incesante, como
es atestiguada sobre todo en los escritos neotestamentarios. Antes sin embargo
quisiera realizar un camino bíblico menos habitual, pero en mi opinión
fundamental para fundar un discurso sobre la lucha espiritual a la luz de las
Escrituras.
En las raíces de la lucha espiritual
Hay tres pasajes bíblicos que, leídos en paralelo, constituyen el
paradigma de las seducciones puesta en acto por el demonio en su confrontación
con el hombre: el relato de la tentación en la cual sucumben el primer hombre y
la primera mujer (cf. Gen 3, 1-6); la narración de las tentaciones afrontadas
victoriosamente por Jesús (cf. Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13); la descripción de la
lucha contra la mundanidad a la cual el cristiano es llamado (cf. 1 Juan 2,
15-16). El pasaje del Génesis, en especial, puede ser colocado en su contexto
más amplio, para poder llegar a algunas consideraciones sobre la motivación
profunda que impulsa al ser humano a pecar.
El miedo a la muerte y la “philautía”.
La tentación y el pecado son ciertamente puestos en relación con el ambiente
histórico, con la atmósfera cultural y social en la cual el hombre
está inmerso, con aquellos elementos que, tomando prestado el lenguaje
paulino, se podría definir “potencias del aire” (Ef 2,2), “principados y
potestades” (Ef 6,12). Hay sin embargo algo aún más profundo, que concierne a
la interioridad del ser humano. Existe en efecto en todo hombre una tendencia
egoísta, una inclinación pecaminosa: es aquella disposición interior que pone
resistencia al don de Dios, definida por el Nuevo Testamento con el término
“carne” (sárx: cf. Juan 3,6; 6,63; 8,15; Rm 6,19; 7,5, etc.), de la cual
tienen origen “los malos deseos de la carne que hacen guerra a la vida” (1 Pe
2,11). La tradición cristiana ha hablado eficazmente en este sentido de philautía,
es decir de “amor egoísta de sí”: un deseo perseguido a toda costa, incluso sin
los otros y hasta en contra de los otros. Una preocupación exclusiva por el
interés propio que induce a considerar al propio yo como medida de la realidad.
En una palabra, todo lo que se opone al deseo de Dios, al de la comunión
entre sí y los hombres y de los hombres entre ellos.
Pero, ¿cuál es el último movimiento de la philautía? Un pasaje
de la Carta a los Hebreos lo expresa con gran lucidez:
Cristo… ha participado [de nuestra sangre y de nuestra carne], para
reducir a la impotencia, mediante la muerte, a aquel que tiene el poder de la
muerte, es decir al diablo, y liberar así a los que, por temor a la muerte (phóbo
thanàtou), estaban sujetos a la esclavitud para toda la vida (Heb 2, 14-15)
Se trata de una constatación en extremo verdadera: nosotros, hombres,
durante toda la vida padecemos el temor a la muerte y tal experiencia nos
domina, nos aliena. La muerte es “el rey de los miedos” (melek ballahot:
Job 18,14), porque es la raíz de todos los otros temores. Esta no es solo el
último instante de la vida biológica, sino que es una fuerza que obra
constantemente en nuestra vida cotidiana, que se manifiesta como sufrimiento,
enfermedad, final de lo que para nosotros es vital, al punto de causar
verdaderas y propias situaciones de no vida en quien biológicamente está
todavía vivo.
La muerte, por lo tanto, no es solo el “salario del pecado” (Rm 6,
23), sino también instigación al pecado: es en efecto justamente el temor a la muerte
el que nos impulsa a buscar vida también a través de caminos de muerte, de
pecado. La muerte es la esclavitud en la cual nos atrae tal temor a ser causa
del mal y del pecado que cometemos, como nos recuerdan también las palabras
que, con fineza psicológica, el libro de la Sabiduría pone en
boca de los impíos (cf. Sab 1, 16-2,24). En resumen: movido por el temor a
la muerte, el hombre quiere preservar con cualquier medio la propia vida,
quiere poseer para sí los bienes de la tierra, quiere dominar a los otros. Él
piensa asegurarse de tal modo una vida abundante y llega a considerar justo
todo comportamiento que tiene como fin este objetivo, aún a costa de perjudicar
a los otros e incluso a sí mismo. Y así termina inevitablemente por recorrer
senderos de muerte.
Tres pasajes escriturísticos fundamentales.
El relato de los orígenes presente en el Génesis testimonia la
importancia que justamente el miedo a la muerte reviste en el proceso de la
tentación y de la caída del hombre y de la mujer. Después de haberlo creado a
su imagen y a su semejanza (cf. Gen 1, 26-27), Dios dijo al hombre: “Tú podrás
comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien
y del mal no debes comer, porque, el día en el cual tú comas de él, ciertamente
deberás morir” (Gen 2, 16-17). Este mandamiento, de cara a enseñar a la
creatura que su libertad es tal dentro de un límite, injerta en cambio en él el
mecanismo de frustración: el estar privados de una sola posibilidad equivale a
estar privados de todo. Y es justamente sobre este límite, garantía y cauce de
la libertad humana, que se sirve la tentación de la “serpiente antigua” (Ap 12,
9; 20,2), de Satanás: “¡No moriréis en absoluto! Al contrario, Dios sabe que el
día en el cual vosotros comáis de él se les abrirán vuestros ojos y seréis como
Dios, conociendo el bien y el mal” (Gen 3, 4-5). Y así del temor que la
perspectiva de la muerte ha introducido en la mujer (cf. Gen 3,3: “de lo
contrario moriréis”), pasando a través del diálogo interior con la sugestión,
se llega a la elaboración de una contra-verdad, que se acompaña con una nueva
visión de la realidad: “Entonces, la mujer vio que el árbol era bueno para
comer, apetitoso a los ojos y deseable para adquirir sabiduría/poder” (Gen
3,6).
El ansia de inmortalidad, omnipotencia y omnisciencia, aumentada por
la frustración por la incapacidad de aceptar el propio límite creatural, empuja
a considerar el mundo externo como una presa a la cual poseer. En este punto el
pecado está ya consumado y el gesto de la mano que arrebata el fruto no es más
que la inevitable manifestación externa de una realidad que habita en el
corazón. Y así el hombre y la mujer aceptan la tentación de contradecir la
comunión querida por Dios y caen en la desobediencia a su Creador [4].
A Adán se contrapone el nuevo Adán (cf. Rom 5, 14), Jesús de Nazaret,
nacido de mujer y del Espíritu Santo, también él tentado como todo hombre que
viene al mundo, pero “sin cometer pecado” (cf. Heb 4, 15): Jesús es el antitipo
del Adán del génesis, porque allí donde Adán ha caído, Jesús ha luchado y ha
vencido. Ahora, si Marcos nos presenta a Jesús que al inicio de su ministerio
público es tentado por Satanás por cuarenta días en el desierto (cf. Mc 1,
12-13), Mateo y Lucas, meditando sobre este evento, han llegado a ejemplificar
en tres las tentaciones sufridas por Jesús (cf. Lc 4, 1-13; Mt 4, 1-11):
cambiar las piedras en pan, poseer los reinos de la tierra y lanzarse de lo
alto del templo para ser salvado milagrosamente.
Estamos frente a una paráfrasis de la narración del génesis, que
presenta tres modos de realización de la vocación en el camino de la philautía.
A tal propósito, es significativo que en el himno cristológico de la Carta a
los Filipenses (cf. Fil 2, 6-11), Pablo relee el acontecimiento de Jesús
justamente como rechazo de la lógica autocentrada de Adán: a aquel que ha
querido hacerse “como Dios” (Gen 3, 5) responde el comportamiento de Cristo
que, “siendo de condición divina, no retuvo como privilegio ser como Dios, sino
que se vació a sí mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los
hombres” (Fil 2, 6-7). Al elevamiento de sí responde el abajamiento, la kénosis,
que llega hasta la humillación y la vergüenza de la cruz (cf. Fil 2,8). Si Adán
ha considerado el ser como Dios una presa a conquistar y ha buscado satisfacer
su deseo extendiendo la mano hacia el árbol para tomar la calidad divina y
hacerla su patrimonio exclusivo, Jesucristo, en cambio, ha recorrido el camino
opuesto: ha extendido sus manos sobre el leño de la cruz para ofrecer su vida
hasta la muerte, en la libertad y por amor de Dios y de los hombres.
Puesto frente a la adulación de Satanás, Jesús reacciona con una
actitud de radical obediencia a Dios y a la propia creaturalidad: él custodia
austeramente y con vigor la propia humanidad, salvaguardando de tal modo
también la imagen de Dios revelada por las Escrituras, sin sustituirla en una
imagen “manufacturada”. Además, el arma con la cual Jesús combate su
lucha y consigue la victoria es la plena sumisión a la palabra de Dios, como
muestra el hecho de que él responde al Adversario sólo con palabras de la
Escritura (cf. Mt 4,4-7.10; Lc 4, 4.8.12): “El hombre no vive sólo de pan,
sino…. de cuanto sale de la boca del Señor” (Dt 8, 3); “Temerás al Señor, tu
Dios, lo servirás y jurarás por su nombre” (Dt 6, 13); “No tentarás al Señor,
vuestro Dios” (Dt 6, 16). Una palabra que Jesús asume y vive en su significado
profundo, no en su simple letra, como en cambio lo hace Satanás (cf. Mt 4, 6;
Lc 4, 10-11) [5].
Y la lucha de Cristo no puede más que ser la lucha de sus discípulos,
los cristianos. Lo muestra bien el apóstol Juan, cuando dirige a su comunidad
una exhortación construida mediante una posterior paráfrasis de la tentación
del génesis: “¡No améis al mundo” –es decir la mundanidad-, “ni las cosas del
mundo! Si uno ama al mundo, el amor del Padre no está en él; porque todo lo que
está en el mundo, la voracidad de la carne, la ostentación de los ojos y la
arrogancia de la vida, no viene del Padre, sino que viene del mundo” (1 Jn 2,
15-16). Con estas palabras él provee un llano retrato de la mundanidad, estimunlando a los cristianos a
verificar la calidad de su lucha anti idolátrica. Y lo hace haciendo
referencia, una vez más, a los tres ámbitos.
La “voracidad de la carne” (epithymía tês sarkós) indica la
concupiscencia como aparece en los comportamientos de quien tiende únicamente a
satisfacer el propio egoísmo y así transforma todo deseo en necesidad
imperiosa. Ésta resume la tendencia malvada que empuja al hombre a pertenecer a
aquel mundo de tinieblas que se opone al plan de Dios (cf. 1 Jn 1, 5-6; 2, 8-9.11).
La “ostentación de los ojos” (epithymía tôn ophthalmôn) se refiere
a la “sugestión seductora” (Sal 36,2) que captura los ojos del hombre y lo
empuja a orientar todo lo que ve a su deseo de poseer. La acumulación de bienes
se vuelve un fin en sí mismo, en vista del cual todo está justificado, y la
lógica que preside a tal insaciable manía es la mortífera del “todo y rápido”.
La “arrogancia de la vida” (alozaneía toû bíou), finalmente, es la
actitud de quien se considera la única medida de la realidad y pretende que el
propio “yo” sea afirmado sobre los otros. Es la búsqueda del poder, de la
propia gloria a toda costa. En síntesis, es exactamente lo contrario de la
sumisión recíproca pedida por Jesús a sus discípulos: “Si uno quiere ser el
primero, sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9, 35) [6].
Pero el cristiano puede afrontar estas tres tentaciones fundamentales
con la certeza de que la propia lucha se inserta en la de Cristo, según las
penetrantes palabras de Agustín: “¿Te preocupas porque Cristo ha sido tentado y
no consideras que él ha vencido? En él has sido tú tentado y en él tu consigues
la victoria” [7]
Gramática de la lucha espiritual
Después de este largo recorrido arquetípico que nos ha hecho posible
descubrir las raíces de toda tentación y de todo pecado, vamos ahora a examinar
algunas de las indicaciones dadas por las Escrituras sobre cómo afrontar el
combate invisible. Intentaré trazar brevemente una suerte de “gramática de la
lucha espiritual”. Entre las numerosas pistas que se podrían seguir, me
detendré sólo sobre dos elementos que me parecen particularmente relevantes.
El corazón, lugar de la lucha espiritual
Como ya se ha visto en la primera parte, hay un lugar preciso en el
cual se desarrolla la lucha espiritual. Más en general, toda la vida espiritual
procede de un órgano central del hombre que la Biblia llama “corazón” (lev,
kardía) [8]. Se trata de un concepto que va más allá del valor casi
exclusivamente afectivo que le ha atribuido nuestra cultura. En la antropología
bíblica el corazón es el lugar de la inteligencia y de la memoria, de la
voluntad y del deseo, del amor y del coraje; es el órgano que mejor
representa la vida en su totalidad: “sede de la vida sensible, de la vida
afectiva y de la vida intelectual… el corazón contiene los elementos
constitutivos de lo que nosotros llamamos persona” [9].
No es fácil hablar de este “lugar impenetrable” (cf. Sal 64,7), que
sólo Dios conoce, escruta y discierne en la verdad, como atestigua
repetidamente las Escrituras: “Señor Dios de Israel… solo tú conoces el corazón
de todos los hombres” (1 Re 8, 26.39); “Tú escrutas el corazón y lo profundo,
tú, tú sólo Dios justo” (Sal 7,10); “¿Quién puede conocer el corazón? Yo, el
Señor, escruto el corazón y examino lo profundo” (Jer 17, 9-10).
Es en el corazón, la parte más secreta de cada ser humano, donde está
impresa la imagen de Dios en nosotros. En este espacio que escapa al rigor de
los conceptos y que es penetrable a través del lenguaje simbólico, Dios habla
al hombre y lo invita a responder, a entablar con él un diálogo (cf. Os 2,
16-17). Y es exactamente en este nivel que se sitúa cotidianamente la elección
entre un “corazón que escucha” (lev shomea: 1 Re 3,9), que lucha por
acoger y hacer fructificar la palabra de Dios sembrada en él (cf. Mc 4,1-20 y
par.), y un corazón insensible a la Palabra, que termina por caer en la
incredulidad que el Nuevo Testamento define “dureza de corazón” (sklerokardía:
Mt 19, 8; Mc 10, 5; 16,14).
Es evidente que es justamente éste el terreno sobre el cual se enraíza
la lucha espiritual. Si, en efecto, el corazón es el lugar del encuentro íntimo
y de la alianza entre Dios y el hombre, éste es también la sede de codicias y
pasiones fomentadas por la potencia del mal: “Desde dentro, es decir, del
corazón de los hombres” –ha dicho con claridad Jesús- “salen las intenciones (dialoghismoì)
malas” (Mc 7,21). El corazón se vuelve así el lugar en el cual se
enfrentan las astucias de Satanás y la acción de la gracia de Dios. Es una
experiencia común, que la Biblia se limita a registrar: el corazón puede estar
sin inteligencia, incapaz de comprender y discernir (cf. Mc 6,52; 8, 17-21);
puede cerrarse a la compasión (cf. Mc 3,5), alimentando rencor y odio (cf. Lv
19,17), celos y envidias (cf. Santiago 3,15); puede ser mentiroso y “doble” (dípsychos:
Sant 1,8; 4,8), adjetivo que transpone en griego una expresión hebraica que
suena literalmente “un corazón y un corazón” (lev va-lev: Sal 12,3).
Mucho más, es posible extender a cada pecado la penetrante síntesis hecha por
Jesús a propósito del adulterio: “Quien mira a una mujer deseándola ha cometido
ya adulterio con ella en su corazón” (Mt 5, 28). Sí, antes de ser realizado
externamente y de conducirnos por los senderos mortíferos de la desemejanza
con Dios, todo pecado ha sido ya consumado en nuestro corazón…
El corazón es por tanto el lugar de la lucha invisible. Es allí donde
puede tener inicio el retorno a Dios, la conversión (cf. Jer 3,10; 29, 13), o
bien se puede sucumbir a la seducción del pecado y a la esclavitud de la
idolatría. Es una lucha durísima aquella para aspirar a tener un “corazón
unificado” (Sal 86,11), capaz de colaborar en la vida nueva obrada en nosotros
por el Padre, a través de la fe en Cristo muerto y resucitado, en el poder del
Espíritu Santo: y es justamente esta batalla fundamental a la cual el cristiano
está llamado.
Las armas de la lucha espiritual
Pero ¿cómo el cristiano puede afrontar la lucha espiritual? La
tradición cristiana ha individualizado algunos instrumentos, algunas “armas”
especialmente indicadas para pelear este combate. Las raíces de esta reflexión
se encuentran en el Nuevo Testamento. En particular, un pasaje sacado de la
exhortación final de la Carta a los Efesios (Ef 6, 10-18) constituye una
verdadera y clásica mirada sobre este tema [10]. A partir de éste se puede
reconstruir una constelación de pasajes escriturísticos que presentan las armas
de las cuales proveerse para hacer frente a las insidias de Satanás, en la
conciencia de que “el atleta no recibe el premio si no ha luchado según las
reglas” (2 Tm 2,5) [11].
“Fortaleceos en el Señor y en el vigor de su poder” (Ef 6,10). La exhortación
paulina se abre con un imperativo, endunamoûsthe, que puede significar
tanto “sacad fuerza, fortaleceos”, como “sed fortificados”. En la lucha
espiritual sucede una sinergia inextricable entre la acción del hombre y la
preveniente de Dios. En otras palabras, el hombre está llamado a predisponer
todo para que la gracia del Señor Jesús obre en él, a ceder a la gracia que lo
atrae. El Apóstol lo repite en otras partes con palabras inequívocas: “Saca
fuerza (endunamoû) de la gracia que está en Cristo Jesús” (2 Tm 2,1);
“Me canso y lucho con la fuerza que viene de Cristo y que obra en mí con poder”
(Col 1,29).
Esta fuerza, este poder –se lee al inicio de la carta a los Efesios-
se ha manifestado de modo eminente en la resurrección de Cristo (cf. Ef 1,
19-20). O sea, la lucha invisible del cristiano se funda sobre la fe en la
resurrección de Jesucristo, sucedida en el poder del Espíritu Santo, evento que
ha marcado la victoria definitiva sobre la muerte y sobre “aquel que de la
muerte tiene el poder, es decir, el diablo” (Heb 2, 14). Si en efecto, todo
pecado es en definitiva un intento torpe de afrontar el miedo a la muerte, el
arma más eficaz de la lucha contra la tentación es justamente la fe en la
resurrección.
Aclarado este primum imprescindible, el Apóstol puede
proseguir:
Revístanse con la armadura de Dios para que puedan resistir las
insidias del diablo. Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre,
sino contra los principados y las potestades, contra los dominadores de este
mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que habitan en las regiones
celestes. Tomad, por tanto, la armadura de Dios, para que podáis resistir en el
día malo y permanecer firmes después de haber superado todas las pruebas. (Ef
6, 11-13)
Pablo se sirve del lenguaje bélico, exhortando a los cristianos a
revestirse de la armadura (panoplia) de Dios, es decir aquella que Dios
prepara y pone a disposición a cuantos se adhieren a Él. En esta imagen se
pueden reconocer la influencia de aquellos pasajes del Antiguo Testamento en
los cuales es descripta, con valor metafórico, la armadura de la cual Dios
mismo se ciñe para luchar contra los malvados y hacer triunfar sobre la
tierra su designio de salvación (cf. Is 59,17; Sab 5, 17-20), o bien la
armadura por él reservada a su Mesías, el retoño de Jesé (cf. Is 11, 4-5).
Aún más interesante para nuestra reflexión es notar que hay otro único
pasaje neotestamentario en el cual se usa el término panoplía. En
el Evangelio según Lucas, frente a las injurias de los adversarios que lo
acusan de expulsar a los demonios en nombre de Belcebú, el jefe de los demonios
(cf. Lc 11,15), Jesús replica: “Cuando un hombre fuerte, bien armado, hace
guardia en su palacio, lo que posee está seguro. Pero si llega uno más
fuerte que él y lo vence, le saca las armas (tèn panoplían) en las
cuales confiaba y esparce el botín” (Lc 11, 21-22). Sí, Jesús es “el más
fuerte” respecto al demonio, que sin embargo con su fuerza hace guerra a los
hombres: es sólo en Él y a través de Él, por tanto, que es posible luchar
contra el Enemigo y desarmarlo.
El Apóstol que recurre a esta misma imagen, variando sólo los términos
para definir al Adversario: lo define “diablo”, es decir “divisor”. Un poco más
adelante hablará de él como el Maligno (cf. Ef 6,16). En el v. 12, después de
haber especificado que la lucha del cristiano no está dirigida contra otros
hombres (“la carne y la sangre”), provee una colorida descripción en plural de
los dominadores del mal y del pecado: los términos empleados “designan acumulativamente
las fuerzas maléficas… que tienden a reconducir al cristiano a su situación
prebautismal” [12].
Frente a estos dominadores solapados que llegan a saturar el aire (cf. Ef
2,2), la primera actitud que se le pide con insistencia al creyente es la del
“estar” (hístemi: cf. 6, 11.13-14), la de “resistir” (anthístemi:
cf. Ef 6,13). Tal firmeza consiste ante todo en afrontar los ataques del
Enemigo, sin huir ante él: en este sentido es nuevamente ejemplar la conducta
de Cristo, que aceptó permanecer cuarenta días en el desierto, mirando de
frente sin temor las seducciones de Satanás. Cuantos se disponen a este duro
trabajo preliminar, a esta activa pasividad sin la cual la lucha está
perdida de entrada,
pueden escuchar la última parte de la exhortación paulina. En ésta el
Apóstol enumera una por una aquellas que en otro lugar define en su conjunto
como “armas de justicia” (Rm 6,13; 2 Cor 6,7), “armas de la luz” (Rm 13,12),
armas que reciben de Dios su poder (cf. 2 Cor 10,4).
Estad firmes, por tanto: ceñidos con el cinturón de la verdad (cf.
Is 11,5); vestidos con la coraza de la justicia (cf. Is 59,17); los
pies, calzados y prontos con el evangelio de la paz (cf. Is 52,7). Sosteniendo
siempre el escudo de la fe (cf. Sab 5,19), con el cual podréis apagar
todas las flechas encendidas del Maligno. Tomad también el casco de la
salvación (cf. Is 59,17) y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios.
(Ef 6, 14-17)
Todas las armas enumeradas son sacadas puntualmente de los pasajes del
Antiguo Testamento citados arriba. La novedad relevante aportada por Pablo
consiste en describir la armadura del creyente a través de aquellos elementos
que generalmente componen la armadura de Dios. Esto, sin embargo, no debe
asombrar al cristiano que tiene los ojos del corazón iluminados por la fe: éste
en efecto sabe que él y Dios están ya participando de una misma vida, la vida
del hombre Jesucristo. Cristo, revelación del Dios invisible (cf. Juan 1,18),
es la verdad (cf. Juan 14,6; Ef 4,21); la justicia de Dios (cf. Rm 3, 21-22.26;
1 Cor 1,30; Fil 3,9), que justifica a quien cree en él; el evangelio (cf. Mc 8,
35; Rm 15,19; 2 Cor 2,12; Gal 1,7), la buena noticia que trae el shalom,
plenitud de vida a todos los hombres; el origen y el cumplimiento de nuestra fe
(cf. Heb 12,2), Aquel en cuya fe firme somos llamados a poner nuestra fe
siempre vacilante (cf. Gal 2,20; Ef 3,12); nuestra salvación (cf. 1 Ts 5,9; 2
Tm 2,10) y nuestra esperanza (cf. 1 Tm 1,1), es decir Aquel en el cual
esperamos al final participar en la salvación por Él obtenida (cf. 1 Ts 5,8-9);
la palabra de Dios hecha carne (cf. Juan 1,1.14). Palabra que “es viva, eficaz
y más cortante que espada de doble filo”, capaz de escrutar “los sentimientos y
los pensamientos del corazón” (Heb 4,12). Palabra que siempre se acompaña con
el don del Espíritu [13].
El cristiano pues es llamado a revestirse del Señor Jesucristo (cf. Rm
13,14): esta es el arma a lo lejos más eficaz en la lucha espiritual. Y el
terreno en el cual puede germinar el ejercicio nunca terminado de asumir el
sentir y el obrar de Cristo, es el de la oración, sobre el cual
significativamente Pablo termina su exhortación:
Orad incesantemente con toda clase de exhortaciones y de súplicas en
el Espíritu, y con esta finalidad velad con toda perseverancia y suplicad por
todos los santos. (Ef. 6,18)
La oración, que es en sí misma una verdadera y propia lucha (cf. Rm
15,30; Col 4,12), es aquí definida mediante algunas características bien
precisas. Esta debe ser incesante (cf. también 1 Ts 5, 17), hecha “en todo
momento” (en pantì kairô). Esto no significa dedicarse a repetir
continuamente fórmulas, sino vivir una existencia marcada por lo que los Padres
llamaban memoria Dei, el recuerdo constante de Dios, es decir luchar por
estar siempre conscientes de su presencia en nosotros. [14]
El Apóstol habla además de oración “en el Espíritu” (en pneúmati).
Nuevamente, ningún protagonismo por parte del cristiano: él es llamado a estar
siempre en epíclesis, en consentir que el Espíritu ore en él y transforme su
vida en oración. Y todo esto con el fin de llegar a una comunión siempre más
plena con Dios y con los hermanos, los “santos” a favor de los cuales siempre
eleva a Dios sus súplicas.
Y finalmente la oración es preparada por la gran virtud de la
vigilancia (verbo agrypneín, conectado a la oración también en Lc
21,36). La vigilancia, actitud global de tensión interior para discernir la
presencia del Señor y de apertura para hacer espacio en sí a su venida,
introduce al creyente en un estado de lucidez espiritual. Esta es la matriz de
todas las virtudes cristianas, porque templa al creyente haciéndolo una persona
capaz de resistir, de combatir, de transformar la energía vital desviada o
bloqueada en las pasiones idolátricas en energía para conseguir el único
verdadero objetivo de la lucha espiritual: el agápe, el amor hacia Dios,
hacia todos los hombres y todas las creaturas.
Conclusión
Jesús ha dicho: “luchad para entrar a través de la puerta estrecha”
(Lc 13,24), y él mismo ha dado ejemplo de esto cuando en el huerto de los
Olivos ha afrontado en la oración la lucha, la agonía (Lc 22,44)
decisiva. Puesto frente a la alternativa entre permanecer fiel al Padre,
incluso al precio de sufrir una muerte violenta e ignominiosa, o recorrer el
camino sugerido por el demonio, Jesús ha permanecido plenamente obediente a la
voluntad de Dios, hasta aceptar el arresto sin cambiar el estilo de mansedumbre
y amor que había marcado toda su vida. Lo mismo ha hecho sobre la cruz, donde,
simétricamente a las tentaciones por él sufridas en el desierto, ha escuchado
resonar de parte de los hombres palabras semejantes a las de Satanás:
¡Ha salvado a otros! Que se salve a sí mismo, si es él el Cristo de
Dios, el elegido… Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo… ¿No eres
tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo! (Lc 23, 35.37.39)
Jesús, sin embargo, no ha querido salvar su propia vida, por el contrario,
ha elegido realizar fielmente la voluntad de Dios, continuando comportándose
hasta la muerte obediente a él, es decir, amando y sirviendo a Dios y a los
hombres: ¡esto ha sido causa de muerte para Jesús, pero causa de vida para
todos los hombres! Y es justamente en respuesta a esta vida por la cual él ha
luchado para resistir a las seducciones de Satanás, y por permanecer siempre
capaz de amor es por lo que el Padre lo ha llamado de los muertos.
Todo esto tiene para nosotros una consecuencia determinante: solo
Jesucristo, el Señor resucitado que vive en cada uno de nosotros, puede vencer
el mal que nos habita, y la lucha espiritual es exactamente el espacio en el
cual la vida de Cristo triunfa sobre la potencia del mal, del pecado y de la
muerte. No tenemos victorias para adjudicarnos a nosotros mismos: toda nuestra
victoria es nada más que un reflejo de la victoria pascual de Cristo, él que
sabe com-partir nuestras debilidades, habiendo sido tentado en todo, como
nosotros, pero sin haber cometido pecado (cf. Heb 4,15) y ahora está siempre
vivo para interceder en nuestro favor (cf. Heb 7, 25).
Es, por tanto, a Cristo que podemos invocar con las palabras del
salmista: “¡En mi lucha sé tú quien luches!” (Sal 43,1; 119, 154). Es con él y
en él que cada día, no obstante la fatiga de la lucha espiritual, podemos dar
gracias a Dios cantando: “¡Bendito el Señor, mi roca! Él adiestra mis manos
para el combate, mis dedos en el arte de la lucha” (Sal 144,1).
(AA.VV. La lotta spirituale nella
tradizione ortodossa.
Ed. Qiqajon. Comunità di Bose
2010, Magnano (BI).
Pp. 33-50)
Notas:
[1] Origène, Homélies sur Josué 5,2, a cargo de A. Jaubert, SC
71, Paris 1960, pp. 164, 166.
[2] Cf. Il camino del monaco. La vita monástica secondo la
tradizione dei padri, a cargo de L. D’ Ayala Valva, Bose 2009, pp. 629-668
(cf. XXI: “La lotta spirituale e il discernimento dei pensieri”). En especial,
es conocida la sistematización relativa a los ochos loghismoí, es decir
los “pensamientos malvados”, provista por Evagrio Póntico (345-399) y, sobre su
huella, por Juan Casiano (360-435). Cf. también L. Cremaschi, “La guerra del
cuore: la lotta contro le tentazioni secondo i padri del deserto”, en Parola,
Spirito e Vita 55, (2007), pp. 215-230.
[3] Cf. P. F. Beatrice, “Il combattimento spirituale secondo san
Paolo. Interpretazione di Ef 6, 10-17”, en Id., L’ eredità delle origini.
Saggi sul cristianesimo primitivo, Genova 1992, p. 150: “Con el bautismo el
cristiano se compromete a permanecer siempre en continua militancia, a
llevar las que San Pablo llama “armas de justicia” (Rm 6, 13-14) y “armas de la
luz” (Rm 13, 12).
[4] He comentado más profundamente Gen 3, 1-6 en E. Bianchi, Adamo,
dove sei?, Bose 2007, pp. 201-209.
[5] La bibliografía sobre las tentaciones de Jesús es bastante
extensa. Para una primera visión de conjunto, cf. J. Dupont, Le tentazioni
di Gesù nel deserto, Brescia 1970; M. Gourgues, “La tentazione nel deserto
o l’ opzione iniziale (Mc 1, 12s)”, en Id., La sfida della fedeltà. L’
esperenza di Gesù, Roma 1987, pp. 17-53; Cahiers Evangile Supplément 134
(2005) con el título “Les tentations du Christ au désert”; J. Ratzinger-
Benedetto XVI, Gesù di Nazaret, Città del Vaticano-ilano 2007, pp.
47-68.
[6] Más extensamente sobre 1 Juan 2, 15-16, cf. E. Bianchi, L’
amore vince la norte. Commento esegetico-spirituale alle lettere di Giovanni, Cinisello
Balsamo 008, pp. 85-89; cf. también B. Maggioni, La Prima lettera di
Giovanni, Assisi 1984, pp. 74-79.
[7] Agostino di Ippona, Esposizioni sui Salmi 60, 3, a cargo de
V. Tarulli, Roma 1970, vol. II, p. 327.
[8] Cf. F. Baumgärtel, J Behm, s.v. “Kardía”, en Grande
Lessico del Nuovo Testamento V, a cargo de G. Kittel y G. Fiedrich, Brescia
1969, coll. 193-216.
[9] A. Guillaumont, “Les sens des noms du coeur dans l’ antiquité”, en
AA.VV., Le coeur, Bruges 1950, p. 48.
[10] Para una visión de conjunto de esta perícopa, cf. P. F. Beatrice,
“Il combattimento spirituale secondo san Paolo”, pp. 137-192; E. Best, Lettera
agli Efesini, Brescia 2001, pp. 660-684; S. Romanello, Lettera agli
Efesini, Milano 2003, pp. 219-231; D. Sannino, “Il motivo della ‘panoplía’
in Paolo di Tarso”, en Asprenas 54 (2007), pp. 203-222.
[11] Este versículo es particularmente querido por Casiano, que lo
cita repetidamente en su tratado sobre los ochos pensamientos malvados: cf.
Giovanni Cassiano, Le istituzioni cenobitiche V, 12.16; VI, 5-7; VII,
20; VIII, 5.22; IX, 2; X, 5; XI, 19; XII, 32, a cargo de L. D’ Ayala Valva,
Bose 2007, pp. 149, 155, 189, 191, 224, 238, 253, 256, 267, 304, 337.
[12] R. Penna, La Lettera agli Efesini, Bologna 1988, p. 251.
[13] Sobre el vínculo inseparable entre Palabra y Espíritu, cf. E.
Bianchi, “Lo Spirito del Signore è su di me…” (Lc 4,18-19), Bose 200
(Textos de meditación), pp. 13-17.
[14] Esta oración ininterrumpida mantiene el corazón vuelto a Dios con
gran devoción y deseo, aferrarse siempre en la esperanza en él, tener confianza
en él en todas las cosas, en las obras y en lo que sucede… Con estas
disposiciones el Apóstol oraba incesantemente; en efecto en todas sus acciones…
y en todo cuanto sucedía, él dependía de la esperanza en Dios” (Máximo el
Confesor, Discurso ascético 25-26, en Id., In tutte le cose la
“Parole”, a cargo de L. Cremaschi, Bose 2008, pp. 161-162.
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