Yuste: El
dueño del mundo muere como un monje
En la conmemoración de los fieles difuntos,
un relato del periodista español Juan Manuel de Prada,
en su visita al monasterio de Yuste, Extremadura, España, donde quiso morir el emperador Carlos V.
un relato del periodista español Juan Manuel de Prada,
en su visita al monasterio de Yuste, Extremadura, España, donde quiso morir el emperador Carlos V.
1° de noviembre de 2015
ABC Madrid – Juan Manuel
de Prada
A mi hija Jimena
Este verano visité el monasterio de Yuste, entre Salamanca y
Cáceres, cerca de Plasencia. Venía de Jarandilla de la Vera, ciudad en cuyo
castillo Carlos I pasó tres meses, hospedado por el conde de Oropesa, mientras
le preparaban su retiro. Podemos imaginarnos al Emperador en aquella última
jornada, subiendo por la cuesta pedregosa que conduce desde Cuacos al
monasterio, donde lo aguardarían el prior y toda la comunidad jerónima, que
besarían su mano baldada por el reúma, antes de acompañarlo hasta la iglesia,
para cantar un Te Deum de acción de gracias. A partir de ese momento, el
Emperador vivió apartado de los frailes, excepto cuando compartía sus oraciones
y oficios religiosos, o cuando escuchaba los sermones de los predicadores
que él mismo había designado.
«En el momento de poner Carlos I el pie en el umbral de
Yuste -escribe Azorín- se considera definitivamente separado del resto de
Europa, separado de América, separado del mundo, separado del poder, separado
de las riquezas, separado de la ambición, separado de las pasiones, separado de
la gloria». Separado, en efecto, de todo, menos de Dios.
Impresiona mucho la
austeridad de los aposentos reales en Yuste; impresiona mucho que el hombre que
era amo del mundo renunciase de modo tan extremo a las pompas mundanas para
recluirse en habitaciones tan despojadas. Le gustaba pasearse, herido por la
gota, por los jardines del monasterio, mientras contemplaba el ameno
paisaje de la Vera o las crestas lejanas de Gredos. Tal vez entonces
recordara, arañado por las lágrimas, a la emperatriz Isabel, de la que tan
enamorado estuvo, muerta veinte años atrás.
Se hacía leer meditaciones de San Agustín; y ordenó
que el matemático Juanelo Turriano le trajese varios relojes. Sabemos que
en su despacho de Yuste el Emperador se pasaba las noches de claro en claro con
los relojes, que están hechos para medir y recordar el tiempo, aunque a él le
sirviesen paradójicamente para olvidarlo, tal vez para mejor acordarse de la
eternidad. Mientras los destripaba y volvía a componer, contemplando absorto la
perfecta armonía de engranajes y ruedecillas dentadas, tal vez el Emperador
añorase la armonía de una edad dorada que soñó con volver a instaurar, en donde
las ruedas de la milicia, la política, la ciencia y las artes se conjuntaban
para anunciar la hora exacta de la Buena Nueva.
A Yuste le llevó su
mayordomo, Luis de Quijada, a un muchacho vestido de paje, más guapo que un
doblón de oro, al que llamaban Jeromín. Cuando el Emperador lo vio no puedo evitar
emocionarse; y recordó entonces la memoria en carne viva aquellos lentos
crepúsculos de Ratisbona, cuando su corazón viudo y amargado por las
intemperancias de los luteranos halló consuelo con una joven llamada Bárbara
Blomberg. El anciano Emperador se contempló en la mirada de águila del apuesto
Jeromín (que sería luego Juan de Austria); y supo que mantendría viva su gloria
guerrera.
Desprendido por completo de las pompas mundanas, el
Emperador tenía siempre muy cerca de su lecho una imagen del Juicio Final del
Tiziano, pintor
por el que siempre había sentido predilección. Y quiso celebrar por anticipado
sus exequias fúnebres, en la propia iglesia del monasterio. No lo movía la
extravagancia macabra, sino el deseo piadoso de reunirse pronto con su Hacedor;
y, fuera de sus devociones, su única participación durante la larga vigilia que
duró toda la noche y la posterior misa de réquiem consistió en entregar al
celebrante la palmatoria encendida, en un acto simbólico de absoluta modestia.
Antes de morir, pidió
que lo enterrasen en el altar de la iglesia de Yuste, no debajo del altar («por
ser lugar exclusivo de los santos») sino detrás, de modo que el sacerdote, al
oficiar, pisase «la cabeza y los pechos» de su cadáver.
Murió en su alcoba, en
una cama más bien angosta de tablas de castaño que el visitante aún puede
contemplar. Desde
la cabecera de la cama, el Emperador podía escuchar misa por una gran abertura
practicada en la pared frontera que comunicaba con la iglesia. Sus últimas
palabras fueron tan sobrias como los últimos meses de su vida; y las formuló en
una voz apenas perceptible, en el idioma que aprendió siendo ya talludito, el
idioma que según él mismo dijo en cierta ocasión parecía creado para hablar con
Dios: «Luis de Quijada, ya veo que me voy acabando muy poco a poco: de lo que
doy muchas gracias a Dios, pues es su voluntad... Ya es tiempo».
Era el dueño del mundo; pero murió como un monje. Sólo los buenos vasallos
se merecen tan buenos señores. En el monasterio de Yuste, por cierto, ya no
quedan frailes.
Capilla del Monasterio de Yuste. En el Retablo Mayor un cuadro de Tiziano, sobre el Juicio Final, pedido por el emperador Carlos V.
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