LA PAZ DE CRISTO
EN EL REINO DE CRISTO
A
continuación reproducimos algunos fragmentos
de la Encíclica Ubi
Arcano de S. S. Pío
XI,
del 23 de diciembre de 1922,
los cuales resuenan con gran actualidad en
estos momentos de violencia y discordia.
II. LOS
MALES PRESENTES
2. La
falta de paz.
Admirablemente cuadran a nuestra Edad aquellas palabras de los
Profetas:
Esperamos
la paz y este bien no vino,
el tiempo de la curación, y he aquí el terror;
el tiempo de restaurarnos, y he aquí a todos turbados.
el tiempo de la curación, y he aquí el terror;
el tiempo de restaurarnos, y he aquí a todos turbados.
Esperamos la luz, y he aquí las tinieblas…;
y la justicia, y no viene;
la salud, y se ha alejado de nosotros.
y la justicia, y no viene;
la salud, y se ha alejado de nosotros.
Pues
aunque hace tiempo en Europa se han depuesto las armas, sin embargo sabéis cómo en el vecino Oriente se
levantan peligros de nuevas guerras, y allí mismo, en una región inmensa
como hemos antes dicho, todo está lleno de horrores y miserias, y todos los
días una ingente muchedumbre de infelices, sobre todo de ancianos, mujeres y
niños, mueren de hambre, de peste y por los saqueos; y donde quiera que hubo
guerra no están todavía apagadas las viejas rivalidades, que se dan a conocer:
o con disimulo en los asuntos políticos, o de una manera encubierta en la
variedad de los cambios monetarios, o sin rebozo en las páginas de los diarios
y periódicos; y hasta invaden los confines de aquellas cosas que por su
naturaleza deben permanecer extrañas a toda lucha acerba, como son los estudios
de las artes y de las letras.
3.
Falta la paz internacional.
De ahí que los odios y las mutuas ofensas entre los
diversos Estados no den tregua a los pueblos ni perduren solamente las
enemistades entre vencidos y vencedores, sino entre las mismas naciones
vencedoras, ya que las menores se quejan de ser oprimidas y explotadas por las
mayores, y las mayores se lamentan de ser el blanco de los odios y de las
insidias de las menores. Y los Estados sin excepción, experimentan los tristes
efectos de la pasada guerra; peores ciertamente los vencidos, y no pequeños los
mismos que no tomaron parte alguna en la guerra. Y los dichos males van cada
día agravándose más, por irse re tardando el remedio; tanto más, que las
diversas propuestas y las repetidas tentativas de los hombres de Estado para
remediar tan tristes condiciones de cosas han sido inútiles, si ya no es que
las han empeorado. Por todo lo cual, creciendo
cada día el temor de nuevas guerras y más espantosas, todos los Estados se ven
casi en la necesidad de vivir preparados para la guerra, y con eso
quedan exhaustos los erarios, pierde el vigor de la raza y padecen gran
menoscabo los estudios y la vida religiosa y moral de los pueblos.
4. Falta la paz social y política.
Y lo que es más deplorable, a las
externas enemistades de los pueblos se juntan las discordias intestinas que
ponen en peligro no sólo los ordenamientos sociales, sino la misma trabazón de
la sociedad.
Debe contarse en primer lugar la “lucha de clases", que,
inveterada ya como llaga mortal en el mismo seno de las naciones, inficiona las
obras todas, las artes, el comercio; en una palabra, todo lo que contribuye a
la prosperidad pública y privada y este mal se base cada vez más pernicioso por
la codicia de bienes materiales de una parte, y de la otra por la tenacidad en
conservar los, y en ambas a dos por el ansia de riquezas y de mando. De aquí
las frecuentes huelgas, voluntarias y forzosas; de aquí los tumultos públicos y
las consiguientes represiones, con descontento y daño de todos.
Añádanse las luchas de partido para el gobierno de la cosa
pública, en la que las partes contendientes suelen de ordinario hostilizarse
con la mira puesta, no sinceramente, según las varias opiniones, en el bien
público, sino el logro del propio provecho con daño del bien común. Y así vemos
cómo van en aumento las conjuras, cómo se originan insidias, atentados contra los ciudadanos y contra los mismos ministros de la
autoridad; cómo se acude al terror, a las amenazas, a las francas rebeliones y
a otros desórdenes semejantes, tanto más perjudiciales cuanto mayor es la parte
que en el gobierno tiene el pueblo, cual sucede con las modernas formas representativas.
Estas formas de gobierno, si bien no están condenadas por la doctrina de la
Iglesia (como no está condenada forma alguna de régimen justo y razonable), sin
embargo, conocido es de todos cuán fácilmente se prestan a la maldad de las
facciones.
5. Falta
la paz doméstica.
Y es verdaderamente doloroso ver cómo
un mal tan pernicioso ha penetrado hasta las raíces mismas de la sociedad, es
decir, hasta en las familias, cuya disgregación hace tiempo
iniciada ha sido muy favorecida por el terrible azote de la guerra, merced al
alejamiento del techo doméstico de los padres y de los hijos, y merced a la
licencia de las costumbres, en muchos modos aumentada. Así se ve muchas veces
olvidado el honor en que debe tenerse la autoridad paterna; desatendidos los vínculos
de la sangre: los amos y criados se miran como adversarios;se
viola con demasiada frecuencia la misma fe conyugal, y son conculcados los
deberes que el matrimonio impone ante Dios y ante la sociedad.
Falta
la paz del individuo.
De ahí que, como el mal que afecta a un organismo o a una
de sus partes principal mente hace que también los otros miembros, aun los más
pequeños, sufran, así también es natural que las dolencias que hemos visto
afligir a la sociedad y a la familia alcancen también a cada uno de los
individuos. Vemos, en efecto, cuan extendida se
halla entre los hombres de toda edad y condición una gran inquietud de ánimo
que les hace exigentes y díscolos, y cómo se ha hecho ya costumbre el desprecio
de la obediencia y la impaciencia en el trabajo. Observamos también cómo ha pasado los límites del pudor
la ligereza de las mujeres y de las niñas, especial mente en el vestir y en el
bailar, con tanto lujo y refinamiento, que exacerba las iras de los
menesterosos. Vemos, en fin, cómo aumenta el número de los que se ven reducidos
a la miseria, de entre los cuales se reclutan en masa los que sin cesar van
engrosando el ejército de los perturbadores del orden.
Resumen de males.
En vez, pues, de la confianza y seguridad reina la
congojosa incertidumbre y el temor; en vez del trabajo y la actividad, la
inercia y la desidia; en vez de la tranquilidad del orden, en que consiste la
paz, la perturbación de las empresas industriales, la languidez del comercio,
la decadencia en el estudio de las letras y de las artes; de ahí también, lo
que es más de lamentar, el que se eche de menos en muchas partes la conducta de
vida verdadera mente cristiana, de modo que no sola mente la sociedad parece no
progresar en la verdadera civilización de que suelen gloriarse los hombres,
sino que parece querer volver a la barbarie.
6.
Falta la paz religiosa. Daños espirituales.
Y a todos estos males aquí enumerados vienen a poner el
colmo aquellos que, cierto, no percibe el hombre animal, pero que son, sin
embargo, los más graves de nuestro tiempo. Queremos decir los daños causados en
todo lo que se refiere a los intereses espirituales y sobrenaturales, de los
que tan íntimamente depende la vida de las almas; y tales daños, como
fácilmente se comprende, son tanto más de llorar que las pérdidas de los bienes
terrenos, cuanto el espíritu aventaja a la materia. Porque fuera de tan
extendido olvido de los deberes cristianos, arriba recordado, cuán grandes
penas nos causa, Venerables Hermanos, lo mismo que a vosotros, el ver que de tantas
Iglesias destinadas por la guerra a usos profanos no pocas están todavía sin
abrirse al culto divino; que muchos seminarios, cerrados entonces, y tan
necesarios para la formación de los maestros y guías de los pueblos, no pueden
todavía abrirse; que en todas partes haya disminuido tanto el número de
sacerdotes arrebatados unos por la guerra mientras se ocupaban en el
ministerio, extraviados otros de su santa vocación por la extra ordinaria
gravedad de los peligros, y que por lo mismo en muchos sitios se vea reducida
al silencio la predicación de la palabra divina, tan necesaria para la
edificación del cuerpo místico de Cristo.
IV.
REMEDIOS DE ESTOS MALES
Ya hemos enumerado brevemente, Venerables Hermanos, las causas
de los males que afligen a la sociedad; veamos los remedios aptos para sanarla,
sugeridos por la naturaleza misma del mal.
12. La paz de Cristo.
Y ante todo es necesario que la paz
reine en los corazones. Porque
de poco valdría una exterior apariencia de paz, que hace que los hombres se traten
mutuamente con urbanidad y cortesía, sino que es necesaria una paz que llegue
al espíritu, los tranquilice e incline y disponga a los hombres a una mutua
benevolencia fraternal. Y no hay semejante paz si no es la de Cristo; y la paz
de Cristo triunfe en nuestros corazones; ni puede ser otra la paz suya, la que
Él da a los suyos, ya que siendo Dios, ve los corazones, y en los corazones
tiene su reino. Por otra parte, con todo derecho pudo Jesucristo llamar suya
esta paz, ya que fue el primero que dijo a los hombres: Todos vosotros sois
hermanos, y promulgó sellándola con su propia sangre la ley de la mutua caridad
y paciencia entre todos los hombres: este es mi mandamiento: que os améis los
unos a los otros, como yo os he amado: soportad los unos las cargas de
los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo.
16. La
paz de Cristo en el Reino de Cristo. Extensión y carácter de este reino
Síguese, pues, que la
paz digna de tal nombre, es a saber, la tan deseada paz de Cristo, no puede
existir si no se observan fielmente por todos en la vida pública y en la
privada las enseñanzas, los preceptos y los ejemplos de Cristo: y una vez así constituida ordenadamente la
sociedad, pueda por fin la Iglesia, desempeñando su divino encargo, hacer valer
los derechos todos de Dios, los mismo sobre los individuos que sobre las
sociedades.
En esto consiste lo que con dos palabras llamamos Reino de Cristo. Ya
que reina Jesucristo en la mente de los individuos, por sus doctrinas, reina en
los corazones por la caridad, reina en toda la vida humana por la observancia
de sus leyes y por la imitación de sus ejemplos. Reina también en la sociedad doméstica cuando, constituida por el sacramento
del matrimonio cristiano, se conserva inviolada como una cosa sagrada, en que
el poder de los padres sea un reflejo de la paternidad divina, de donde nace y
toma el nombre; donde los hijos emulan la obediencia del Niño Jesús, y el modo
todo de proceder hace recordar la santidad de la Familia de Nazaret. Reina finalmente Jesucristo en la
sociedad civil cuando,
tributando en ella a Dios los supremos honores, se hacen derivar de él el
origen y los derechos de la autoridad para que ni en el mandar falte norma ni
en el obedecer obligación y dignidad, cuando además le es reconocido a la
Iglesia el alto grado de dignidad en que fue colocada por su mismo autor, a
saber, de sociedad perfecta, maestra y guía de las demás sociedades; es decir,
tal que no disminuya la potestad de ellas -pues cada una en su orden es
legítima-, sino que les comunique la conveniente perfección, como hace la
gracia con la naturaleza; de modo que esas mismas sociedades sean a los hombres
poderoso auxiliar para conseguir el fin supremo, que es la eterna felicidad, y
con más seguridad provean a la prosperidad de los ciudadanos en esta vida
mortal.
De todo lo cual resulta claro que no hay paz de Cristo sino en
el reino de Cristo, y que no podemos nosotros trabajar con
más eficacia para afirmar la paz que restaurando el reino de Cristo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario